Artículo publicado por VICE Colombia.
"Un alma sin cuerpo es tan inhumana y atroz como un cuerpo sin alma".
—Thomas Mann, La montaña mágica.
Esta historia hace parte de la edición de febrero de VICE.
Una mañana soleada de agosto de 2015, en Medellín, el antropólogo forense John Fredy Ramírez dio inicio a la excavación de la fosa común urbana más grande del mundo. Oculto tras un par de lentes oscuros y un casco de construcción blanco, el hombre encargado de hallar el centenar de desaparecidos de La Escombrera, un botadero de desechos y materiales de construcción en la Comuna 13, hizo una seña al operador de una retroexcavadora cercana. A pocos metros de distancia, decenas de periodistas, familiares de víctimas, abogados y representantes del Gobierno observaban con atención. La pala de la máquina se elevó tentativa, como la garra de un gato a punto de atacar, y descendió con un gruñido para rasgar el suelo arcilloso de la montaña. A pesar de no ser religioso, John Fredy Ramírez respiró profundo y se dio la bendición.
Tras ocho años en la Fiscalía, John Fredy Ramírez había desenterrado cerca de 400 cadáveres en más de cien municipios de Colombia, casi el diez por ciento del territorio nacional. En esos años exhumó niños masacrados con tiros de gracia, mujeres violadas y asesinadas con machetes, fosas comunes compuestas por cuerpos desmembrados, e incluso dos ancianos ejecutados a sangre fría mientras se abrazaban en el que sería su entierro. Creía estar acostumbrado a ese tipo de escenas. De hecho, nunca había tenido pesadillas relacionadas con su trabajo. La muerte y la descomposición hacían parte de su día a día. Quizás por eso se sorprendió ante su reacción frente a La Escombrera. Se sentía nervioso y últimamente tenía problemas para conciliar el sueño. No era el insomnio tradicional que a veces le aquejaba y que lo obligaba a prender un radio de pilas en su mesa de noche para escuchar jazz y blues hasta el amanecer (creía que las ondas de los electrodomésticos cerca de su cama alteraban sus patrones de sueño). Esto era diferente. Varias noches se levantó sin aire, cubierto por el sudor frío producto de una pesadilla recurrente. Se encontraba en el banquillo de los acusados en un juicio. Miembros de la prensa, víctimas y desconocidos escuchaban las evidencias de un caso cuyos detalles ignoraba y se aprestaban a sentenciarlo. Lo acosaban y se abalanzaban sobre su cuerpo, asfixiándolo entre gritos y reclamos. El veredicto nunca llegaba, pero cada mañana despertaba con una sensación de culpa que persistía durante la vigilia.
Había presión por todas partes. Todos deseaban que hallara algo y que lo hiciera pronto. Incluso su propio inconsciente parecía haberse sumado a las fuentes de tensión.
Los familiares de por lo menos 96 desaparecidos tenían puestas sus esperanzas en la excavación de esa mañana. Así lo negaran, lo más probable es que cada uno de ellos sintiera una mezcla de miedo y ansiedad ante la posibilidad de un hallazgo que finalmente resolviera el misterio del paradero de sus seres queridos. A John Fredy Ramírez le habría gustado compartir aquella ilusión. Conocía de primera mano ese sentimiento. Su propia prima era una de las decenas de miles de víctimas de desaparición forzada en Colombia, y la incertidumbre sobre su paradero lo carcomía. Un sinfín de interrogantes y de recriminaciones lo asaltaban al pensar en ella. "Cuando se te arranca alguien en la desaparición forzada no te lo arrancan físicamente —me dijo una mañana de septiembre—. Te arrancan un pedazo del alma". Y si algo había aprendido en su tiempo en la Fiscalía era que sólo un objeto físico podía dar una respuesta definitiva a esas preguntas incesantes, la peor clase de tortura psicológica que podía imaginar. Los testimonios o las confesiones de los victimarios rara vez bastaban. Se necesitaba un cuerpo o una parte del mismo: un cráneo, un trozo de un fémur, una cadera destrozada, los fragmentos de cualquier hueso —sólo ello podía entregar la certeza capaz de poner fin a décadas de desasosiego y sufrimiento—.
