Este artículo es publicado en colaboración con La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
Soy venezolana, profesional universitaria. Mi esposo y yo somos una pareja colombo venezolana que tuvo que salir de Venezuela por la situación sociopolítica que se vive en mi país y los temores de persecución. Llegamos a Colombia, a la ciudad de Bogotá, en el 2014, con muchos sueños y metas por cumplir. Para aquel momento, contábamos con recursos económicos disponibles en las tarjetas de crédito pero, para nuestra sorpresa, no pudimos hacer uso de ellos pues se bloqueó cualquier uso de moneda extranjera. Quedamos en la calle, sin dinero. Allí comenzó nuestra odisea. Pasamos por varios lugares con lo poco que teníamos hasta que, al quedarnos sin refugio, una buena amiga colombiana, abogada y dueña de una empresa pequeña, junto con su esposo y su cuñado, nos permitió hospedarnos en su bodega, ubicada en una pequeña oficina. Esa bodega fue nuestro hogar por 3 meses.
Tiempo después, a mi esposo le salió una oportunidad laboral como profesor de violín en Tunja, capital del departamento de Boyacá al nororiente de Bogotá, pues antes había trabajado como profesor del sistema de orquestas en Venezuela. Sin embargo, tampoco estuvo fácil la situación, pues durante 3 meses no recibió su salario. Fue entonces cuando decidimos emprender una aventura formando niños en música clásica y constituimos la Fundación Cultural Simón Boívar . Con este proyecto, buscábamos dejar un legado en los niños, venezolanos y colombianos, más vulnerables de la ciudad de Tunja y sus alrededores. Hoy, luego de un año y medio, hemos dado más de 50 conciertos en Boyacá, y aunque no contamos con dinero para instrumentos y sede, tenemos la mejor disposición para hacer bien las cosas.
Una de las cosas difíciles que me tocó fue ver a mi esposo, un músico clásico de alto nivel, tocando en la calle. Sé que lo hizo por nosotros pero me partió el alma en dos; así como cuando nos tocó dejar a nuestros seres queridos y no volverlos a ver. Estos momentos han sido muy dolorosos. Eso sin contar el choque cultural; tenemos costumbres distintas en la comida, en la forma de comunicarnos, entre muchas otras cosas, y aunque pequeñas, son las que hacen la cotidianidad.
Por otra parte, lo más hermoso que he experimentado es la solidaridad de muchos colombianos que día a día llegan hasta nuestro refugio, El hogar del Espíritu Santo, en Tunja, trayendo alimentos, ropa, zapatos, colchonetas y demás. Escuchar la voz de los caminantes venezolanos y saber que durante su travesía hubo muchos colombianos que les iban ofreciendo pan, agua, tingo, etc., fue muy esperanzador. Creo que cuando tocamos fondo empezamos a ver que aparecen ángeles en la tierra para proveer todo lo necesario.
Si pudiera decirle algo a alguien en Venezuela sería a mis padres y a mis tías, que son como mis otras madres. Les diría que los amo, los extraño y que espero algún día volver a verlos con vida, abrazarlos, decirles la falta que me hacen, y que me gustaría traérmelos algún día a pasar su vejez conmigo.
Por ahora, nuestra meta es enseñar que un gesto de solidaridad es lo que verdaderamente puede cambiar nuestro entorno, y es el mejor legado que podemos dejarle a nuestros hijos y nietos. Seguiremos con nuestra casa El hogar del Espíritu Santo para seguir acobijando temporalmente a quienes vienen buscando un futuro mejor para sus familiares.
Anny Uribe Táriba https://ift.tt/eA8V8J
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