La mecha que prendió el estallido social en Chile comenzó como una chispa en la cabeza de un adolescente. Se trata de Paganini, un joven de diecisiete años que está en su penúltimo año de secundaria en el Instituto Nacional, uno de los colegios públicos de hombres más importantes del país, del cual han egresado dieciocho presidentes. Esta es la segunda entrevista que da. Paganini no habla con los medios; ni siquiera en off se presenta con su nombre real. Mucho menos quiere posar frente a una cámara, aunque le cubran el rostro. A pesar de que por ningún motivo quiere ser vinculado a la revolución, fue una pregunta suya en redes sociales la que puso en jaque a toda la clase política chilena.
Hasta el año pasado @cursedin, fundada y coadministrada por Paganini, funcionaba como una cuenta de memes en Instagram. Cuando el 5 de octubre se anunció en la prensa que la tarifa del metro subiría treinta pesos, tomó un protagonismo inesperado. Paganini, indignado con el incremento del pasaje, lanzó una encuesta en las historias del perfil: “evasión masiva en udechile?”, publicó. El 90% de sus seguidores respondió SÍ.
El lunes siguiente alrededor de cuatrocientos estudiantes —incluido él y sus amigos— saltaron por primera vez los torniquetes del metro de la estación Universidad de Chile, en pleno centro de Santiago. Los días que vinieron la evasión se transformó en un evento masivo: se sumaron otros estudiantes de liceos emblemáticos, universitarios y oficinistas.
Cuando llegó el 18 de octubre el país se paralizó. Con el transporte público cortado, Carabineros replegado por todos lados y el caos del comienzo de una revolución ardiendo en las ciudades, se declaró estado de sitio, los militares salieron a las calles y la desobediencia civil, que ya estaba instalada, se sostuvo en la consigna “no lo hacemos por 30 pesos, sino por 30 años”. Hacían referencia a los treinta años post dictadura, confrontando a una élite política que quedó en deuda después de prometer —literalmente— que vendría la alegría. Más tarde el presidente Sebastián Piñera habló en cadena nacional y dijo: “Estamos en guerra”.
“Vimos cosas horribles que empezaron a pasar. En Chile un policía te puede matar. Un estudiante puede morir sin que nadie haga nada”, dice Paganini.
Amnistía Internacional, la ONU y Human Rights Watch han dado cuenta de que en Chile se violan los Derechos Humanos. El último informe revelado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos chileno (INDH) dice que de los casi 4.000 casos de heridos post estallido, 282 corresponden a niños, niñas y adolescentes (NNA). El mismo informe es enfático en señalar patrones indebidos en los protocolos para el mantenimiento del orden público por parte de Carabineros: detenciones arbitrarias a quienes se manifestaban pacíficamente, uso excesivo de la fuerza y uso descontrolado de gases lacrimógenos, que son lanzados directamente al cuerpo de manifestantes. Sin contar los disparos con perdigones apuntados al cuello y rostro de civiles.
En Chile hay menores con pérdida ocular, que han sufrido abuso físico o que tienen enterrados en su cuerpo balines con plomo. Patricia Muñoz, abogada, y la primera defensora de la niñez del país desde 2018, levantó la voz ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “Lo que el Estado ha dicho no es la verdad: los balines de goma se usan no en hechos violentos, no como reacción activa, sino que indiscriminadamente ante personas que nada hacen contra personal policial [...] Lamento que el Estado de mi país se permita sostener ante esta comisión, situaciones que no se condicen con la realidad que hoy día niños, niñas y adolescentes en Chile están viviendo”, denunció en Quito, a finales de noviembre pasado.
La Defensoría de la Niñez elaboró su propio informe post crisis, presentado el mes pasado, con 602 casos de vulneración de derechos a NNA desde que comenzó la combustión social. De ese número, el 53% fue víctima de lesiones físicas.
“Estamos hablando de hechos que van desde la cachetada y el golpe en la cabeza, hasta situaciones de desnudamientos, golpes directos, arrestos y agresiones sexuales. Del total de los casos, un 47% estaba participando en marchas o manifestaciones, pero otro 30% fue agredido en situaciones cotidianas: iban a la casa de un amigo a jugar Play, venían saliendo del centro comercial o volvían a sus hogares después de comprar el pan”, dice Patricia, uno de los personajes públicos más potentes en visibilizar las denuncias de violaciones contra los DDHH en Chile. “Carabineros tiene deficiencias en su estructura. Tiene una cultura muy arraigada asociada al maltrato al interior de la policía. Lo que agudiza esta situación de revanchismo en relación a la gente: si me maltratan adentro, también maltrato hacia afuera”, reflexiona.
