Páginas

lunes, 28 de mayo de 2018

Así es la vida cuando tu madre te somete al incesto emocional

Artículo publicado originalmente por Tonic Estados Unidos. Leer en inglés.

Recuerdo el momento en que mi vida cambió.

Estaba tumbado en el suelo de un centro de rehabilitación, en medio de un charco de lágrimas. No estaba ahí por las drogas o el alcohol. Estaba allí por algo mucho más vergonzoso, al menos para mí: haber engañado a mi novia. Ingresé al centro como un adicto al sexo, pero salí como algo distinto.

“Hay un nombre para cuando tu madre depende emocionalmente de ti y te cuenta intimidades que debería contarle a su marido”, me dijo la terapeuta, que me recordaba mucho a la enfermera Ratched. La mujer me miraba desde arriba, como un púgil que observa victorioso al contrincante que acaba de noquear. “Se llama incesto emocional”.

Me dejó sin palabras. En mis más de veinte años como periodista, nunca antes había oído ese término. ¿Incesto?

Crecí en lo que pensaba que era un hogar perfectamente normal, con unos padres aburridos de clase media que nunca llegaron a divorciarse. Tal vez ellos no se amaban, pero siempre sentí que a mi hermano y a mí nos querían y apoyaban, y nunca habían abusado de nosotros, ni física ni sexualmente. ¿Incesto emocional?

Aquel horrible diagnóstico abrió la puerta a una vida que nunca imaginé posible para mí, un tipo al que le aterra el compromiso: un matrimonio, un recién nacido y muchas risas y alegría, en lugar de frustración y resentimiento. Respecto al hogar normal y aburrido en el que crecí, después de terminar la terapia me di cuenta de que no era nada de eso. Para mí era fácil pensar que me crié de forma ordinaria porque no había vivido otra cosa.

Es normal que tu madre acuda a ti para despotricar sobre su vida sexual con tu padre, ¿no?

Es normal hacerle masajes a tu madre en las manos para que te deje irte a dormir más tarde, ¿verdad?

Y también es normal que, mientras le das el masaje, te diga, “Se te da mucho mejor que a tu padre”, ¿no?

Pues no.

Esto es lo que los expertos denominan incesto emocional o encubierto: cuando uno de los progenitores convierte a su hijo en una especie de compañero íntimo. A menudo este tipo de relaciones se diluyen en un halo de ambivalencia o resentimiento y suelen terminar con una aventura, que sirve como válvula de escape para liberar la presión emocional contenida.

No creo que mi madre lo hiciera a propósito. Nadie es perfecto, ni siquiera tus padres. Por tanto, a todos nos han criado en la imperfección y todos tenemos nuestro bagaje. En mi caso se manifiesta en mi dificultad para asumir compromisos; otros quizá lo manifiesten haciendo amistades tóxicas o sintiendo constantemente la necesidad de adaptarse a otra persona. El problema es que no somos capaces de discernir claramente cuál es nuestro propio bagaje. Es como intentar tocarse el codo izquierdo con la mano izquierda.

Tal como señala el psicoterapeuta en su libro Under Saturn's Shadow: “Estamos controlados por aquello que no conocemos”. Toda mi vida me dijeron que debía ir al dentista una vez cada seis meses y asegurarme de que mis dientes y encías seguían gozando de buena salud; y que tenía que ir al médico para que me dijeran que todo estaba bien; y que hiciera alguna actividad física todos los días para mantenerme en forma. Mientras tanto, tenía la obligación de ir al instituto e intentar sacar las mejores notas para garantizarme el acceso a una buena universidad en la que cultivar el intelecto.

Sin embargo, en mis cuarenta años de vida, nadie me dijo en ningún momento que era igual de importante que buscara un médico o un centro para mi salud emocional. Mientras no sufriera una depresión extrema, ansiedad o algo que me dejara visiblemente debilitado, no había razón para acudir al psicólogo. Hizo falta que ocurriera algo innegable —romperle el corazón a la mujer a la que supuestamente amaba— para darme cuenta de que necesitaba ayuda con mi salud emocional y psicológica. Y hasta ese momento, en la consulta del terapeuta, no tenía la menor idea de por qué me resultaba tan complicado manejar las relaciones. Ahora, viendo hacia atrás, es obvio que era porque seguía manteniendo una relación con mi madre.

Pero el hecho de saberlo no bastaba para cambiar las cosas. Había que trabajar el aspecto emocional, por lo que decidí embarcarme en un largo periodo de terapias que, aunque no me salvaron la vida, sí me la devolvieron. Sin ellas, tal vez seguiría acumulando relaciones fracasadas y rompiendo corazones hasta el día de mi muerte, pensando que solo tenía que encontrar a la persona adecuada para que todo saliera bien.

