Artículo publicado por VICE México.
Este artículo contiene spoilers sobre la serie.
Hace unas semanas, las redes sociales enloquecieron con Luis Miguel, La serie. Que si “¡Coño, Mickey”, que si la madre iba a aparecer o no, que si la pata de jamón. Por más que se tratara de huir de ella ahí estaba, como la peste negra en el siglo XIV. A mediados de julio la serie se terminó, pero el pasado fin de semana llegó su sucesora: La Casa de las Flores, una telenovela disfrazada de teleserie que, a diferencia de Luis Miguel, no llegó en tandas, sino de golpe. Todos los capítulos ya están disponibles en Netflix y los adictos a las series —como yo— nos la devoramos para dar nuestro veredicto.
Tomemos como punto de partida eso que ya mencioné y que muchos parecen no estar dispuestos a aceptar: estamos ante una telenovela, con todos sus recursos, clichés y recovecos argumentales. Porque por mucho que se nos quiera presentar al más reciente trabajo de Manolo Caro como “innovador”, “fresco” o “retador”, la verdad es que no hay en él prácticamente nada que no hayamos visto ya en otras telenovelas, películas o —esas sí— series. Si hablamos de la estructura por ejemplo, es ineludible hablar de Desperate Housewives: un personaje femenino que muere en el primer episodio y que además de conocer varios de los secretos de los personajes se convierte en narrador omnipresente.
Por otro lado, está la manera de narrar de Manolo Caro, que ni siquiera es tan suya. Por mucho que Manolo trate de curarse en salud diciendo que es seguidor del cine de Pedro Almodóvar y que hay en su trabajo influencias del director español, hay una enorme diferencia entre tomar algo como referencia y otra en prácticamente copiarlo al carbón y encima hacerlo mal.
Los personajes femeninos empoderados, los enredos familiares, la tragicomedia llevada al absurdo, el manejo de una paleta de colores estridente y la inserción de canciones emblemáticas del pop en el argumento, son sellos distintivos del cine de Almodóvar. Caro utiliza los mismos recursos, pero sin la picaresca, la naturalidad ni las pinceladas de genialidad que su colega sí logra. Si el escritor Charles Caleb Colton decía que “la imitación es la manera más sincera de adulación”, más le valdría a Manolo Caro dejar de adular a Almodóvar y buscar una voz y una estética propias.
Ejemplos de esto en La Casa de las Flores hay muchos: los temas musicales metidos con calzador desde el primer episodio (“Me colé en una fiesta” de Mecano), papeles tapiz con motivos geométricos y estancias donde predominan los colores estrambóticos parecen más el homenaje de un estudiante enamorado del maestro que un trabajo que aspire a una valía propia. Pero ojalá estos tropiezos se quedaran sólo en la forma. Si de algo adolece La Casa de las Flores es de las inconsistencias en la trama.
Vemos, por ejemplo, cómo el personaje de Dominique aparece y desaparece sin razón aparente, cómo el hijo de una mujer que se acaba de colgar en una florería parece no importarle que el cadáver de su madre está aún tibio y se preocupa mucho más por encamarse con una de las protagonistas, y cómo un par de niños se van de camping desde una casa en Las Lomas hasta el Ajusco sin que nadie lo note, o sin tener ningún problema para transportarse con todo y casa de campaña.
Otro gran tropiezo es la selección de Paco León como María José, una mujer transexual. En contraste con todas las chicas que aparecen en el cabaret interpretando a divas del pop latino como Yuri, Gloria Trevi o Amanda Miguel —ellas sí, trans y además profesionales del transformismo—, Paco León no convence en su papel. Inclusive en Internet se desató un debate acerca de si un hombre cisgénero debería interpretar a una mujer trans. A mí no me parece que el tema sea que Paco tuviera el “derecho” de hacerlo o no, mientras lo hiciera de manera convincente (ahí tenemos a una Felicity Huffman haciendo un trabajo impecable en Transamérica, por ejemplo). El problema con el trabajo de Paco León es que no logra convencer en su papel de mujer trans. Está mucho más cercano a una caricatura o a una parodia que a una mujer que nació en el cuerpo de un hombre.
