Luego de quedarme sin auto, me he visto en la necesidad de transportarme en Uber. Hace unos días leí que en la India, un cliente de Uber manejó el auto que lo recogió en el aeropuerto porque el chofer se había quedado dormido debido a su estado de ebriedad. Horas posteriores un conductor de la misma plataforma me narró, mientras me transportaba, que hacía dos semanas antes su novia lo había dejado y ahora ella estaba por casarse. Lo único que se le ocurría para no hincharse de tristeza era trabajar sin descanso.
Con lo anterior en mente me di a la tarea de hurgar en las historias cotidianas de los conductores Uber que he conocido. Relatos que son, al igual que el kilometraje del auto, un registro del camino recorrido.
Ernesto, 34 años
Trabajé en un casino de apuestas durante siete años hasta que me despidieron por un fraude en el que participé con un cliente. De la noche a la mañana me quedé sin empleo y con dos hijas que mantener. Busqué opciones y la manera más rápida de reconectarme con el mundo laboral era convirtiéndome en chofer de la plataforma Uber.
Hace unas semanas recibí una solicitud de viaje desde una carnicería. Acudí al establecimiento y de su interior salió una señora cargando dos bolsas; supuse que era la clienta con sus compras. Abrió la puerta pero en lugar de subirse al auto me dijo: “Estos son dos kilos de sal de grano. Llévelos a X cuarto de X hotel; rápido, las están esperando con urgencia”.
En unos cursos que nos dio la policía nos explicaron que para no tener problemas legales no aceptáramos transportar mercancía sospechosas así que revisé que en efecto se tratara de sal y no de cocaína. Acepté el encargo y la señora colocó los paquetes en el asiento trasero. “¿Por qué requieren con urgencia dos kilos de sal en un hotel?”, me preguntaba pensando que podría tratarse de alguien con sobredosis de heroína que la requería para revertir el exceso o de alguna filia sexual relacionada con condimentos de cocina.
Entré al estacionamiento del hotel y de afuera de una habitación un hombre me hizo señas con los brazos. Fui hasta él, bajé la ventana y sin darme tiempo a presentarme me dijo: “Pásale al cuarto, iremos a otro lugar pero necesito que me ayudes a subir una maleta”. Creyendo que estaría solo entré a la habitación pero sobre la cama había un segundo hombre: demacrado, con los labios partidos y la mirada cansada, como si estuviera perdido y muriendo de sed en el desierto. “Ya mero vas a poder comer y tomar agua, tranquilo, en unas horas toda esta pesadilla pasará, carnal”, le juró el primer hombre, luego me preguntó: “¿Conoces algún hotel con jacuzzi en el cuarto que quede por aquí cerca?” Contesté que sí y no pusimos en marcha.
Llegamos al cuarto y el hombre que parecía manejar la situación me dijo: “Te voy a dar una buena propina, pero antes ayúdame a llenar de agua el jacuzzi y cuando esté listo échale los dos kilos de sal, yo estaré al tanto de que este bato no se vuelva loco”. El segundo hombre parecía que en cualquier momento se desmayaría, contrariamente no dejaba de caminar como un demente por el cuarto.
Cuando terminé mi tarea y el segundo hombre se sumergió en el jacuzzi, supe de qué se trataba todo. Él era un boxeador amateur que durante la tarde tendría el típico pesaje al que se someten los pugilistas antes de un encuentro, el problema era que no daba el peso por lo que su entrenador hacía todo lo posible por hacerlo perder algunos gramos.
Recibí 300 pesos de propina y me marché sintiendo que acababa de participar en un guión de Tarantino. Nunca supe quién ganó la pelea.
Camilo, 35 años
Estudié la licenciatura en historia y luego de cinco años de no lograr tener un trabajo fijo y bien remunerado, decidí convertirme en chofer Uber.
Hace un mes acudí a darle servicio a una mujer que me pareció atractiva. Traía gafas oscuras. Se subió en el asiento trasero con destino al aeropuerto de la ciudad. Mientras conducía, discretamente apartaba la vista de la carretera para mirarla por el retrovisor. Repetí la operación varias veces hasta que vi que ya no tenía las gafas y se estaba pintando los labios de rojo.
Un flashazo mental me erizó la piel y viajé a mis recuerdos 10 años atrás:
En una fiesta en casa de un amigo de la generación de la licenciatura conocí a una mujer con la que conversé acaloradamente. Tomamos ron, inhalamos cocaína y fumamos marihuana. Ya de día, cuando casi todos los invitados se habían marchado y los que quedaban estaban semimuertos, la mujer y yo nos encerramos en una recamara. Luego del preámbulo de besos, apretones y caricias le hice sexo oral. Después ella me la comenzó a chupar y mi próximo recuerdo es que desperté con el ruido de mi propio ronquido. Abrí los ojos y vi a la mujer dormida. Me la quité de encima tratando de no despertarla y me marché a la calle. Borracho, caminé algunas hasta llegar a un puesto de tacos mañaneros. Mientras comía la vi pasar en su auto y me pregunté: “¿Cómo se llamaba?, ¿la volveré a ver?”