“Aquí todos conocemos a alguien que ha sido amedrentado con balas, perdigones, lacrimógenas y violencia dura. En Chile hay gente torturada, hay jóvenes a los que les han quitado los ojos”, agrega el fundador de @cursedin.
NIÑOS EN RIESGO VITAL
El 21 de octubre Máximo, de diez años, estuvo al borde de la muerte. Una bala disparada por un fusil de Carabineros le astilló una costilla, le perforó un pulmón y llegó hasta su vena porta. Esa tarde se subió a un auto junto a su hermano Esteban, de trece años; su tía Maribel Bravo, mamá de su prima Kimberly, también de diez años, y sus amigas Isabella, de catorce, y Constanza, de dieciséis. Al volante iba otro vecino, Michael, de dieciocho. Se dirigían a un supermercado para comprar velas y mercadería, pero en el camino se toparon con una masa de gente que estaba saqueando un almacén y que escapaba de Carabineros. El conductor del vehículo sintió miedo porque no tenía sus papeles para manejar, dio la vuelta y aceleró.
Lo siguiente que escucharon fueron los disparos que reventaron el vidrio trasero, el maletero y las ruedas. Una de las balas atravesó la carcasa metálica del Chevrolet Sail y le llegó al hombro del conductor. Otra le perforó el brazo a Kimberly. Esa misma bala salió del cuerpo de la niña e hirió a Maxi. Él iba en las piernas de Isabella, quien empezó a gritar cuando vio la sangre. “¡Mataron al Maxi!”, decía llorando. En cuestión de minutos el auto estaba rodeado por policías, apuntándolos con sus armas, obligándolos a salir.
“Paren, por favor, el Máximo está herido”, intentó decirles Maribel. Pero nadie la escuchó. Todos los que estaban adentro del auto tuvieron que tirarse al suelo por orden de los uniformados. No les preguntaron sus nombres, pero cuando uno de los policías vio que los más pequeños estaban heridos los separaron del resto y se los llevaron a un hospital. Arriba de una patrulla iba Maribel con su hija sangrando, Maxi inconsciente y Esteban totalmente aturdido. Pasaron por un servicio de atención primaria y después la caravana siguió por dos hospitales más. El niño se estaba desangrando y Maribel no tenía cómo comunicarse, le habían quitado su teléfono.
Isabella y Constanza terminaron en una comisaría, solas. Los policías se las llevaron detenidas como adultas y no a un centro de menores, porque físicamente se ven mayores. Las niñas lloraban y preguntaban por sus amigos. “Estas chinches culiás. ¿Para qué lloran si los pendejos están muertos?”, les dijeron.
Mientras tanto Máximo, al otro lado de la ciudad, estaba recibiendo una transfusión de sangre y entrando a quirófano para una operación que duraría seis horas. Finalmente los doctores decidieron no removerle la bala porque era un procedimiento peligroso.
A la una de la mañana un enfermero preguntó el nombre de la mamá de Maxi y la contactó por Facebook. Recién a esa hora, la familia de Maxi, de Kimberly y sus amigos, tuvieron noticias. Pero había toque de queda y no pudieron salir: tuvieron que esperar hasta las seis de la mañana. Isabella y Constanza estaban en la comisaría N°55 de la comuna de Pudahuel; Michael en el Hospital San Juan de Dios, y Kimberly y Maxi en el Hospital Félix Bulnes, a quince kilómetros de su casa.
Isabella y Constanza cuentan que los uniformados las trataron con palabras violentas: “zorras hediondas”, “ maracas” (chilenismo que significa puta), “perras”. Cuentan también que entre ellos decían “a esta chinche culiá no le podemos pegar porque tiene catorce, a la de dieciséis sí”. Isabella todavía no se repone de lo que vivió: recuerda cómo brotaba la sangre de su vecino Maxi sobre ella, el terror que sintió cuando pensó que el niño iba a morir, la angustia de cuando la policía los bajó del auto y los apuntó con armas, la incertidumbre y el silencio sepulcral después, adentro de la comisaría. Por eso empezó a ir a la psicóloga una vez a la semana, por crisis de pánico. “Ella quería ser carabinera, era su sueño, ya no, ahora quiere estudiar geriatría”, cuenta Adelina Alcalde, la mamá.
