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viernes, 20 de julio de 2018

Diez preguntas que siempre quisiste hacerle al habitante de una ecoaldea

Escaparse de la rutina, del ruido y del acelere de la ciudad es una fantasía que se le ha pasado a muchos por la cabeza. La imagen de vivir en una cabaña en medio de una montaña, produciendo su propio alimento, lejos de la competencia laboral de las grandes ciudades suena muy bien cuando uno está embutido en un Transmilenio pensando en lo infeliz que es en su trabajo. Incluso, si uno es feliz viviendo en la ciudad, imaginarse otra vida más tranquila suena bien.

En Colombia, y en el mundo, son cada vez más las personas que dejan de fantasear románticamente con esa idea para convertirla en una realidad. Así han empezado a surgir las ecoaldeas: comunidades de personas que se van a vivir en terrenos alejados de las ciudades en los que construyen sus casas y mantienen sistemas que los hace social, ecológica y económicamente autosostenibles.

Según la Red Global de Ecoaldeas, hay más de 1.200 en todo el mundo entre urbanas, rurales y nómadas. De esas, unas diecisiete ecoaldeas y proyectos similares están en Colombia, ubicadas desde Cundinamarca hasta Putumayo, según según Renace Colombia, la Red Colombiana de Ecoaldeas y Comunidades Alternativas. Muchas de ellas también ofrecen alojamiento y talleres para los visitantes y curiosos en su estilo de vida.

Camila Olarte, que tiene treinta y siete años, lleva seis viviendo en Aldeafeliz, una ecoaldea ubicada en San Francisco, Cundinamarca, a hora y media de Bogotá. Allá vive con su pareja, sus dos hijos biológicos y su hija adoptiva. Es artista de profesión y actualmente es coordinadora del área de diseño de la Red Global de Ecoaldeas. En eso trabaja desde su computador, en su casa en la aldea, un par de horas al día. El resto de horas las dedica a las labores de la aldea que comparte con alrededor de quince personas.

VICE: ¿Cómo era tu vida antes de irte a vivir a una ecoaldea?
Camila Olarte: Yo viví en Estados Unidos muchos años. Allá terminé el colegio, hice la universidad y trabajé un par de años. Siempre trabajé como profesora dentro de las artes, en fotografía y en los nuevos medios, que fue lo que estudié. Pero en mis visitas a Colombia, antes de volver, me daba cuenta de que me hacía falta la gente de la tierra, el campesino y el indígena y la variedad cultural que tiene el país. Pensé que me iba a quedar a vivir allá, pero en unas vacaciones volví a Colombia y viajé con mi hermana que es bióloga visitando comunidades negras e indígenas y me cautivó. Luego viví cinco años en Bogotá antes de irme al campo.

¿Cómo defines lo que es una ecoaldea?
Es una comunidad intencional en donde la gente decide irse a vivir junta por un propósito colectivo. Ese propósito se construye entre las personas que viven juntas. Y es una comunidad que trata de balancear las distintas dimensiones de la sustentabilidad, como la llamamos nosotros. Eso es entender que somos holísticos, entonces necesitamos tener bases en lo ecológico, en lo económico, en lo social y en lo cultural. Son asentamientos intencionales de gente que está tratando de balancear esas dimensiones e innovar en esos campos.

Las ecoaldeas son una mezcla entre la tecnología de avanzada para tener un menor impacto en el medio ambiente y entre las tecnologías milenarias y sencillas propias de los lugares que están a punto de perderse.

¿Cómo tomaste la decisión de irte a vivir en una ecoaldea?
Fue una vez que mi hermana me invitó a un encuentro nacional de ecoaldeas. Ese espacio fue muy inspirador porque vi que una ecoaldea era la respuesta a una necesidad esencial del ser humano a tener relaciones cercanas. Me pareció muy interesante la idea de migrar de la ciudad al campo para vivir con un grupo de personas para iniciar un proyecto creativo. También me pareció fascinante poder pasar de lo individual a lo colectivo, aprender a tomar decisiones colectivamente o resolver dificultades colectivamente.

Estuve visitando la aldea un par de años hasta que quedé en embarazo y decidí que no podía tener un hijo en la ciudad. Me inspiraba mucho poder ofrecerle a un hijo la oportunidad de crecer en un ambiente sano, tranquilo y sin miedo. En la ciudad tú no hablas con extraños, no le abres la puerta a un extraño, hay un montón de “noes” porque hay riesgos, pero yo sentía que un niño pequeño necesitaba que el mundo le dijera “sí”.

Para mí ese primer encuentro fue muy claro: que quería el campo, que era con gente y que era una oportunidad de enseñarle a una nueva generación a hacer las cosas distinto.

¿Y tu pareja estuvo de acuerdo con irse a vivir allá?
Yo conocí a mi pareja en uno de estos encuentros. Antes tenía otra pareja, pero él no estaba interesado en el campo, no quería salir de la ciudad. Entonces me separé y conocí al papá de mis hijos aquí.