Diez años después tenía la respuesta: Sí la volví a ver y ya sé su nombre.
La dejé en su destino y creo que ella no me reconoció sin barba y con más kilos debido a mi trabajo. Aunque siendo honestos, creo que como historiador sería aún más sedentario. En este trabajo al menos salgo a la calle.
Gregorio, 36 años
Muchos año fui propietario de un videoclub donde rentaba películas. Llegó un momento en que ya ni las moscas se paraban, las deudas me estaban ahorcando y el estrés me provocaba gastritis. Cerré el negocio, pedí un préstamo y me hice chofer de Uber.
La semana pasada, por la noche, recogí a una chica en su escuela para llevarla a su departamento. Cuando se subió al auto me dijo que los planes habían cambiado y que ahora el destino eran unas canchas de tenis. Llegamos y no había un solo jugador. “Hijo de su puta madre”, gritó la pasajera, “me dijo que vendría a jugar, me las va a pagar”. Al parecer se trataba de su novio que no se había presentado a las canchas. “Debe andar por aquí, vamos a buscarlo”, me dijo. Comenzamos a dar vueltas por calles en donde ella pensaba que estaría y nada. Decidió que la llevara a su departamento y durante el camino alardeaba que entrenaba box y que cuando se enojaba golpeaba a cualquiera que estuviera a su alcance. Lo dijo tantas veces que me resigné a recibir un golpe.
“No traigo dinero en efectivo, espera, voy a mi recamara por dinero”, me dijo la clienta cuando llegamos a su departamento [En algunas ciudades de México Uber da la opción de hacer pago en efectivo]. Diez minutos después sospeché que no regresaría y sentí un poco de tristeza por haber sido estafado. De repente del edificio sale un tipo que al verme me preguntó: “¿Eres Uber?”. Le que sí y me contó: “Yo también. Acabo de traer a un tipo borracho vestido de tenista. Se supone que iría por dinero pero no volvió y no sé qué departamento es para poder reclamarle”. Le expliqué que la mujer a la que yo había dado el servicio posiblemente era la novia del tenista.
Luego de sacar cuentas yo había sido estafado con 250 pesos y él solamente con 100. “A ti te fue peor, pero no te agüites, el tenista borracho olvidó su raqueta, quédatela, tú perdiste más esta noche”. Desde entonces traigo una raqueta en la cajuela del auto. Cuando me llegue un dinero extra me compraré unas pelotas y me pondré a entrenar.
Yadira, 30 años
Trabajé en el gobierno federal algunos años y renuncié porque cambié de residencia. Al llegar a la nueva ciudad empecé de Uber porque no sabía cuánto tardaría en encontrar trabajo. Tengo una historia que me sucedió hace poco e hizo cuestionarme sobre el tipo de clientes que subo a mi auto. Una tarde me llegó una solicitud de viaje que implicaba un trayecto largo, lo cual significaba una suma importante de dinero, además, el destino quedaba cerca del lugar a donde acudo a clases de yoga. Mataría dos pájaros de un tiro, pensé. El cliente se veía de unos 30 años, mi edad.
Cuando los clientes son hombres y se suben en el asiento trasero les pido que se pongan atrás del copiloto, ya que si intentan ahorcarme o me sacan una navaja, podré verlos de reojo y reaccionar. Este cliente se sentó adelante, junto a mí, lo cual es un lugar que me da seguridad. No se veía sospechoso, lo único que hacía, como muchos clientes que quieren trabajar o comprar un auto, era preguntar por mi trabajo en Uber y por las mensualidades del vehículo. A la mitad del trayecto, como si me tuviera mucha confianza, me dijo: “¿Qué te parece si cambiamos el destino y nos vamos a otra parte tú y yo?” Me extrañó su propuesta y le expliqué que estaba trabajando y continué el camino sin prestarle mucha importancia pero insistió: “Supongo que trabajas porque necesitas dinero, seguramente la estás pasando mal, yo te puedo dar un poco”. En ese momento comencé a molestarme y le reclamé: “Me estás faltando al respeto, claro que necesito dinero pero para eso trabajo en algo honrado”. Él continuó: “Déjame ayudarte, tengo 800 pesos en la cartera; dale por esta calle, no tardaremos más de 20 minutos”.
No podía creer lo que pasaba. No tenía idea de qué tipo de persona estaba a mi lado ni qué pretendía hacerme. Quería detenerme, pero como íbamos en el carril de alta velocidad y los semáforos estaban en verde y había mucho tráfico, no me podía orillar. “No me siento segura de que estés en mi auto, quiero que te bajes y tomes otro servicio, ya no estás muy lejos de tu destino”, le expliqué mientras intentaba detenerme. “Ya no te voy a insistir, puedes estar tranquila, pero por favor llévame”. Por supuesto no podía estar tranquila, así que me metí por una calle en donde había una iglesia de la que salían varias personas. Pensé que ya todo había pasado pero continuó: “Eres muy guapa, desde que pasaste por mí me gustaste, por eso me subí a tu lado. No quiero faltarte al respeto pero te me antojas mucho”. Paré afuera de la iglesia y le pedí que bajara. Estaba muy nerviosa y enojada al mismo tiempo.