John Fredy Ramírez bajó la mirada y se concentró una vez más en el suelo desigual de La Escombrera. Desde hacía años, cada vez que encontraba los restos de una persona cuyo origen era más o menos conocido, visitaba a la familia del desaparecido. En sus hogares, les pedía a los parientes que prendieran una vela para que, en tanto se realizaba la identificación definitiva, la luz guiara a las almas de los difuntos hacia el hogar perdido. Una vez el ADN confirmaba la identidad del cuerpo, Ramírez los llamaba y les pedía que apagaran la vela para conmemorar el regreso a casa del ser querido. Había bautizado a su grupo en la Fiscalía con el nombre de Caronte, el barquero de la mitología griega que conducía las almas de los muertos a través del Hades. "Nosotros hacemos el trabajo opuesto —me dijo—. Los sacamos de ese anonimato, del inframundo, y los llevamos a la familia".
Los testimonios de los victimarios rara vez bastaban. Se necesitaba un cuerpo o una parte del mismo, sólo ello podía entregar la certeza capaz de poner fin a décadas de sufrimiento.
El calor aumentaba con el paso de la mañana. Gotas de sudor humedecían la tez morena de John Fredy Ramírez. El llanto de algunas mujeres resonaba desde el campamento de víctimas, una carpa blanca elevada sobre un terraplén a cerca de 25 metros de la excavación. Al otro lado del valle, Ramírez creía poder distinguir el parque del barrio Manrique entre cuyos árboles solía jugar de niño. Quizás se equivocó al aceptar este trabajo. No había un sólo precedente para esta clase de excavación, ningún ejemplo en toda la historia de la antropología forense como para copiar el procedimiento o aprender lecciones sobre cómo proceder. Las expectativas estaban desbordadas y la responsabilidad, sin importar lo que sucediera, recaería sobre sus hombros. A sus 47 años no necesitaba esa clase de presión.
No le gustaba admitirlo, pero en los últimos días había sentido temor: temor de defraudar a los familiares de las víctimas, temor del escrutinio mediático, temor de no encontrar nada. Sí, sobre todo eso: temor de revolver cada centímetro de ese inframundo que yacía bajo los escombros y no encontrar nada. Esa era la verdadera pesadilla.
***

¿Qué hacer ahora?, se preguntaba John Fredy Ramírez. La Alcaldía de Medellín ya había separado otros 700 millones para continuar con las excavaciones en los demás polígonos, pero lo cierto era que no había garantías de hallazgos en ninguna de las otras áreas. Se necesitaba una investigación realmente exhaustiva para poder determinar con un mayor grado de certeza los lugares donde posiblemente se encontraban los cuerpos. Esa era la única manera de reducir la incertidumbre y de incrementar las posibilidades de éxito. Móvil 8 parecía haber estado seguro de lo dicho acerca del Polígono 1, pero se requerían testimonios que corroboraran sus memorias. El problema era que no existían. La mayoría de señalamientos sobre los entierros de La Escombrera provenían de relatos de oídas. Los verdaderos victimarios, los paramilitares que asesinaron y enterraron a decenas y decenas de jóvenes bajo escombros, en su mayoría habían muerto o estaban desaparecidos. Esa ironía macabra era el principal obstáculo para traer de vuelta a casa las almas de todos esos muertos.
Al concluir la rueda de prensa, John Fredy Ramírez haló a Bones y se alejó en silencio hacia el contenedor que le servía de oficina. Aún debía terminar el informe final sobre la excavación. Después de eso, se tomaría un par de días de descanso. No sabía si tendría que encargarse de los demás polígonos, pero no deseaba hacerlo. Que buscaran a alguien más fuerte, a alguien que resistiera mejor la presión, a alguien capaz de sobrellevar las expectativas de centenares de familiares que a diario revivían una y otra vez aquella última ocasión en que vieron a sus seres queridos. Un sinsabor acompañaría siempre su recuerdo de los últimos meses. Cumplió su misión y creció profesionalmente, pero en últimas ese no era el objetivo de su trabajo. A las víctimas no les bastaba con saber que se hizo un intento y que el trabajo se realizó de manera profesional. Un intento no aliviaba nada. Eso era cierto para este caso y para los miles que posiblemente enfrentaría una vez se firmara la paz con las FARC. "Colombia debe vomitar sus muertos", decía José Saramago en 2007. Se necesitaban esos miles de cuerpos.
Contrariado, John Fredy Ramírez marchó sobre el suelo desigual de La Escombrera. No muy lejos, sobre la tierra junto a la carpa blanca, un par de velas azules y amarillas ardían rodeadas de mariposas y polillas.
Santiago Wills https://ift.tt/2Ow0cnY
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