Otros personajes también tienen graves fallas. Virginia (la madre), por ejemplo, comienza como una mujer que busca a toda costa proteger no a su familia, sino aparentar que ésta es un dechado de rectitud y perfección. Preocupadísima por el “qué dirán”, se plantea incluso la idea de someter a su hijo gay a una terapia correctiva antes de exponerse al ojo público. Pero bastan unos cuantos días/episodios para que toda una vida de trabas mentales, actitudes conservadoras y una moral férrea se pulvericen, pues unas cuantas secuencias después la encontremos en un cabaret, echándose sus tragos entre travestis y strippers, o hasta aventándose un palomazo de “Es ella más que yo”. De repente se le olvida que ese cabaret fue costeado con el negocio que a ella se le fue la vida en construir, que es un monumento a la infidelidad de su marido y ahí esta: mucho más cercana a la vedette que cantaba Macumba o La Movida en los años 80, que a una señora de sociedad con sus prejuicios y sus reticencias.
Y elijo al personaje de Verónica Castro porque, ¿quién sino ella podría haber salvado esta hecatombe? Sin duda La Vero es un gigante y eso se nota en su desempeño en la pantalla: desde verla tomar una pipa con marihuana hasta cantar “Es mejor así” de Cristian Castro —en uno de los meta-chistes mejor logrados en la trama—, es Verónica Castro una presencia que se agradece en este culebrón. Aunque le queda chico el personaje, ella hace malabares con lo que tiene en las manos y lo rescata con mucho decoro. Sin llegar a la genialidad de su personaje de Emma Costurera en Mujeres Asesinas, sí demuestra por qué es una institución en cuanto a telenovelas se refiere y logra un personaje recordable.
Mención aparte se merece Cecilia Suárez. Acostumbrados como estamos a verla interpretándose a sí misma —inclusive en anteriores trabajos de Caro— en esta ocasión está simplemente genial. Por primera vez logra construir un personaje y lo hace con algo aparentemente muy elemental, pero que se ha quedado en la mente de los seguidores de la serie: un hablar pausado que bien a bien, al menos hasta ahora, no se sabe de dónde viene o si se justificará más adelante en la trama. Con este modo tan peculiar de hablar se robó los memes, los elogios e incluso la viralidad en redes con el #PaulinaDeLaMoraChallenge, consistente en imitarla.
La Suárez deja su acartonamiento habitual y su zona de confort para regalarnos un personaje enigmático, carismático y entrañable. Con frases tan sencillas como “olvidé cancelar el mariachi” o “me saludas al Cacas”, se roba las escenas y las carcajadas. A ella sí le creemos lo que al resto del elenco no: una personalidad que justifica ir del drama a la comedia involuntaria con una fluidez que se goza.
Ojalá esta telenovela de Caro deje de renegar de su filiación genética y se quite la máscara en su segunda temporada. Así como uno de sus personajes salió del clóset cantando “A quién le importa”, esperemos que La Casa de las Flores deje sus pretensiones de teleserie y se entregue con cinismo a lo que realmente es: una telenovela. Porque de ella no esperamos ni que descubra el hilo negro ni que nos entregue una pieza de arte, sino un rato de sabroso entretenimiento. Porque vamos: si quisiera ser realmente disruptiva no estaría abordando temáticas que son más bien de principios del año 2000. Su desafío es anacrónico y no sorprende: ya hemos visto parejas gay y poliamorosas (Las Aparicio), ya hemos visto relaciones mujer adulta y hombre joven (Mirada de Mujer) y ya hemos visto hasta la saciedad amores entre pobres y ricos.
Si La Casa de las Flores logra burlarse de sí misma y nos entrega más momentos de farsa al estilo “¡¿qué haces besando a la lisiada?!”, si logra perfeccionar su carácter camp y su estética kitsch, tal vez y sólo tal vez, estemos ante un verdadero fenómeno que podamos seguir recordando muchos años después. No es gratuito que los millennials sigan recordando los gritos de Soraya Montenegro, a Marimar sacando una cadenita del lodo con los dientes, o a María Paula peinándose la ceja en Lazos de amor.
Ya Luis Miguel, La serie (otra telenovela disfrazada) nos mostró que las audiencias quieren seguir viendo telenovelas y que por mucho que presumamos de ser una generación distinta, sólo demostramos que aunque reneguemos de Televisa, traemos un chip melodramático muy difícil de exorcizar y de remover. Para el cine de autor acudimos a La Cineteca, a los ciclos o a las muestras. Y es bonito, y está bien. Pero a Manolo Caro no le exigiremos genialidad como tampoco le pedimos peras al olmo. Sólo que asuma el tamaño de sus posibilidades y que nos entregue un rato de buen entretenimiento.
Pero si se empeña en sus intentos malogrados de querer hacerse pasar por progre, artístico y revolucionario, condenará a La Casa de las Flores a lo que nos ha entregado hasta ahora: un intento pretencioso que habrá de estar sentenciado a las fauces del olvido.
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