Me fui a mi clase de yoga y al final me preguntó el instructor qué pasaba, ya que durante la clase me había mirado muy pensativa y distraída. Le conté lo sucedido y comencé a llorar por lo que me pudo haber hecho el cliente que me acosó. Durante tres días no me conecté a la plataforma por lo temerosa que estaba. Desde entonces siempre le hago caso a mi intuición. Si es de noche, trato de no subir hombres, solamente mujeres. Algunas de ellas siempre me dicen que me cuide mucho y me regalan oraciones o estampas de la virgen.
Leticia, 34 años
Me estaba yendo mal económicamente. Había trabajado en una tienda Kodak, en una fábrica y como secretaria, pero nunca me alcanzaba el dinero y mi auto se descomponía a cada rato. Mi mamá y mi padrastro, en un gesto de caridad, me ayudaron a sacar un Renault de agencia después de prometerles que yo pagaría las mensualidades trabajando como conductora de Uber.
Hace días me pidió un servicio una pareja de jóvenes, de unos 20 años de edad. Ella vestía normal pero él llevaba unos pantalones de cuero negro y un chaleco de piel de vaca sin camiseta abajo; los vi claramente porque tuve que bajar a abrir la cajuela para que subieran una maleta. Trasladar equipaje no me agrada porque, ¿cómo puedo saber si en esa maleta va droga o un cadáver en pedazos? Es imposible revisarla, por eso algunos clientes nos usan como paquetería para enviar drogas de un lugar a otro de la ciudad. En los cursos de la policía siempre nos recomiendan no ceder a que nos usen para llevar bultos, llaves o mochilas, pero a veces por dinero a nosotros nos da igual si transportamos un kilo de manzanas o a una familia.
El destino de la pareja era una fiesta de XV años a las afueras de la ciudad. Empezamos el trayecto y de repente, por el retrovisor, vi que se besaban. Conforme avanzábamos las cosas subían de intensidad. En un momento él ya la tenía encima, agarrada de las nalgas y besándole los senos. Llegamos a un semáforo y se separaron. Comenzó a molestarme su actitud y al mismo tiempo sentí un poco de envidia. El semáforo se puso en verde y él le dijo a ella: “Préstame la cucharita de plata”. Como no sabía con exactitud a qué se refería, no resistí la tentación y nuevamente miré por el espejo: se metían unos cerros de cocaína en la nariz. “Oiga, Uber, ¿quiere?”, me preguntó ella. No supe que contestar y por no ser conservadora, dije: “No me gusta ese efecto”. Creo que ellos entendieron que buscaba una sustancia contraria, porque de pronto sentí una suave bofetada en el rostro con una bolsa. Era marihuana. “Quédesela para que se relaje”, me dijo ella. En ese momento me sentí como una anciana y dejé de pensar en los riesgos de ser detenida con droga en mi auto. Me concentré en repasar que me hablaba de usted una joven de no más de 20 años cuando yo apenas tengo 34 y me siento más jovial que nunca.
Fue tanta mi depre, que dije: “Vamos a comprar unas cervezas y nos vamos a meter cocaína con la cucharita de plata”. Ellos aplaudieron y me sentí poderosa mandado a la verga cualquier recato y haciendo las cosas que no debía hacer como Uber. Ya con las cervezas en la mano nos metimos cocaína y brindamos. Al dejarlos en la fiesta me preguntaron: “¿Quiere otras puntas, Uber?” Les contesté: “Dos para el camino”. Sin importarles que hubiera inhalado igual que ellos, me seguían hablando de usted. De puro coraje agarré la bolsita y me metí dos montañas con el objetivo de dejarlos sin coca. “Quédesela para que aguante la noche, nosotros tenemos más”, me explicaron cuando les estaba dando su maleta que estaba en la cajuela. “¿Qué llevan ahí?”, les pregunté. “Cadenas, estopa y gasolina; soy cadenero, haré una presentación ahorita”, respondió él.
Me fui del lugar pensando que este es un trabajo que ofrece experiencias inesperadas y divertidas pero también riesgosas. Hace unas semanas un compañero acudió a dar un servicio a un casino. Apenas se habían subido los tres clientes y una camioneta se puso al lado y les disparó. Nadie salió herido, solamente fue dañada la carrocería y los cristales. De todos modos mi compañero ya no quiere volver a las calles porque no sabe si los balazos eran para él o para los pasajeros; ellos no se quisieron quedar hasta que llegara la policía y él tampoco.
Jorge Damián Méndez Lozano https://ift.tt/eA8V8J
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