Artículo publicado por VICE Argentina
La sede actual del Círculo Ferromodelista Oeste se encuentra, casualmente, a pocas cuadras de la Estación Flores de la Línea Sarmiento. A intervalos de tiempo regulares se escucha a la máquina aullante sobre rieles que aún hoy despierta la fascinación de muchos, aunque hayan pasado más de dos siglos desde su invención en Inglaterra, y que sea hoy elemento común del paisaje urbano en todo el mundo. Fueron los ingleses también los que introdujeron el ferrocarril en la Argentina, medio de transporte que fue sinónimo de progreso, riqueza, expansión comercial y fundación civilizatoria.
Hoy muchos recorridos de la red ferroviaria están clausurados, circulan con frecuencia reducida o simplemente ya no paran en algunas estaciones. Así mismo, pueblos enteros del interior han quedado abandonados y cubiertos por la maleza a falta de conexión con los centros metropolitanos y puertos. Por décadas, el Estado se desentendió del ferrocarril y de su mantenimiento (por razones que no tiene sentido analizar aquí), entró en decadencia y con los años fue ganando mala fama; incluso hoy, habiéndose producido una notable modernización en las formaciones, el tren ya no ocupa el mismo lugar de prestigio que tuviera otrora en el imaginario de los argentinos.
Los miembros del Circulo Ferromodelista Oeste comparten este amargo diagnóstico, de alguna manera despliegan su pasión con resignación. No solo por la nostalgia de algo que fue y ya no es más, sino también porque la forma que encontraron para rendir culto a los trenes forma parte de un mundo analógico en franca retirada desde la emergencia de los entretenimientos virtuales y digitales.
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Es Arístides Ravazzini, tesorero y socio fundador, quien me abre las puertas del círculo y me cuenta su historia. Comenta que la agrupación se constituyó en el año 92 y que su nombre se debe a que el oeste fue el primer ferrocarril argentino, el que se proyectaba como un árbol con infinitas ramas desde el Río de la Plata hasta el campo insondable. Por ende, no hay una ligazón especial entre la institución y el barrio de Flores; de hecho el círculo comenzó a operar en la sede de una asociación civil de Parque Patricios, lugar del cual fueron invitados cortésmente a retirarse, con locomotoras y todo, por resquemores y suspicacias de los administradores que utilizaban la misma sede como club de escolazo, es decir, como casino clandestino.
A partir de ahí los miembros del círculo emprendieron una larga y triste peregrinación por distintos lugares, “intentando siempre mantener encendido el fuego”, hasta que finalmente lograron alquilar la sede actual, que si bien está lejos de ser la tierra prometida (tiene serios desperfectos en los techos y en el sistema de plomería, la casa de arriba está tomada por vecinos no muy amables, etcétera), al menos sirve para que desarrollen sus actividades tranquilamente. Ravazzini también es el encargado de prensa y difusión, es el único que me presta atención. Los demás (todos varones) continúan absortos manipulando sus miniaturas y cableados como si yo no existiera.

Después de la merienda los ferromodelistas continúan con sus maniobras sin un fin ulterior, y no me parece del todo ajeno el placer que experimentan. Después de todo, en la base de este juego se encuentra un estado psicológico muy antiguo que se ha trasladado al universo de los videojuegos y que sigue vigente hasta el día de hoy: es el viejo anhelo del demiurgo, el afán por construir sistemas cerrados sobre los cuales poder ejercer control, y al mismo tiempo hacerlos crecer, darles forma y belleza cual jardín japonés.
Es el mismo goce que nos otorga jugar, por ejemplo, Minecraft, o cualquier otro videojuego donde el objetivo sea construir indefinidamente, detener el tiempo, simular la eternidad. La única diferencia residiría en la manera en que los nuevos jugadores se relacionan con su caja negra, retomando la metáfora de Aira. Ravazzini y sus colegas no parecen estar pensando en una renovación generacional o en formar herederos que prosigan con la gran obra (por siempre incompleta). Me cuentan que ni sus hijos ni sus nietos muestran el menor interés por los trenes a escala, cosa que me sorprende muchísimo, ya que si bien crecí jugando Nintendo, también disfrutaba mucho de los juguetes analógicos.
Finalmente, no puedo sino encontrarles algo de razón: mi visión de las cosas no es tan pesimista, pero debo admitir que un ferromodelista es al mismo tiempo un programador, ya que él mismo diseña la estructura que luego utilizará, se trata de hablantes que inventan su propia lengua. ¿Habrá subestimado Cesar Aira a las nuevas generaciones? ¿Será verdad que hoy en día los chicos solo se comportan como jugadores usuarios y no como verdaderos programadores?
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“Ya no les interesa el trabajo manual, ni tampoco el armado de maquetas, solo la pantalla. Ahora vos cargás un videojuego y tenés todo listo. Esto, en cambio, te lleva un tiempo para diseñar la pista, tiempo para armar, tiempo para electrificar y tiempo para decorar. Siempre hay que agregarle algo o levantar una vía y cambiarla de puesto. La clave está en nunca terminar la maqueta.”
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