Artículo publicado por VICE Colombia.
De jovencita solía tener una metáfora para el amor que me resultaba bastante convincente, pero sobre todo muy práctica: para mí, todo se reducía a una carrera en el parque en la que uno siempre iba corriendo detrás de la espalda de alguien.
Como ese alguien que iba adelante también estaba buscando el amor y, claro, no quería caerse, siempre iba también tratando de alcanzar la espalda del que estaba unos pasos delante de él. Y así, sucesivamente, todos corríamos detrás de lo que no podíamos alcanzar. Era básicamente la idea aquella de que siempre queríamos lo que no teníamos, de que el amor siempre iba a estar en lo que se nos escapaba de las manos. De que el amor, como lo diría mi profesor de filosofía, era pura carencia.
El problema para mí tenía, sin embargo, una posible solución. Pensaba que si quizás dejaba de correr, de perseguir lo que no tenía y me sentaba en una banca vacía del parque iban a pasar al menos dos cosas: la primera, que podría ver cómo todos corrían y lo agotador que resultaba ese mecanismo. Y la segunda: iba a abrirme a la posibilidad de que alguien también, mamado de correr y de perseguir una espalda inalcanzable, se sentara en la banca a descansar y que ahí ocurriera un encuentro.
Esta parte de la historia no la había heredado de mis lecturas imposibles de Gilles Deleuze. Era más bien mi manera de ajustar mi historia a esa idea con la que me criaron, que profesaba que uno encontraba el amor no solo de la manera más inesperada, sino que además cuando menos lo estaba buscando. Era mi manera de incluir en el relato la sentencia rítmica de mi mamá: hija, marido y mortaja del cielo bajan.
Pues bueno, después de correr detrás de espaldas peludas, no tan peludas, musculosas o no tanto, sudadas, siempre sudadas, de muchos hombres y de hacer mi mayor esfuerzo para que otros ni de riesgos lograran alcanzar la mía, un día decidí que me retiraba de la carrera.
Que estaba lista para sentarme en esa banca vacía. Me senté por primera vez como en 2014 cuando apenas mis 30 años se asomaban. Al principio, sentarme y ver “la maratón por el amor” de lejos me pareció divertidísimo. Me daba la ilusión, falsa tal vez, de estar entendiendo algo profundo sobre esa complicada naturaleza del romance.
Luego los días y los meses empezaron a pasar, me aburrí de ver a los que seguían corriendo y… Lejos de mi fantasía juvenil, nadie se me sentó al lado en la banca del parque. A ver, sí, se me sentó uno que otro, también mamado de correr, pero demasiado herido por la carrera. Otro que se quería sentar, pero solo a descansar cinco minuticos, porque lo que quería, en realidad, era coger impulso para seguir corriendo detrás de otras “seductoras” espalda, y un par más a los que les conté mi historia pero con los que nunca me dieron ganas de salir a correr hombro a hombro. El encuentro no ocurrió.
La espera me empezó a resultar más larga de lo que siquiera podía fantasear en mi metáfora. Para eso no tenía un plan. En esa especie de desparche, de orfandad de parque, empecé a tener que encontrar estrategias para poder lidiar conmigo misma.
En esa banca sentada, solita, quieta, aprendí asanas de yoga que me llevaron a pararme como un lagarto, a estirarme como un perro cuando baja la cabeza y hasta a pararme en las manos. Prendí velas, aunque nunca reparé en el color. Leí When love meets fear, de David Rico, y oí todo el Podcast Where we should beging?, de Esther Perel sobre sus terapias de pareja. Decreté con una lista completa las 12 cualidades de mi hombre ante la luna llena. Escribí con marcador rojo que el “amor estaba disponible para mí”, apelando a la neurolingüística. Hice terapia de ThetaHealing, para desarmar mi sistema de creencias. Hice constelaciones familiares para ajustar los roles en mi familia. Aprendí a leerme a mí misma el tarot de Marsella y a desentrañar los misteriosos vaticinios de I ching. Bueno, y sí, hasta me dispuse a bañarme con el número de rosas de la edad de mi anterior cumpleaños hervidas en champaña.
El encuentro… no ha sucedido, pero la banca me ha enseñado muchas cosas. Ahora, incluso pienso que quizás me quiera inventar una nueva metáfora del amor, en donde ya no haya que correr, ni haya espaldas sudadas y mucho menos bancas solitarias. Quizás incluso esté lista para dejar de inventarme metáforas y más bien ir y sentir el amor.
En este espacio, tal vez, lo podremos hacer juntos.
"Cállate y bésame" es un espacio de Chica Polvo para hablar de amor, relaciones personales y frustraciones. Pronto abriremos en VICE un canal para que le manden sus preguntas a ella.
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