Kim también pasó por un pabellón de cirugía, sin riesgo vital, y fue dada de alta siete días después. Maxi permaneció entubado a máquinas toda la semana, sobreviviendo, con la munición alojada en su cuerpo. “No pude mandarlo más al colegio, así que repitió el año. Él no se puede mover, ni correr, porque si la bala cambia de lugar, le puede dar un paro al corazón o una trombosis, pero él es porfiado y salta igual. Es un niño”, dice Joyce González, la mamá.
Los primos forman parte de los catorce NNA heridos por bala durante la crisis social que registra el informe de la Defensoría de la Niñez.
ESTALLIDO OCULAR
La noche del 20 de diciembre Nahuel, de diecisiete años, salió junto a su hermana y su mamá —como casi todos los viernes—, para manifestarse en una de las esquinas del barrio en el que viven. Los vecinos de la Villa Portales se organizan todos los fines de semana, se juntan, prenden una barricada y hacen sonar sus cacerolas. Cerca de la una de la mañana la mamá se devolvió a la casa y la hermana de Nahuel subió a uno de los edificios a mirar la ciudad con amigos. Nahuel se encontró con otros jóvenes y se sentó a hablar con ellos.
El fuego de la barricada ya se estaba apagando, muchos de los vecinos se estaban devolviendo para sus casas, pero llegó la policía. Apareció el carro lanza gases de Carabineros. Dos uniformados se bajaron del vehículo y empezaron a dispersar a los cerca de cincuenta civiles que estaban en la esquina. Les dispararon perdigones y lacrimógenas.
Nahuel no pudo cruzar los metros que lo separaban de su casa, entonces se escondió detrás de un árbol. Allí sintió los primeros tres impactos: dos perdigones le llegaron en la pierna y otro en un brazo. Estaba asustado. Intentó otra vez cruzar entre el humo de los gases, que le dificultaban respirar, y sintió un pinchazo que lo aturdió en el ojo izquierdo. Rápidamente se tapó con la mano y empezó a gritar. De los blocks aledaños, los que vieron la escena, también gritaron. Nahuel tenía la cara ensangrentada y pensaba que se le había salido el ojo. No se sacaba la mano. La hermana escuchó el grito del menor y salió a buscarlo. Su mamá se devolvió también.
Él dice que la policía nunca dejó de disparar. Ni siquiera cuando, entre cuatro personas, lo llevaron agachado hacia la entrada de uno de los edificios para socorrerlo. Una vecina actuó rápido y les prestó su auto para que se llevaran al joven a un hospital. No tenían tiempo para esperar una ambulancia, así que se subieron al carro y empezaron a cruzar la capital rápido. Pasaron por dos clínicas sin poder encontrar un especialista en trauma ocular. Nahuel tenía la mente en blanco y miraba hacia abajo. Sentía ardor, mantenía su mano pegada a la cara; después le dio un fuerte dolor de cabeza.
Cuando el especialista finalmente lo revisó, en la Clínica Santa María, dos horas más tarde, el niño tenía tanta sangre que no pudieron verle el ojo y tuvieron que analizarlo a través de scanners y rayos X. El diagnóstico que le dieron fue el que él temía: estallido ocular. Nahuel perdió la visión total de su ojo izquierdo.
Estuvo dos días en la clínica, lo operaron, le cosieron el párpado, porque parte del impacto se lo arrancó. Él no quiere que lo vean llorar. Se hace el fuerte. Dice que llora cuando está solo, porque no quiere preocupar a nadie. No da entrevistas porque la televisión, según él, lo victimizaría. Empezó a ir a una psicóloga que lo ha apoyado durante su recuperación. Su ojo cicatrizó, pero todos los días tiene dolores de cabeza muy fuertes. Dice que él sabía que esto le iba a pasar. “Ser un estudiante con consciencia social en Chile es peligroso. Siempre pensé que me podían llevar detenido, pegarme o hacerme daño. Ellos te pueden matar o te pueden desaparecer […] Los policías están masacrando a su propio pueblo, a los que somos iguales a ellos, mientras cuidan los privilegios de los ricos”.