Escribo esto, no como un terapeuta apasionado, sino como un paciente agradecido que ha sido capaz de elaborar un tratamiento propio después de investigar mucho. Es preciso que le demos la misma importancia a nuestra salud emocional y psicológica que le damos a la intelectual. Por desgracia, la impronta que empaña —y a veces destruye— nuestras vidas no se origina mucho antes de nuestra educación formal, sino precisamente por ignorar estos aspectos.

Avancemos varios años después de mi terapia intensiva. Estoy mejor. La vida es mejor. Estoy preparado para traer una nueva vida al mundo. Mi mujer y yo estamos en el hospital. Nuestro hijo nació con un poco de fiebre y se lo llevaron a cuidados intensivos para tenerlo en observación dos días, según el protocolo. Una hora después de llegar mi hijo al mundo, un médico prepara una larga aguja para insertársela en el canal raquídeo —un procedimiento que ya de por sí resulta muy doloroso para un adulto— y le pregunto si es absolutamente necesario hacer pasar al bebé por eso. “No se preocupe”, responde el médico, percibiendo mi preocupación, “no lo recordará”.

Varias semanas después, estamos en la consulta del pediatra por una circuncisión mal practicada. El médico sostiene la zona entorno a la herida del pene de mi hijo con unos fórceps e intenta cauterizarla con una aguja eléctrica candente mientras el bebé llora de dolor. “No se preocupe”, me consuela el pediatra, “no lo recordará”.

Así es como llegamos al mundo: con muchos cuidados hacia nuestro bienestar físico, pero sin recibir el menor cuidado a nivel psicológico. Que los bebés no recuerden lo que pasó es precisamente la razón por la que debemos preocuparnos más de su psique. Si realmente estuvieran conscientes de lo que les pasa, este tipo de situaciones serían menos traumáticas. En el caso de mi hijo, como no lo era, lo que pasa es que lo sacaron a la fuerza del único mundo que conoce —uno basado en la unión— y aventaron a otro en el que domina la desconexión, las sensaciones abrumadoras y el dolor.

El mensaje: este mundo no es seguro. Por supuesto que mi hijo no recordará que le apuñalaron por la espalda al poco de nacer, pero su sistema nervioso sí.

Cuando me dieron el diagnóstico, no me apresuré a buscar tratamiento. Estuve un tiempo en fase de negación. Incluso me cité con Hasse Walum, reputado genetista especializado en la monogamia, con la esperanza de que él me diera un diagnóstico distinto y me dijera que simplemente era de naturaleza infiel, pero no fue así.

Si bien es cierto que nacemos con ciertas predisposiciones y resiliencias, Walum me explicó que nuestra naturaleza es mucho más flexible de lo que creemos: “No hemos encontrado nada que sea totalmente genético”, señala. “Ni siquiera las enfermedades terribles como el autismo, la esquizofrenia o la inteligencia misma. Hay un factor ambiental y, por lo tanto, posibilidades de cambiar las cosas”.

La pregunta sigue ahí: ¿cómo podemos cambiar las cosas? No creo que la respuesta la encontremos en la terapia tal como la conocemos actualmente. Por un lado, hay médicos que prescriben fármacos no solo a adultos, sino también a niños. Por otro, hay infinidad de terapeutas que cobran cientos de pesos por una hora de conversación empática a la semana y sin definir un final de la terapia. Asimismo, los críticos muchas veces afirman que no se ha demostrado de manera científica la eficacia de técnicas como el psicoanálisis y la terapia EMDR (en la que se usan los movimientos oculares, los sonidos y las sensaciones como vías de acceso al cerebro). Pero el hecho de que no estemos dispensando un trato adecuado a la mente no significa que no debamos tratarla.

En el caso de mi psique, lo que ocurrió para que fuera efectivo fue una combinación de cosas: talleres para sanar traumas entre tres y cinco días a la semana mezclados con terapia grupal semanal, terapia silenciosa (en la que se trabaja con los sentimientos, más que con el pensamiento) y herramientas mentales que podía usar en casa cuando sufría episodios en los que volvía a las viejas conductas y creencias.

Pero yo soy afortunado. Tenía el dinero para gastar en estas cosas. Un taller de un fin de semana costaba 2.500 dólares; la terapia grupal valía 250 dólares al mes y las terapias, de media, 175 dólares por sesión. En EU, el seguro no cubre nada de esto. Y ahí está el problema institucional: la sanación emocional es cosa de ricos.

Científicos de todo el mundo gastan millones de presupuestos en encontrar una cura para el cáncer y una forma para alargar la vida, pero ¿quién se dedica a investigar con la misma intensidad y pasión una forma de curar nuestra vida interior? Y es que, ¿qué sentido tiene poder vivir durante un siglo más si cada vez acumulamos más y más bagaje, hasta que llega un punto en que nuestra propia historia supone una carga tan pesada que casi no podemos movernos?

Neil Strauss es escritor del New York Times. Su libro "The Truth: An Uncomfortable Book About Relationships" ya está a la venta.

Neil Strauss https://ift.tt/eA8V8J

No hay comentarios:

Publicar un comentario