Artículo publicado por VICE México.
“Mama me puede poner una recarga me urge”. Pasaba de la una de la mañana cuando el teléfono celular de la marca Samsung recibió el mensaje del estudiante de la escuela rural de Ayotzinapa, quien según la versión del gobierno mexicano había sido asesinado e incinerado una hora antes en el basurero de Cocula, en una espectacular pira de fuego atizada por mafiosos de un cártel de drogas.
La comunicación de Jorge Aníbal Cruz Mendoza, de 19 años, no es el único cabo suelto que pone en duda el relato que ha sostenido durante cuatro años el gobierno de Enrique Peña Nieto. Al menos seis teléfonos de normalistas estuvieron activos unas horas después o en los días posteriores a la lluviosa noche de Iguala, cuando 43 estudiantes fueron desaparecidos por una cadena de complicidades que incluye a policías municipales y estatales, a políticos locales, miembros del Ejército, funcionarios federales encargados de la procuración de justicia e integrantes de un grupo criminal.
Los acontecimientos de la noche y madrugada del 26 y 27 de septiembre de 2014 no sólo han sido investigados por la Procuraduría General de la República (PGR), también el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), en cooperación con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), ha indagado el caso, bajo la mirada atenta del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Prodh), la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), Amnistía Internacional (AI) y otras organizaciones sociales. Los ojos de la prensa nacional e internacional han repasado los hechos. Se han escrito libros y difundido documentales. A la par, familiares de los desaparecidos han generado un movimiento de presión social que contagia indignación al denunciar falta de voluntad gubernamental para esclarecer la tragedia.
Aun así, cuatro años después, los 43 estudiantes siguen desaparecidos.
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Mientras las investigaciones permanecen atoradas, el gobierno sostiene “una verdad histórica” llena de agujeros: una pira de fuego encendida en una noche de lluvia, testimonios arrancados bajo tortura, contradicciones de declarantes, cámaras de vigilancia que dejaron de funcionar en horas clave, resistencia castrense a entregar información… Los cabos sueltos se suceden mientras crece la demanda social de no permitir que el caso que marcó al sexenio saliente termine en un caso más de impunidad.
En fechas recientes, un juez ordenó la creación de una Comisión de la Verdad. El gobierno que entrará a la cancha el 1 de diciembre le tomó la palabra y ha comenzado una serie de reuniones con los padres de los normalistas, organizaciones civiles y expertos que han seguido el tema. El próximo subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, ha tomado el asunto en sus manos y, a decir de quienes han acudido a esos encuentros, ha mostrado interés por resolver el asunto. La esperanza –ese dardo envenenado que suele aparecer cuando se juega a la política– se escucha cada vez con mayor fuerza entre los directamente interesados en dar con el paradero de los desaparecidos.
Profundizar en la investigación sobre el destino de los normalistas ha sido una de las recomendaciones centrales del GIEI, tanto que el Centro Agustín Pro, que ha acompañado la lucha de los padres de los normalistas, informó recientemente que el nuevo gobierno ya hizo la petición formal para que el grupo de expertos independientes se integre a la Comisión de la Verdad.
La ubicación y actividad de los teléfonos celulares de los estudiantes es sólo uno de los cabos sueltos que no ha sido indagado con profesionalismo. Las antenas de la zona registraron aquellos movimientos. Las compañías de teléfonos cuentan con información que ha sido solicitada pero no debidamente entregada, o acaso ocultada por autoridades. Algunos de los jóvenes o al menos sus teléfonos no se encontraban aquella medianoche cerca del basurero de Cocula, sino en la carretera Huitzuco-Atenango. A otros aparatos se les cambiaron los chips y continuaron utilizándose en los días posteriores a la desaparición, lo cual refuta la versión oficial que sostiene que los teléfonos fueron destruidos a la medianoche. Todo ello está documentado en El Informe Ayotzinapa II, Avances y nuevas conclusiones sobre la investigación, búsqueda y atención a las víctimas, realizado por el GIEI.
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Ahondar en la serie de llamadas de los policías municipales y sistematizar las comunicaciones entre los mafiosos que confesaron haberlos llevado a Cocula completarían un primer paso de una investigación que verdaderamente pretenda conocer el destino de los 43 de Ayotzinapa.
“La utilización de los teléfonos o las líneas telefónicas luego de la detención de los normalistas, en horas de la madrugada del 27 de septiembre o días después contradice la información incluida en la versión oficial, que todos los teléfonos habrían sido quemados luego de los incidentes en el Basurero de Cocula”, señala el reporte del grupo de expertos independientes.
“A pesar de ser información fundamental, para identificar a los perpetradores y establecer el destino de los estudiantes desaparecidos, no se realizaron diligencias para esclarecer, donde y quien activó estas líneas de telefonía. El hecho que en uno de los casos se haya omitido información relevante en el informe debe ser indagado”, se recomienda en el documento.
La pelota estará pronto en la cancha de Andrés Manuel López Obrador, quien a partir del 1 de diciembre tendrá la responsabilidad de continuar con una investigación plagada de testimonios contradictorios y “evidencias” inconsistentes. ¿Qué incentivos podrá ofrecer a testigos de aquella noche para que aporten pruebas de lo que realmente ocurrió? ¿Encontrará archivos incompletos? ¿Contará con la colaboración del Ejército y otras oficinas de gobierno implicadas en la investigación?
La resolución del caso que marcó con el sello de la impunidad al sexenio de Peña Nieto pasa necesariamente por conocer el destino de los 43 estudiantes y los nombres de los responsables de su desaparición. Nada indica que los padres de los normalistas acepten otra conclusión. López Obrador podría obtener un megabono de confianza o enfrentar la rechifla social. Así se cobra o paga el costo de gobernar.
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