Nahuel forma parte de los 411 chilenos con trauma ocular, según cifras del INDH. Él, a pesar de todo, sonríe, hace chistes sobre su situación y no quiere perder la fe en el cambio.
CON PLOMO EN EL CUERPO
El cumpleaños número dieciocho de Tomás fue un día después del estallido social, el 19 de octubre. No había ánimos para celebrar. Esa noche se decretó prohibición de salir y los militares estaban en las calles. Ya por las redes sociales circulaban videos y fotos de jóvenes violentados por las autoridades. La imagen de una estudiante con una profunda hemorragia en medio de una protesta en la comuna de Estación Central se viralizó. Para él todo parecía inverosímil, como algo que estaba viendo en una película.
Casi un mes después, el 17 de noviembre, era de noche y salió de su casa en la comuna de Puente Alto, a veintiocho kilómetros del centro de la capital, junto a Lukas, su hermano de quince años. Llegaron hasta un parque para hacer ejercicio. “Queríamos sacar espalda, así que nos pusimos a hacer barras”, recuerda. De fondo se escuchaban cacerolas y gritos de manifestantes que estaban reunidos a un par de cuadras.
Cuando los hermanos terminaron la rutina y se devolvían para su casa, se encontraron con un tumulto de gente que se alejaba corriendo de los carros de Carabineros. El gas de las lacrimógenas les impedía respirar bien. Tomás vio a los agentes del Estado pegarles con lumas a los manifestantes hasta reducirlos al suelo y llevárselos detenidos. Junto a Lukas se escondieron detrás de un quiosco, luego apareció un uniformado que usaba un casco en la cabeza, tenía la mitad de la cara tapada con una mascarilla y en el torso llevaba un chaleco antibalas sin identificación visible. Él sostenía un arma negra y larga, que los jóvenes describen como una escopeta. La cargó un par de veces y apuntó hacia un grupo de personas, dentro de las que había una mujer mayor. Tomás lo encaró: “¿Qué te creés disparándole a la gente paco culiao?”. ( Paco es un término coloquial con el que se habla de la policía chilena).
El policía estaba a menos de cinco metros de distancia de los hermanos, agarró el arma y disparó a los pies de Lukas, quien inmediatamente empezó a sangrar. Afortunadamente el perdigón sólo rebotó. El hombre cargó el arma otra vez y siguió. Tomás cubrió con su cuerpo a su hermano para protegerlo. Sintió que algo le quemó la nuca, como una descarga eléctrica, pero con calor. De pronto vio cómo la sangre le bajaba desde su oreja izquierda, hacia el pecho. “Nos van a matar”, pensó. Empezaron a correr. Volvió a escuchar disparos y a sentir la misma sensación de ardor, pero en la espalda y los muslos. El conserje de un edificio les abrió la cabina en la que trabaja y los escondió. Arrodillados adentro de la habitación escuchaban el rebote de los perdigones contra las paredes. Tomás fue atendido minutos después por una comitiva de voluntarios de primeros auxilios, resultó con diez impactos de perdigones: seis en la espalda, uno en la mano, otro en el muslo, en el tórax y otro en la nuca. De ese número, seis se le incrustaron en el cuerpo y sólo lograron removerle cuatro.
“Cuando corríamos por la calle pensé que iba a morir. El paco nos siguió disparando sin parar. No eran perdigones de goma, eran de metal, los voluntarios lo constataron. Y cuando piensas que te vas a morir se siente un vacío enorme, como si nada de lo que hiciste antes tuviera sentido. Mi hermano me decía “¿Por qué me cubriste? Te estás desangrando”, pero yo soy su hermano mayor, preferiría mil veces que los balines me llegaran de nuevo si eso significa salvarlo. ¿Qué habríamos hecho como familia si a él le hubieran arrancado un ojo?”, dice.
A finales de noviembre se agruparon junto a otras seis personas que resultaron dañadas esa noche y presentaron una querella contra Carabineros a través del INDH por vulneración a los Derechos Humanos. “Siempre hay que tener fe, pero miro mi caso dentro de los otros casos de torturas, violencia, gente muerta, y pienso que soy uno más. Si no se han hecho cargo de eso, no creo que se haga justicia con nosotros”, agrega.