¿Y qué dijo tu familia?
Yo vengo de una familia de biólogos que siempre tuvo finca y fue muy cercana a la diversidad biológica. Entonces no fue muy loco para ellos que yo me fuera a vivir al campo, pero el tema de la comunidad sí era retador. Pero yo soy artista, así que esa parte de mi familia que está en función de capitalizarse, tener un trabajo bien pago y toda esa lógica del capital ya se había relajado un poco.

¿Cómo es un día normal para ti?
Eso ha ido cambiando. Cuando llegué éramos veinticinco personas que desayunaban, almorzaban, cenaban y trabajaban juntas. Pero después nacieron los niños y eso nos empezó a llamar más hacia las casas, entonces empezamos a construir cocinas en cada casa. En este momento solo almorzamos juntos. Tenemos un pulsar comunitario y nos vemos todos los días, pero ya no es tan intenso de vernos todo el tiempo.

En un día normal los niños salen a estudiar y nosotros tenemos nuestras labores. Tenemos unos guardianazgos sobre el espacio, también hacemos otros trabajos en algo que llamamos células que pueden ser por ejemplo labores de reciclaje o a cambiar algo en la página web o tomar fotos para algo. A eso le dedico un par de horas, a adelantar alguna de las cosas que necesita la aldea, que son muchas. Además, la mayoría de nosotros trabajamos por internet en varias cosas, a eso le dedico unas tres horas al día. En la tarde, cuando llegan los niños, hacemos el almuerzo compartido con todos. Y luego estamos con los niños, acá tenemos un mundo natural muy rico, un río, un lago, el bosque, así que estamos mucho afuera con los muchos perros que tenemos.

Y también tenemos mingas, que es un trabajo compartido que cualquier persona puede convocar y a la que llamas a la gente a tu casa para hacer una labor y le das comida o alguna bebida, es un intercambio chévere.

¿Quiénes viven en la ecoaldea?
En este momento tenemos cerca de quince personas entre residentes y no residentes que vienen un par de días o los fines de semana. También tenemos tres pasantes de arquitectura ecológica de la Universidad Piloto y tenemos una diseñadora voluntaria.

La gente es muy variada, hay gente de sesenta y setenta años. No somos un grupo de jóvenes hippies, todos somos profesionales, que tenemos maestrías. No somos un grupo de desadaptados sociales.

¿Y cómo funciona la economía? ¿Hay plata de por medio?
Cuando llegué no pagábamos nada pero tampoco nos pagábamos nada en los eventos. Todo era una sola piscina económica. Pero cada persona tenía que generar sus propios recursos para viajar y moverse.

Ahora tenemos una economía mixta, eso significa que tenemos labores internas pero también tenemos trabajos por fuera. Todos compartimos la responsabilidad sobre la infraestructura y el territorio y entre todos también compartimos la responsabilidad económica del proyecto. Entonces, tenemos una cuota mensual de mantenimiento que varía, y que ahorita está más o menos en 220.000 pesos, eso cubre todos los gastos menos la alimentación. Cada uno hace el mercado para su casa y los almuerzos comunitarios nos los rotamos: yo cocino una vez cada dos semanas pero no hay un intercambio momentario entre nosotros.

Por otro lado realizamos eventos, talleres y cursos y tenemos fines de semana abiertos para visitantes en los que se pone el saber de todos en función de generar recursos.

¿Cuál ha sido el mayor reto de vivir en una ecoaldea?
Cuando llegué había una tensión entre lo individual y lo colectivo muy fuerte. Yo tenía un bebé, un trabajo y todas estas cosas que tenía que hacer por mí y además tenía que sacar un montón de tiempo para cumplir el “deber ser aldeano”.

Yo me imaginaba que vivir en comunidad era más fácil que vivir solo, y en muchos sentidos sí lo es, pero también es más difícil porque hay una demanda de tu tiempo y tu presencia en función del propósito colectivo. Tengo mi familia, mis hijos, mi trabajo, y además tengo a la comunidad y mi trabajo dentro de la comunidad.

¿Extrañas algo de la ciudad? ¿Cómo haces con cosas como el cine o la rumba?
Nosotros estamos muy cerca de la ciudad, así que nunca siento que hay algo a lo que no tengo acceso o que me haga falta. Si yo quiero ir a cine me organizo y voy, saco un momento en el mes y hago varias cosas. Y yo cada vez menos extraño la ciudad, voy por cosas muy específicas y a ver a la gente que quiero, pero cada vez siento que la gente vive angustiada porque el ambiente es muy difícil, la competencia por el puesto y la fila. Acá yo vivo con otra sintonía que me da más paz interior.

Y acá hacemos los eventos, hacemos conciertos, toques de tambor, temazcales, danzas de paz y viene gente muy variada y eso es una rumba. Yo era más parrandera antes de ser mamá, pero acá tengo a mis amigas y tenemos grupos de mujeres. Siento que tengo toda una vida social y cultural activa solo estando acá.

Lorenza Betancourt https://ift.tt/eA8V8J

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