Artículo publicado por VICE México
Escritores de Latinoamérica arrancan en VICE la serie “Correspondencia Mundial”, un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018.
En el Zócalo había un predicador. Decía tener un mensaje, aunque sólo decía eso: tengo un mensaje. Se meneaba al ritmo que imponían las bocinas y decía: tengo un mensaje. Agitaba la playera a modo de rehilete y caminaba. Lo vemos todos de costado. Faltaba aún para el partido y la plaza iba llenándose.
Cuento esto, colegas, amparado en la desfachatez que permite esta misiva fuera de agenda. Una intervención accidental, que no se repite. Ayer hubo partido del seleccionado. En el centro de la ciudad encendieron las pantallas gigantes y aparecieron, como hierba agria entre baldosas, los animadores al micrófono. La suerte, tan hedionda, decía que dos victorias eran poco; la Selección se jugaba el pase aún desde la cima del grupo. Pero la gente –esa entelequia generosa en metáforas y parca en concreciones– parecía confiada. Hechizas o compradas, por ejemplo, aparecían copas del mundo de tamaños indecisos. Unas gigantes, otras casi de bolsillo, hechas de plástico o de cartón, y la gente las besaba. Qué tanta confianza hay que tener para salir a las ocho y media de la mañana de la casa con una réplica de copa del mundo entre las manos.
La plaza iba llenándose; los sonidos del partido y ahora el predicador apareció con un album Panini en una mano. Seguía diciendo, tengo un mensaje, y mientras lo repetía, con cuidado arrancó dos o tres páginas y las hizo confeti. El primero de sus preparativos para la euforia fue mal recibido por el hombre del recogedor. Un grito, una confrontación más de gruñidos y vengan los papelitos al basurero. Para el primer tiro de Suecia que sacó Guillermo Ochoa casi en la línea, la plaza ya era graderío. Desayunamos pizzas personales de a cincuenta con el partido en marcha; compramos cigarros sueltos a empresarios de ocasión. Había agua fría de dos por veinte, y había silencio. Es desconcertante el espectáculo de veintitantas mil personas –según dicen los oficiales– tan calladas. Se murmuraban invectivas al lateral vuelto volante – suéltala, dribla, apóyate, tira, no tires–, se instruía al infante con algún nombre – sí, el Chicharito, ése es–, y se intentaba ubicar a alguna amiga –estamos de este lado del asta de la bandera, más acá.
Medio tiempo.
Hubo exhalaciones colectivas, como todos, y chillidos de trompetas, pero por lo demás, había sol de mañana y nerviosismo. Una espera de hospital, un temblor en una mano que no se sabe si es desvelo o enfermedad degenerativa, ese tipo de angustia. Se bromea con el de al lado, se sonríe al entusiasta que vistió a tres caniches de seleccionados, pero la cabeza está en otro lado.
Entre otras cosas hablaban Carlos y Silvina, en sus entregas, de memoria. De la partida hacia el pasado que permite, casi promueve, el juego. ¿Será que son los partidos torvos son también los más ensoñadores? La plancha de la Plaza de la Constitución de la ciudad de México, unos 195 por 240 metros cuadrados de indignaciones y victorias históricas, me dice poco. Soy de provincia y la memoria del graderío está amarrada al estadio La Corregidora. Volví al primer recuerdo de un graderío así. Creo el Escocia 1, Alemania 2 de la fase de grupos del Mundial 86. Recuerdo unos alemanes embriagados llorando la derrota, una pelea entre escoceses, las gotas de sangre en las butacas, en el piso, el miedo indefinido, y una gorra con manitas arriba de la visera que, al jalar de un hilo de pesca, accionaba sus aplausos afelpados. Pero recuerdo que había algo que aprender, una lección que no he entendido. Estaba ahí mi papá, algunos amigos, y una interrogante que no ha terminado, como una palabra que no acaba de ocurrírsenos pero que más o menos sabemos qué quiere decir. Y, con el partido yéndose a la mierda, es fácil renunciar a ver futbol y querer ver otras cosas: explicaciones y sistemas de símbolos; una Como un mensaje.
El predicador, –o un sin techo de los que hay en cualquier zona conurbada, obsesionado por alguna cosa, y atravesado por el mal destino, por la suerte jodida– apareció cantando. La estrofa era bimembre: Lo sabía/lo sabía. El primero con énfasis en la última sílaba, el segundo en la primera. Atrás de él, el hombre del recogedor, su marca, anticipando cualquier viruta de Panini. No lo vi más después del minuto setenta y tantos. Volvió el sonido familiar, el zumbido de la gradería que grita. En mi libreta el último apunte, en tinta roja, es: ’78, Gol de Corea (FALSO).
El partido terminó como sabemos –autogol, penal y tiro a quemarropa, todos en contra; amarrados a la suerte hedionda. Este será el séptimo cuarto partido. Séptimo consecutivo. El predicador, supongo, ahí estará mañana. Nada más eso les quería contar.
Pablo Duarte https://ift.tt/eA8V8J
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