Artículo publicado por VICE Colombia.
Hace algunas semanas el presidente Iván Duque manifestaba en twitter su alegría por la decisión de nombrar a Carmen Vásquez como nueva ministra de Cultura: “su experiencia con las comunidades, formación y amor por las tradiciones culturales y minorías étnicas, son vitales para promover nuestro folclor”, decía el presidente. Lo primero que llama la atención es la pretensión de convertir a la cultura en un bien de consumo inmediato, como si el gran logro del gobierno consistiera en promocionarla entre los recomendados. Por no mencionar la confusión entre cultura y folklor y el intento de convertir a la tradición popular en una cosa muerta, una especie de contenido decorativo a ser expuestos en sociedad.
Pero lo más perverso aún de la frase de Duque es el vínculo implícito entre la decisión de nombrar a una ministra afro y la posibilidad de promover el folklor. De manera que el reconocimiento de las minorías culturales termina por reproducir todos los clichés asociados con las culturas subalternas y neutraliza cualquier ejercicio de politización de la cultura. Así, el supuesto ejercicio de reivindicación propiciado por Duque no es otra cosa que la reiteración de una vieja práctica condescendiente que reduce lo popular a un sainete identitario.
Sin ir más lejos, algo de esto pudo observarse en la misma posesión de Duque como presidente el pasado 7 de agosto. Junto a él, veíamos desfilar a diferentes “representantes” de una Colombia multicultural y cada uno de ellos se mostraba como la expresión de un particularismo coreográfico, armónico y completamente funcional a la imagen de poder que deseaba transmitir el nuevo mandatario.
Por eso, frente a esta idea exotizante y decorativa de la tradición, se vuelve urgente recuperar una dimensión crítica de la cultura, esto es, recuperar la capacidad que tiene para hacer fisuras en las imágenes de poder. Si Duque busca hacer de la cultura una celebración alegre de “nuestro color local”, el ejercicio de la crítica tiene que ser capaz de mostrar el reverso inconfesado, a saber: la neutralización política e histórica de la cultura popular. De ahí que probablemente la tarea consista en dejar de ver a sus representantes como meros sujetos ornamentales y asumir la labor política que construyen alrededor de un vínculo irreductible entre la memoria, el territorio y las demandas sociales articuladas colectivamente. Y esto significa pensar la relación con la tradición de otra manera, a sabiendas de que el pasado no es una cosa muerta y dispuesta para ser exhibida como espectáculo de simulación de “lo nuestro”. Se trata, por el contrario, de descubrir las demandas de un pasado que hace grietas en los relatos oficiales del presente, un pasado que nos vuelve extraños a nosotros mismos y retorna para mostrarnos sus potencialidades aún por realizar.
En el fondo, hacer crítica de la cultura consiste en mostrar la trampa de una tradición estetizada que, atada a la exhibición de las particularidades culturales, disuelve el tejido social en la lógica del mercado. Es decir, transforma las demandas históricamente postergadas en la expresión ornamental de un pasado que busca expresar su color local para deleite y goce de sus élites condescendientes. Esto explica por qué un discurso como el del actual presidente, que promueve la privatización neoliberal de la cultura, no tiene ningún inconveniente en recoger, celebrar y promover el particularismo cultural del país.
A fin de cuentas, Duque no hace otra cosa que reiterar una vieja estrategia de los gobiernos latinoamericanos: hacer de la cultura un folklor y convertir la historia de las luchas populares por el reconocimiento en la mera expresión autocomplaciente de un cliché de sí mismas.
Luciana es filósofa, profesora de la Universidad Javeriana en Bogotá e investigadora de FLACSO-Ecuador. Síganla por acá.
Luciana Cadahia https://ift.tt/eA8V8J
No hay comentarios:
Publicar un comentario