Según datos del Instituto de Medicina Legal de Colombia, el año pasado el suicidio de mujeres en Bogotá aumentó en un 22% con respecto a 2018. Se reportaron 89 casos. Por lo menos dos mujeres decidieron quitarse la vida cada semana en la ciudad gris que es Bogotá durante el difícil año de 2019. Yo fui una de esas mujeres que alguna vez temió quitarse la vida en Bogotá. A mi enfermedad mental subyacente le fueron dados los cuidados pertinentes: terapia y fármacos. Ya cambié de terapia, de terapeuta, de práctica y de opinión. Esto es lo que he aprendido en 17 años sobre salud mental, sufrimiento psíquico y autonomía.
Cuando me senté en la sala de mi psicoanalista estaba desencajada. No era la primera vez que me había declarado loca, pero era la primera en otra lengua y en otro país. Era también la primera vez en que más que la mejoría deseaba el confinamiento. Que me metan al manicomio de una vez porque yo ya no sé qué hacer, pensaba con dificultad entre un ataque de pánico y otro. Tenía el deseo de ser obligada a abstenerme de cualquier vida comunitaria; entregarme completamente a lo que me pasaba, como Alicia escurriéndose por la madriguera oscura del conejo blanco. La conversación empezó más o menos igual que las que había tenido con mi psiquiatra en Bogotá en todas las ocasiones anteriores: ¿Qué te trae aquí?
Entre llorona y exhausta respondí que tenía depresión, que hace unos meses había parado con los remedios y que me había chiflado. Separé cada una de las proposiciones con un llanto desesperado. Lo que vino a continuación me sacó de mi estupor. Sentado en su sillón, mi psicoanalista me preguntó: ¿Cómo así depresión? En el momento me pareció un idiota. ¿Cómo es que un psicoanalista no sabe lo que es la depresión? Más calmada le respondí lo que sabía desde los dieciocho años: mi cerebro no funciona, no produzco o no retengo serotonina; es como tener diabetes, tengo que tomar unos remedios que a veces me dan mucho sueño, pero qué le hacemos si mi cerebro no funciona.
Las preguntas no pararon y fueron el inicio de un viaje sorprendente. Cada vez las hizo menos él y más yo. ¿Cómo sabes? Bueno, me diagnosticó el psiquiatra y además es genético, mi abuela tenía, otros familiares también. ¿Qué tenía tu abuela? Depresión. ¿Y cómo era tu relación con tu abuela? No mucha, la recuerdo viejita ya, no sé si deprimida, pero no creo. ¿Entonces cómo sabes? Todos saben, me han contado. No salí de mi primera sesión de análisis menos confundida, pero sí más ocupada. Volví al día siguiente y después una o dos veces por semana durante seis años.
Como paciente psiquiátrico tiene uno la sensación de caminar haciendo equilibrio en el filo de una navaja delgada. Por un lado, existe un cierto alivio de que se reconozca tu padecimiento por medio de un diagnóstico. En otras palabras, un médico dice que no estás jodiendo, que no te faltó rejo. Oficialmente alguien, y no cualquier alguien, sino nada menos que un profesional de la salud, dice que tienes derecho a la atención —médica o de otra orden— hasta que te sientas mejor. Ese alivio viene de la mano del otro, el del discurso biológico que dice que es como cualquier otra enfermedad: tu cerebro no funciona bien y lo vamos a ayudar con unos fármacos y terapia. No es tu culpa.
Tu mala suerte es que no hay mucho que puedas hacer y esa noción es la que te desbalancea y te empuja hacia el otro lado de la navaja brillante que transitas durante tu tratamiento. Te ves maniatado, rehén de ese órgano disfuncional que te va a acompañar toda la vida. Y no es sólo eso, tu órgano disfuncional es el que te hace ser quien eres. En resumen: eres un ser disfuncional. Tu personalidad es la depresión. Recuerdo a mi psiquiatra en Bogotá diciéndome que lo que hacíamos en la terapia —sí, en plural inclusivo— era aprender a identificar los episodios depresivos, porque era probable que me acompañaran por el resto de mi vida. Como en una central de tránsito, te entrenas para identificar los posibles trancones y le avisas a tu supervisor (el psiquiatra) para que se tomen las medidas (la terapia y/o los fármacos) y emprendes el camino otra vez. No sólo no puedes hacer nada, sino que lo que hagas lo tienes que hacer con la autorización y la firma de tu médico. Te abrazas a la agridulce duplicidad de la autonomía: la quieres de vuelta y al mismo tiempo te arrunchas en la nueva realidad jerárquica en que alguien mejor que tú, más preparado que tú y más estable que tú te contenga.
