Este artículo es publicado en colaboración con La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).
Llegué a México desde Honduras la noche del 15 de febrero de 1986. Mis hijas se habían adelantado en el viaje de exilio. “¡Qué alegría encontrarme con ellas!”, pensé. Llegué a mi nuevo hogar y me di cuenta que era un departamento pequeño: contaba con una recámara, una estancia donde, además del comedor, había unas sillas, un sillón y la litera que compartiría con mi hija menor. A la cocina no podían entrar más de dos personas y el baño era tan pequeño, que se sentía como estar dentro de un ropero. Todo era muy reducido. Yo, que venía de una casa grande con dos cocinas y un solar, sentí que se me oprimió el pecho. Quise tomar mis maletas y regresarme, pero no podía hacerlo, porque esas no eran unas vacaciones. Había salido de mi país para salvar mi vida y la de mi familia. Además, no tenía a donde volver.
Tenía que continuar y afrontar mi nueva situación. Comencé a arreglar mis papeles y solicité mi estatus de refugiada. “¿De qué vamos a vivir?”, pensé y presenté un proyecto para poner una casa de huéspedes. Podríamos vivir ahí y además sacar para nuestros gastos. ACNUR me aprobó el proyecto y llena de ilusión comencé a buscar casa. La búsqueda resultó en un calvario. Pasé seis meses buscando y empecé a extrañar mi casa, la comida, el trabajo y la gente. Me deprimí y bajé mucho de peso. Si de por sí era delgada, en este tiempo me quedé en los huesos. Cuando llegó mi mamá al país, me puse doble falda y dos blusas para ocultar mi delgadez y no sirvió de nada. Mi madre se dio cuenta.
Casa de los Amigos es un espacio de encuentro en donde me reunía con otros migrantes. Ahí platiqué con un hombre salvadoreño sobre mi idea de la casa de huéspedes. “¿Ya lo pensó bien? Podría ser peligroso para usted y sus hijas”, me dijo. Es algo que no había pensado y me asustó mucho, pero me tranquilizó. “¿Por qué no pone una tienda? Mi suegra puso una y le va bien”. En ese momento desistí de la casa de huéspedes.
Lo pensé mejor y presenté mi idea de poner una miscelánea. Mi propuesta fue aprobada y después de recorrer la ciudad nuevamente, encontré un local adecuado para el nuevo proyecto. El siguiente paso era comprar el mobiliario —mostradores y estantes— y los proveedores llegaron solos. El gobierno de la ciudad tenía un programa de asesoramiento a pequeños negocios y me ayudó a solicitar los permisos necesarios y encontrar los lugares donde podía surtirme. Pronto mi tienda estaba funcionando. La nombré “Martita”, como a mi segunda hija.
Fue necesario aprenderme los nombres de los productos, porque en México todo se llama de una manera distinta a la que estaba acostumbrada. Me preguntaban si vendía “zacate” y yo contestaba que no, hasta que me lo señalaban en el mostrador y me preguntaban: “¿Y eso que está ahí qué?” Era inevitable provocar risas, risas que nunca tomé a mal y que al final de cuentas resultaban contagiosas. Así fue como aprendí muchas palabras nuevas.
Una ocasión fui a la Secretaría de Salud por la licencia sanitaria que tenía que renovar cada año. Me la dieron y regresé a casa, donde olvidé la licencia antes de irme a la tienda a trabajar. Para mi mala suerte, ese día llegó el inspector y me la pidió. “Me la dieron hoy, acabo de llegar, pero está en mi casa, aquí cruzando la calle”, le expliqué. “No”, me contestó, “la tiene que tener aquí.”, así que me puso la multa. Le pregunté por qué me molestaban tanto y me confesó que no era un asunto personal, sino circunstancial: mi tienda estaba cerca de la delegación y les quedaba de camino.
Por ahí no sólo pasaban los inspectores, también lo hacían los ladrones, aunque sus visitas no eran tan frecuentes. Una ocasión me acababa de surtir de mercancía, pero como ya era tarde, la dejé en las cajas pensando en acomodarla al día siguiente. Yo creo que me vieron llegar con las cajas, porque esa misma noche se metieron a la tienda y se la robaron. Unos vecinos fueron a tocar mi ventana porque vieron la tienda abierta a las dos de la mañana. Salí corriendo a ver qué pasaba y cuando llegué, los ladrones venían por más mercancía, pero cuando me vieron, se echaron a correr. Llamé a la policía y sólo me dijeron que estarían dando rondines para ver si encontraban a los ladrones. Esa noche perdí 5 mil pesos en mercancía.
Tuve la tienda durante varios años, pero fueron tantos los problemas, que decidí quitarla. Vendí todas las cosas —una rebanadora, una báscula y un congelador— y cubrí mi renta por algunos meses. Me quedé con un fondito que metí al banco por cualquier necesidad y finalmente solicité una pensión de la tercera edad, que me fue concedida. Tengo para mi comida y mis hijas me ayudan con algo, así que la voy pasando lo mejor posible.
Fueron experiencias difíciles, pero una y otra vez logré recuperarme y salir adelante, aunque todavía es más difícil buscar casa.
Alejandro Mendoza https://ift.tt/eA8V8J
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