LAS CARAS DE LA RESISTENCIA
La historia pareciera ser circular: Ayelén Salgado y Víctor Chanfreau, ambos de dieciocho años, voceros de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES), son nietos de dos ejecutados políticos durante la dictadura de Augusto Pinochet. Marcela Cubillos, la actual ministra de Educación, es hija de un exministro de Relaciones Exteriores de ese mismo régimen de derecha. Hoy esos jóvenes son quienes se han transformado en un dolor de cabeza para Cubillos y el gobierno de Piñera.
Además de ser dos activistas potentes dentro del estallido social, cuando el movimiento parecía apagarse fueron ellos quienes volvieron a encenderlo, haciendo un llamado a boicotear la Prueba de Selección Universitaria (PSU), examen estándar que se aplica a todos los estudiantes que egresan de secundaria y requisito fundamental para postular a la universidad. Para los chicos de la ACES, esta prueba sólo alimenta la desigualdad social. Según cifras del Departamento de Medición, Evaluación y Registro Educacional (DEMRE), en 2018 sólo el 30% de los postulantes inscritos en la prueba provenientes de colegios públicos fueron admitidos en una universidad, mientras que de colegios privados, un 79% de los jóvenes accedió a la educación superior.
Este año, a raíz de la acción de la ACES, la prueba se tuvo que repetir en tres oportunidades en menos de dos meses, en un contexto caótico y lleno de errores. Frente a esto, la ministra Cubillos anunció acciones legales en contra de las caras visibles que llamaron a la funa: “Esta vez la violencia tuvo cara y nombre, no hay disculpas por parte de Fiscalía, de la Justicia, para hacer valer responsabilidades [...] Hay voceros y organizaciones como la ACES que llamaron a ejercer la violencia”.
Así, desde el 8 de enero, el gobierno invocó la Ley de Seguridad del Estado para juzgar con penas más duras a los dos líderes estudiantiles junto a otros treinta y cuatro jóvenes más. “Podría pasar desde tres hasta diez años en la cárcel de alta seguridad, pero para mí esto es un show mediático. Están buscando a quién culpar. No tengo miedo”, dice Víctor, quien en el último tiempo ha sido víctima de amenazas de muerte anónimas, además se filtró su dirección y su teléfono.
El vocero detalla que estos bots de internet le han escrito que quieren volarle los sesos, que lo asesinarán al igual que a su abuelo, y, asegura, ha visto a un “paco de civil” siguiéndolo o vehículos acompañándolo muy de cerca camino a casa. Por eso ya no sale solo. Nunca. “Muchos de esos autos rondan cerca mío sin placa. Hombres con pinta de paco que son reconocibles, totalmente disfrazados".
"Sabemos que los celulares están intervenidos”, asegura Ayelén. Dice esto porque a finales de octubre se filtró un hackeo masivo a Carabineros que reveló más de diez mil archivos: entre ellos un listado de líderes sociales que la policía investigaba mucho antes de que comenzara el estallido. “Me estaban siguiendo desde el 30 de septiembre, o antes, y eso me asustó. Era menor de edad y no solo tenían mis datos personales y una foto, también sabían dónde iba o estaba a toda hora”, agrega la joven.
C“Más peligroso que ser secundario en Chile, es ser secundario de la clase trabajadora y salir a manifestarse. La violencia aquí está instalada en la precarización de la vida y en la represión que vivimos todos los días”, dice Chanfreau.
ENCAPUCHADA
Camila, como quiere ser llamada en este reportaje, acaba de pasar a su último año de secundaria. Tiene diecisiete años y vive en Lo Hermida, un barrio que nació como una toma de terreno por pobladores y que históricamente ha sido considerado vulnerable, pero también político. Desde que comenzó el estallido, es una de las poblaciones que más ha denunciado represión policial a través de perfiles vecinales en Instagram y Twitter, donde suben violentos videos y fotos. El lunes 6 de enero Camila y un grupo de compañeros se parapetaron afuera de la escuela pública Mariano Egaña para impedir que se rindiera la PSU, respondiendo al llamado de la ACES. Eran cerca de las dos de la tarde cuando, en medio de la manifestación, lograron detener el procedimiento en ese colegio. Felices, unos sesenta estudiantes se movieron a través de los pasajes para llegar a otra escuela y seguir funando la prueba.
