Artículo publicado por VICE Colombia.
Adentro, luces rojas y azules cruzan el escenario de un extremo a otro. La fiesta revienta en su mejor momento y cientos de manos se levantan entre gritos para saludar a la falsa Lady Gaga. Un hombre besa a otro, una mujer abraza a su novia por la cintura. Alguien se monta en la barra pidiendo más vodka. Gaga se contorsiona y una docena de bailarines en tacones de quince centímetros se mueve a sus espaldas. Más gritos, más baile, más vodka. La falsa Lady Gaga es una mujer trans.
Afuera, Andrea y sus amigas hacen fila para entrar a Theatron, una de las discotecas gais más famosas de Bogotá. Se han puesto vestidos cortos, zapatos altos y se han maquillado los ojos. Apagan con el tacón lo queda de un cigarrillo compartido y alistan sus cédulas para presentarlas en la entrada.
—Hoy sólo clientes con start card —les anuncia el hombre de la puerta.
—¿Cómo así, no podemos pasar?
—Es un fiesta privada. Circule, por favor.
Se hacen a un lado sin entender del todo y, uno a uno, van entrando los demás clientes de la fila. Sin tarjetas, dice Andrea, sin preguntas, sin cédula. Andrea también es una mujer trans. La ironía se cuenta sola.
Las acusaciones por discriminación a Theatron de Película, ubicado en la carrera 13 con calle 59, vienen sonando desde hace varios años. En 2014, Camilo Romero demandó el establecimiento por discriminación racial. Un año antes, a Marcela Tovar le negaron el ingreso sin dar muchas explicaciones y hace unas pocas semanas, a Marian Rodríguez, una mujer trans de 27 años, le volvieron pedir la supuesta start card. “Es un eufemismo”, dice, “la tal tarjeta es un eufemismo para decirte: aquí no entran negros, transexuales ni pobres”.
Aunque la denuncia existe y sigue vigente, no ha pasado nunca de ser un simple ruido. Edison Ramírez, uno de los propietarios del bar, sigue negando con vehemencia los casos de discriminación. Según él, no existe tal sesgo y se trata sólo de cumplir con ciertos requerimientos que responden al sentido común: personas armadas, ebrias, con comportamientos agresivos o zapatos con los que puedan cortarse. El suyo es un bar incluyente y la gente busca sacar provecho económico de la ley antidiscriminación, dice.
Pero las voces insisten y cada vez son más. A #BastaDiscriminaciónTheatron, una campaña creada en junio del 2017, se suman ya más de 300 denuncias y cada cierto tiempo la historia vuelve a aparecer en medios con diferentes protagonistas: negros, transexuales, mujeres tatuadas y hombres con rastas.
—Yo tomé la decisión de no volver a trabajar con ningún bar o establecimiento que tuviera manifestaciones transfóbicas, por eso me desvinculé totalmente de Theatron de Película —dice Jessica Useche, conocida como Totoya, una artista transformista que actualmente es presentadora de eventos en El perro y la Calandria— para mí ha significado disminuir mi fuente de ingreso. No tengo ya la misma plata que tienen otras artistas que han sido indiferentes con la situación, pero puedo dormir tranquila.
***
Que no, mi amor, que nosotras somos mujeres, le dijo una novia a Gustaff Garzón. Que tienes que maquillarte y dejar de usar esas camisas leñadoras. Para entonces, Gustaff vivía como una mujer lesbiana y no tenía claro aún que iba a convertirse en un hombre trans. Había ido ganando rasgos masculinos sin decirle a nadie: el pelo cada vez más corto, la ropa cada vez más ancha. Cuando era una niña, prefería las pantalonetas a los vestidos, los camiones de juguete a la Barbies y las canicas a las peluquerías de muñecas. A los 20 años dijo en su casa que era lesbiana y a los 25 ya había descubierto que no.
Que si vas a ser el hombre de esta relación, entonces tienes que volverte más macho: aportar más económicamente y ser más recio, le dijo otra de sus parejas cuando ya era Gustaff. Ella, una mujer lesbiana, pero católica y de roles tradicionales, seguía sin entender como su novio no seguía la receta de masculinidad que le habían enseñado siempre.
