Dos amigos se divorciaron hace un mes. Eran una pareja en la que creía, una que a juzgar por su Instagram llevaba con gracia las nuevas aventuras de un hijo, un perro y dos trabajos que a ambos les exigían viajar.
De alguna manera, como todos los divorcios y fracasos amorosos, este rompimiento me dejó a mí, su fiel testigo, un sinsabor. Aunque los espiara con un cierto anhelo y una pizca de envidia, en el fondo solo deseaba ver que sí, que el amor podía vencer, que eso de las parejas felices no era puro cuento. La existencia de su amor bonito, tan bellamente contado en las redes sociales, era de alguna manera la evidencia de que si a ellos les había ocurrido, a mí también me iba a tocar. Además, claro, me servía de referente para decirle al universo que yo quería algo así, que se pareciera al amor que se tenían esos dos.
Pero arruinaron mi falso optimismo. Su fracaso, como lo ha hecho cada divorcio de un amigo cercano, se ha vuelto una sentencia en mi condición de soltera: ¿acaso cuando el amor me encuentre, luego indefectiblemente terminaré divorciándome? Entonces mejor seguir siendo una soltera divertida y disponible antes que una divorciada rota.
Su distanciamiento me dejó además otra herida. Me enfurecí conmigo misma por creer en esos relatos editados y con filtros de luz que esta pareja de amigos había creado en sus redes sociales por años. Quise llamarlos y pedirles que rindieran cuentas por haberme hecho creer semejante fantasía. Viajando por el mundo, con la manita de ella agarrada de la suya, que siempre parecía llevarla a algún futuro extraordinario, con un perro de pelaje perfecto que solo parecía acentuar la anchura de sus sonrisas. Qué ganas de invocar una comisión de la verdad o a un defensor del instagramer para que les hiciera pagar las consecuencias por haberse amado más en las imágenes que en las sábanas y habérmelo hecho creer.
Luego, mi indignación empeoró. Con los días fui viendo cómo del Instagram de ella empezaron a desaparecer arrebatadamente todos los rastros de su esposo. Con cada borrón parecía estarle diciendo al mundo calladamente que ese amor se moría, pero yo solo podía pensar que lo que había detrás de su gesto era dolor: le dolía tanto que ya ni siquiera soportaba topárselo en su versión virtual.
Seguro se habían puesto de acuerdo en quién iba a quedarse con el apartamento, con los libros y quién con el carro, pero ahora que los recuerdos de los viajes, del matrimonio y del día del parto del bebé no existían en imágenes físicas sino virtuales y, aún peor, en las redes sociales privadas, los vestigios de ese amor quedaban a merced de cada uno. No había que ponerse de acuerdo. Ninguna cláusula firmada con antelación prohibía ponerle delete al último viaje a Marruecos.
Él, por el contrario, tomó en sus redes sociales una ruta más hiriente o que al menos a mí me dolió más. Al cabo de unas semanas empecé a ver en su muro con cierta insistencia la aparición de una mujer rubia de pelo largo de un semblante dulce muy distante al de su exesposa. Él también había borrado las fotos, pero a diferencia de ella, que había preferido la negación y el silencio, decidió gritarle al mundo que ni creyéramos que estaba triste. Había conseguido un nuevo amor.
Su gesto era inclemente. Allá él sí había logrado que su corazón se curara en semanas y se sentía listo para querer a alguien nuevo. ¿Por qué no podía quererla de manera prudente y en silencio?, ¿cómo podía violar así las leyes tácitas de cuidado del otro que impone el amor —incluso cuando se ha ido— y usar vilmente el Instagram como arma mortal?
Con las fotos de la nueva chica no solo la hería a ella, nos hería a todos los que alguna vez pensamos que ese amor había sido importante. Además se aseguraba de que en caso de que su exesposa ya no lo siguiera, toda su red cercana se enterara y le dijera la nueva (mala) nueva.
De nuevo pensé que, en tiempos en los que vivimos pegados a un celular que nos narra en cortos clips la vida de los otros, la legislación del matrimonio debería estipular una nueva promesa: ante un divorcio no solo se dividirán las propiedades por partes iguales, además quedará prohibido por unos meses publicar imágenes que le duelan al otro.
Claro, qué tontería, no podemos legislar el amor en Instagram, quizás solo nos quede creer un poco menos en lo que todos dicen de su amor y de sus relaciones en redes sociales.
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