En el camino fueron sorprendidos por patrullas, el carro lanza agua y un carro lanza gases de Carabineros. Los jóvenes se dispersaron y un uniformado le roció gas pimienta en la cara a Camila. Ella trató de escapar, pero no podía ver, además estaba mareada y chocaba contra las paredes. Junto a una de sus amigas y otros siete escolares terminaron adentro del retén. Camila seguía con los ojos entrecerrados y a medida que pasaba el tiempo sentía más ardor en la cara, los brazos y el pecho. Le costaba respirar por los nervios y en medio de la oscuridad escuchaba a sus compañeros pedir que los soltaran. No les preguntaron los nombres, les quitaron sus pertenencias y sus celulares —que todavía no les devuelven y que están en la Fiscalía como prueba—. Los bajaron en una comisaría y a Camila le pasaron un papel para que se limpiara la cara. Estuvo ocho horas sin libertad, detenida por desórdenes simples, primero en un patio y luego en un calabozo sin poder hablar con nadie.
Hoy, libre, Camila tiene rabia y por eso, dice ella, se transformó en una encapuchada. Está cansada de los ruidos todas las noches, de escuchar las explosiones de perdigones que salen de las armas de los carabineros, de los sonidos de las motos policiales que se meten por los pasajes de su barrio y del olor a las lacrimógenas que, aunque la casa esté con las ventanas abajo, entran hasta las habitaciones y los hacen toser y llorar. Sus hermanos, menores de siete y cinco años, tienen angustia y no duermen tranquilos.
Cuando cae el sol ella sale con antiparras, ropa gruesa, un pañuelo que le cubre la mitad de la cara y se junta con un grupo de jóvenes. Los más pequeños tienen siete y ocho años, mientras que los grandes alcanzan la mayoría de edad. Con ellos hacen barricadas en las calles principales para impedir que la policía entre a su barrio. Se arman con piedras, con luces láser les nublan la visión a los carabineros y se esconden detrás de los muros para no recibir perdigones. “Ya no tengo miedo. Yo salgo a la calle por rabia, la violencia es mucha. Lo hago por mi familia y por todos los que viven aquí y que no pueden dormir tranquilos. No es justo que mis hermanos tengan miedo en su propia casa, por eso decidí salir a defenderlos con mis propias manos”, dice Camila.
A cuadras de la casa de Camila vive Tomás, de siete años. Ahora está de vacaciones de verano y sale de paseo en el día con su mamá a caminar. La acompaña a comprar pan o van al parque juntos. En el trayecto él recoge los pedazos de lacrimógenas que se encuentra. En menos de una hora, un sábado temprano, encontró trece latas de gas quemadas, las metió a una bolsa y se las llevó a su casa. Allí tiene otros restos de perdigones que recogió en otro paseo.
Tomás le tiene miedo a los drones que pasan por su pasaje, cree que le toman fotos a los niños que juegan en la calle y que se lo podrían llevar detenido en cualquier momento. Hace unas semanas, junto a su mamá, caminaron por casualidad frente a un policía. La mujer se tapó un ojo con la mano en señal de protesta por todos los heridos oculares tras el estallido, y relata que el carabinero la miró y le dijo burlándose: “No te vayan a volar el otro”.
***
Paganini recuerda con nostalgia cómo comenzó todo, los días previos al 18 de octubre: miles de jóvenes caminando por el centro de Santiago sin miedo, desafiando el sistema. Ahora sabe que tienen que tener cuidado, porque lo que vino después del estallido no fue tan romántico. Ha visto compañeros suyos escapando de la policía, vomitando por las lacrimógenas, siendo agredidos físicamente mientras se los llevan detenidos. “En este país ser estudiante secundario y pobre es peligroso”, reafirma el fundador de @cursedin.
Eso sí, a pesar del miedo, el grupo de secundarios ya está convocando a que el primer lunes de marzo —mes en que comienza el año escolar en Chile y la mayoría de las familias regresa de sus vacaciones— vuelvan también las evasiones masivas y la desobediencia civil. Ellos exigen cambios y responsables ahora.
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Juan Cruz Giraldo https://ift.tt/2Pk2RED
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