—Eso es transfobia —dice Gustaff—. Una pareja que cuestiona tus expresiones de género cuando no corresponden con tu sexo. Que te acepta sólo si te acomodas en los roles culturales que nos han vendido con la heterosexualidad. Desde ahí también llegan las violencias, desde adentro.
No es secreto: los homosexuales también discriminan. Calcan el machismo, el racismo y los sesgos de clase. Se castiga la masculinidad en las mujeres y la feminidad en los hombres. Lesbianas, pero no machorras. Maricas, pero que no boten plumas. Transexuales, pero que no muestren, que se vistan bien y que no se les note la barba. Ni hablar de los bisexuales, gais de clóset que no acaban de definirse. “Todo viene del desconocimiento de las identidades de género”, dice Lina Cuéllar Wills, directora de Sentiido. “Se puede ser hombre o mujer, pero por ningún motivo estar en la mitad. El problema de base es que las personas LGBTIQ creen que para ser aceptados en la sociedad tienen que camuflarse entre los heterosexuales como si esa fuera la única identidad correcta”.
El machismo sigue estando a la cabeza de todo con sus jerarquías y roles obsoletos. Lo masculino son la barba y los músculos y lo femenino son los tacones y el pelo largo. Cualquier intención de límites difusos se cuestiona y se señala. Las preferencias sexuales son libres, decimos, pero mucho mejor si caben en el molde que ya conocemos. “No se trata sólo de decir que soy gay o lesbiana, se trata de entender que hay muchas formas de diversidad”, dice Lina.
***
Y así como en las tragedias de la Antigua Grecia, hay un coro que repite:
—No marcho. No salgo a la calle porque ese carnaval de maricas en tanga no me representa. Esa no es la imagen que quiero dar de mi lucha. Esa no es la forma de convencer al godo de que todas las formas de vivir son válidas. No marcho porque es de mal gusto, un exhibicionismo barato de mamarrachos de circo que refuerza estereotipos. Que nos muestra promiscuos haciendo alarde de lo rico que la pasamos viviendo sin reglas. No marcho porque no creo que salir empelotos y disfrazados vuelva más serias nuestras exigencias ni que besuquearnos por las calles y cantar nuestra homosexualidad con tambores sirva de algo. Tampoco voy por ahí diciéndoles a todos que soy gay porque no conozco el primer heterosexual que tenga que hacer lo mismo. No marcho el día del orgullo porque no entiendo cuál es el orgullo de que me gusten las mujeres, los hombres o los barcos.
“Esa es una visión moralista”, dice Alejandro Lanz, director ejecutivo de Temblores ONG. “Marchar en el día del orgullo es un ejercicio político y no existe nada más político que el cuerpo, que ponerlo en un espacio público y apropiarse de las calles”.
Es también un homenaje: a los homosexuales que en 1969 se levantaron en contra de la homofobia rampante de la época y se resistieron a los abusos de la policía durante una redada en el bar Stonewall de Estados Unidos. Una celebración: por el cambio de sexo en la cédula, por el matrimonio igualitario, por la adopción, por las garantías en el sistema de salud y por las leyes vigentes que protegen contra cualquier tipo de discriminación. Y es un grito de protesta: por lo que falta, por las transexuales que matan a golpes todos los días, por la doble moral que sólo acepta la diversidad de dientes para afuera, por el ejercicio pleno de la igualdad, por los derechos ciudadanos y sobre todo, porque nada se quede en el papel.
En todos los escenarios, el cuerpo es protagonista. Es el que incomoda al intolerante y el que desafía los estereotipos culturales. El que pone en manifiesto y de manera tangible la libre expresión de la sexualidad y la muestra con orgullo. Es el cuerpo el que celebra, grita y se hace visible. “A mi me salieron tetas cuando era adolescente, a la mujeres trans no. Para ellas esa ha sido una lucha, un proceso de reconocimiento y de aceptación. Un orgullo”, dice Lina Cuéllar. “Ahora, si soy un hombre gay que no se siente cómodo saliendo en calzoncillos, no significa está mal hacerlo. Significa que salgo en pantalón y camiseta y reconozco la diversidad sin tratar de homogeneizar el mundo”.
Laura Galindo M. https://ift.tt/eA8V8J
No hay comentarios:
Publicar un comentario