El terror de la repetición me hacía pelear contra los fármacos. Ya los había usado una vez a los 18 años, otra vez a los 21 y aceptar tomármelos de nuevo era como un rito de paso que me inscribía en lo que el médico había diagnosticado: una enfermedad crónica. Era también aceptar que tuviera que tomarlos para siempre, o de nuevo en el futuro, sin saber muy bien durante cuánto tiempo. Me los tomé y, una vez más, me salvaron la vida, pero todavía había en mí una necesidad de poder hacer algo más que monitorear mi tránsito emocional, o regularlo con antidepresivos. Además estaban también la somnolencia y el estigma asociados al uso de este tipo de medicamentos.
La primera sesión de psicoanálisis puso a tambalear el diagnóstico y abrió la posibilidad de que mis neurotransmisores pudieran existir o desaparecer, o de que los remedios fueran innecesarios. No fue fácil. Durante dos años acompañé las sesiones de análisis con una dosis diaria de Paxil. Al fin y al cabo, en el psicoanálisis no había diagnóstico, de manera que no podía poner uno en el lugar del otro, y un lado de la navaja, el del cerebro disfuncional, me llamaba. Ya lo conocía, llevábamos años juntos. Es importante y a la vez cómodo saber lo que se padece. Tenía miedo de no lograr sobrevivir sin los remedios, porque parecía haber una explicación clara sobre cómo y dónde actuaban, mientras que nadie podía decirme muy bien cómo, por qué y dónde actuaba la terapia. Lo decía la ciencia. LA CIENCIA. En mi casa no hay Dios pero hay Darwin. De haber habido iglesia, habría hablado con el padre y en lugar de Paxil y terapia una vez al mes me habrían recetado algunas dosis de Ave Marías y Padre Nuestros. Pero no fue ese el contexto en el que crecí. Sé de personas que, incluso con Dios, aceptan esa popular idea de que nuestro cerebro es responsable de nuestra experiencia psíquica, y que algunas de sus disfunciones se expresan como enfermedades del espíritu, digamos. No por nada les decimos enfermedades mentales y no cerebrales.
La mente es un asunto complicado. Ha estado en boca de todos, de la filosofía a la medicina pasando por las ciencias humanas y no ha dado poca controversia. Descartes la separó del cuerpo; después la conectaron al cuerpo por vías del cerebro, ahora una gran central de telecomunicación: más adelante, con el desarrollo de los primeros computadores, la pusieron en el cerebro y la hicieron computar; después la dejaron regarse por otras partes del cuerpo, dejando el lugar privilegiado en la cima, o la torre, como le dicen algunos a la cabeza; hoy hay quienes dicen que está entre nosotros, distribuida en nuestro mundo social, en nuestros objetos y entre nuestros cuerpos.
Todo eso también lo propone la ciencia, y sin embargo, seguimos diciendo que los locos están “mal de la cabeza” y movemos un dedito en forma circular al lado de nuestras sienes para enfatizar el sentido. Los alemanes mueven la mano abierta frente a los ojos como quien impide la visión para significar lo mismo. Nunca he visto a nadie decir que se está loco apuntándose al corazón, otro órgano que participó de las disputas sobre el lugar del alma. Tampoco decimos que alguien se chifló mientras hacemos círculos con los brazos a nuestro alrededor, como indicando que lo que nos rodea es parte de la locura; quizás deberíamos.
Mi paso por el diván fue, por mucho tiempo, la despatologización de mi mente. No curé mi depresión sino que supe que más allá de una disfunción fisiológica tenía un enmarañado de narrativas que me hacían ser quien soy. Reconocí que mi experiencia es política y que por ser mujer tuve que pasar por muchos episodios que dieron pie para las narrativas que me atravesaban. Que una de esas narrativas era aquella que dice que nuestra mente se genera y funciona en nuestro cerebro, que los fármacos lo hacen funcionar mejor, que es igual a la diabetes. No es igual a la diabetes. Tu nivel de azúcar en la sangre no tiene ninguna relación con el recuerdo de los monos aulladores al final de la tarde sobre el caño cerca a la casa de la finca; ni con la idea de que ese caño, cuando se ponía profundo, iba a dar al río a donde llegaban también los cuerpos de un país en guerra. Tampoco servía el Paxil para desentrañar el sueño en que un ave de rapiña te rondaba y al verle la cara reconocías en ella a tantas personas reales e imaginadas que te habían hecho la vida pedazos. No hubo mejor espacio para descubrir que la práctica del habla es el mejor lubricante de la mente y que las historias no acaban ni comienzan en el consultorio. Que tu vida se hace infinita y que tu mente se dibuja frente a ti mientras la dices. La psiquiatría me mantuvo viva, pero es el psicoanálisis el que me deja construir mi vida de nuevo todos los días.
***
Este texto es apenas la narrativa de una experiencia personal. No soy una profesional de la salud, ni una psicóloga ni una psicoanalista. Las opiniones dadas aquí no sustituyen el tratamiento que cada persona juzgue necesario, útil o eficaz. Recomiendo que en caso de necesidad se consulte un profesional.
Juliana Ángel Osorno https://ift.tt/eA8V8J
No hay comentarios:
Publicar un comentario