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miércoles, 27 de junio de 2018

El rojo como un recuerdo que viaja en ascensor

Artículo publicado por VICE Argentina

Escritores de Latinoamérica arrancan en VICE la serie “Correspondencia Mundial”, un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018. Hoy, por Argentina, Silvina Giaganti.

La melancolía es una casa que dejamos sin dejar de mirarla. Esta frase no es mía, se la robé a una poeta que fue mi novia y que aparece en un poema de un libro que acaba de publicar. Pero como el poema lo escribió durante alguna de nuestras tantas separaciones, me siento habilitada a mencionarla con desparpajo, como si hubiera colaborado indirectamente de la invención. A ella también le gustaba una frase que yo decía y que tenía un aire de familia: que escribir es quedarse en el lugar del que todos ya se fueron.

A mí me gusta escribir bajo tensión. Quiero decir, ni atravesada por la locura alucinada de la pérdida que me hace hablarle a la pared a las 5 de la madrugada como si fuera ella o él; ni con la serpiente enroscada en la garganta. Para esos momentos hay otras opciones: la interlocución, efectivamente, con la pared; salir a caminar por el microcentro; disfrutar del ruidito metálico del blíster de clonazepam o servirme otro whisky.

Pero tampoco me gusta escribir desde la isla de hielo del duelo hecho ni desde la parálisis de la digestión lenta y terminada.

La melancolía es un río y tiene movimiento. Por eso se lleva bien, a veces, con escribir, aunque parece moverse como un fantasma que nos impide sumergirnos del todo en el presente. Pero ir para atrás es un impulso necesario para volver a dónde estamos.

Pero quiero hablar de fútbol, y el fútbol es un elástico que se estira hacia el futuro. El contador que aparece en la pantalla no marca 45 y va descontando, marca 0 y va sumando. Los minutos se adicionan. Las expectativas no descansan sobre la jugada que pasó, sino sobre la que va a venir. El fútbol es cálculo, estrategia, cábala y futurología. Es "siempre hay revancha" y no "se nos pasó el tren". Es la frase "nos daban por muertos pero acá estamos".

Sin embargo, mientras miraba Argentina – Nigeria por mi cabeza pasó una cinta selectiva de todo lo que me une al fútbol en versión pasado, en versión cassete TDK. Será porque habíamos empatado con Islandia y perdido con Croacia que lo único que parecía quedar en pie era un lugar oscuro y afuera un páramo.

Será que iban 30 minutos del segundo tiempo y nos quedábamos afuera en primera ronda y era la segunda vez que veía a la selección hacer el bolso rápido. La otra fue con Bielsa en Corea – Japón. Esa vez era junio de madrugada y estaba sola en mi casa de Constitución. Todavía tenía algunas emociones que no había perdido y desconocía otras que después gané.

Pero ayer fue distinto, y verlo con gente me puso introspectiva. Entonces dejé el partido sin dejar de mirarlo —como la casa que abandona la poeta— y me acordé:

De una noche cerca de la navidad del 83, de mi mamá que mientras me frotaba el cuerpo con un toallón gastado y me pedía que me quedara quieta arriba del inodoro para poder secarme, me preguntó qué quería para Papa Noel y le contesté mirando el espejo del botiquín apenas empañado por el vapor del baño, el equipo de Independiente todo rojo con el escudito cosido en la remera. Hay algo vivo todavía en mis manos de esas manos que una semana después rompieron el papel de regalo y se vistieron con esa tela de piqué color roja.

De la madrugada del 9 de diciembre de 1984. Mi primera noche soberana en la casa de mis padres, que, antes de irse a dormir al cuarto pegado a la cocina, acordamos que me iba a quedar despierta sola, sentada en la silla más lejana al televisor Drean de 21 pulgadas, para ver la final Intercontinental entre Independiente y Liverpool que ganamos con un gol de Percudani.

De una noche de Copa Libertadores en la platea de mujeres de Independiente que me abracé con una señora muy grande cuando dimos vuelta el partido con gol de Marangoni. En River jugaba el Búfalo Funes.

De todas las veces que canté en la cancha sólo le pido a Dios/que Bochini juegue para siempre/ juegue siempre para Independiente/para toda la alegría de la gente. A veces pasaba el tren por atrás de la tribuna visitante y yo todavía no entendía que ese conjunto de elementos reunidos se llamaba poesía.

Del último partido del 94 que salimos campeones ganándole a Huracán 4 a 1. Mi papá no tenía plata para pagarme una entrada pero conocía a un señor que trabajaba en la cancha y le dijo que si iba a primera hora me hacía entrar. Fui a las 10 am y el partido arrancó como a las 5 pm.

Cuando le grité el gol de Rambert en la cara a mi papá en la Supercopa del 94 que le ganamos a Boca. Ahí todavía no entendía que parte de nuestra relación se basaba en la libertad que me dio para no ser como él.

De la final del 86 que vimos en la casa de mi tía. Fue el momento más compacto de mi familia, todavía no había habido muertos ni separaciones. Me acuerdo que miramos la final con la pantalla muteada y el relato del partido lo escuchamos por la radio. Salimos campeones y nos fuimos al Obelisco. Como 4 veces en 10 días fuimos. Yo tenía una bandera argentina de plástico con el sol sublimado.

A Nigeria le ganamos agónicos, y estamos jugando horrible. Pero el corazón va por el ascensor y la razón va por la escalera. Ahora volví al futuro y espero los octavos.


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