Nicaragua ha tenido una tradición de luchas revolucionarias de cuya beligerancia y creatividad da testimonio una abultada literatura. Los universitarios jugaron un rol primordial en las rebeliones del siglo 20. En plena dictadura somocista, que duró desde 1936 hasta 1979, surgió un movimiento universitario que conquistó la autonomía de la universidad pública, arrancó al Gobierno el reconocimiento de valiosos derechos y finalmente proporcionó los principales líderes del movimiento insurreccional que derrocó al régimen el 19 de julio de 1979. Después de un prolongado período en el que los movimientos universitarios parecían haber entrado a un letargo, la rebelión de abril de 2018 fue el caldo de cultivo de cinco organizaciones universitarias que contrarrestaron el sometimiento de la organización estudiantil oficial —la Unión Nacional de Estudiantes de Nicaragua (UNEN)— a los dictados del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en el poder.
La comparación de estas organizaciones con aquellas de las luchas universitarias de los años 50, 60 y 70 del siglo 20 puede darnos indicios de las continuidades y rupturas con la tradición de lucha estudiantil. El contexto de las viejas y nuevas luchas marca un contraste. Los universitarios anti somocistas de los años 50 y más aún los de los 60 y 70 podían apuntar con el dedo hacia un horizonte tangible: la Unión Soviética, Europa del este y Cuba revolucionaria. Su anhelo tenía una concreción. No era utópico, sino tópico. Los universitarios de hoy deben inventar la utopía a partir de concreciones defectuosas y limitadas. O bien contentarse con aspirar a la democracia representativa, un objetivo que hubiera parecido modesto a sus predecesores, pero que por desgracia no lo es en el contexto actual. No hay un norte ideológico y la lucha se reduce a la inmediatez cortoplacista, o ese norte anhelado sigue siendo el Norte imperial en sus diversas variantes y ramificaciones académicas, legislativas, de sociedad civil e incluso militares.
Estos universitarios, huérfanos de utopías más amplias, se han tenido que enfrentar no a un Estado artillado como el de Somoza —a una Guardia Nacional que era el ejército de una familia–, sino a un Estado delincuente, que echa mano de antiguos militantes con experiencia militar a los que tenía en el olvido, recoge de las acequias de la historia, encapucha y dota de armas y licencia para matar. El resultado salta a la vista. Había en la Guardia Nacional una especie de contención. No todos los excesos estaban permitidos contra manifestaciones pacíficas. Los estudiantes de hoy han enfrentado un baño de fuego que suscita la perplejidad de los analistas más curtidos.
El saldo salta a la vista: en una década de lucha, la Guardia somocista asesinó a 23 universitarios. Esas cifras incluyen los muertos en la traumática masacre de julio de 1959, cuyo sexagésimo aniversario vamos a conmemorar este año. La tarde del 23 de julio de 1959, un pelotón de la Guardia disparó contra una manifestación de universitarios en León y asesinó a cuatro estudiantes, una mujer y una niña. Los periodistas de la época hablaron de “asesinato en masa”. En la revuelta de abril de 2018, solamente el día de las madres hubo 18 muertos. La Asociación Nicaragüense por los Derechos Humanos ha registrado un total de 448 muertos, la mayoría asesinados por grupos paramilitares y la Policía Nacional.
Es probable que una de las razones para la desproporcional represión hunda sus raíces en el miedo que el régimen actual tiene al peso demográfico que ahora tienen los universitarios. En 1950 había apenas 494 universitarios, un grupo muy selecto en una población de 160,658 jóvenes de entre 18 y 25 años. Un quinquenio después, ese grupo se había casi duplicado: en 1955 había 840 estudiantes universitarios. Aun así, los universitarios seguían siendo un ave rara dentro de un gran universo de 174,487 jóvenes de 18 a 25 años. Apenas uno de cada 200 jóvenes de ese rango etario estaba en la universidad.
En contraste, en 2014 había 123,220 universitarios y un total de 1,283,174 jóvenes de 15 a 24 años. Son universitarios cerca de 20 de cada 200 jóvenes de ese rango etario. Son muy numerosos. La lucha contra Somoza requirió el concurso de los estudiantes de secundaria para aproximarse a números significativos. En la revuelta de abril de 2018, un porcentaje muy reducido de universitarios dispuestos a jugarse la vida pudieron poner de cabeza a Nicaragua. La relación numérica también favorece a los universitarios frente a las “fuerzas de orden”. En 1956 había 4.5 guardias nacionales por cada estudiante. Ahora hay 4.4 universitarios por cada policía/militar. Este es el contexto demográfico y del peso relativo universitarios/fuerza coercitiva que produjo y produce pánico en el Gobierno de Ortega.
No podemos olvidar los medios utilizados. Si hablar de las luchas del pasado sin mencionar las palabras “mimeógrafo” y “esténcil” sería un despropósito, hablar de la rebelión de abril de 2018 sin mencionar “ Facebook” y “ WhatsApp” daría por resultado un relato muy incompleto. Estos medios imprimieron un ritmo acelerado a la revuelta y fueron unos magnificadores de eventos, redes, aliados y contendientes. Facebook, Twitter, WhatsApp y los miles de blogs son mucho más rápidos, masivos y económicos que los volantes y folletos producidos en mimeógrafo de los universitarios que enfrentaron al somocismo. Sus imágenes y palabras son indestructibles, llegan a un público más amplio y son menos reprimibles que los discursos de dirigentes trepados sobre cajas de jabón a guisa de podio a cielo abierto. Los universitarios de hoy pueden —y de hecho lo hacen— seguir recurriendo a estos medios, pero ya no tienen que limitarse a ellos porque las redes sociales les permiten superar las limitaciones espaciotemporales. Los volantes podían ser decomisados y quemados y los mimeógrafos destruidos. Las cuentas de WhatsApp no pueden ser destruidas por el Gobierno y sus mensajes atraviesan ciudades, países y continentes antes de llegar a los tenebrosos despachos de la seguridad del Estado.
Las redes sociales también han sido un elemento que a lo largo de la rebelión de abril a octubre favoreció la rapidez, disminuyó unos riesgos (añadió otros), aumentó la internacionalización, abarató las comunicaciones, masificó el involucramiento en las labores comunicativas y propició la democratización porque logró que participaran múltiples sectores, activó cierta dosis de retroalimentación y una comunicación horizontal que rompió con el esquema unidireccional de la vanguardia que “baja líneas” a las bases y arrebató la exclusiva de la producción de pensamiento a las élites culturales que antes estaban encargadas de la labor de “concientización”.
La democratización no fue sólo un elemento que sobrevino por lo que podríamos llamar determinismo tecnológico. Fue buscada activamente. No pudo cristalizar en la forma de representación por vía electoral porque las condiciones hicieron inviable esa forma de legitimar el liderazgo. Pero pudo ser ejecutada por —hasta cierto punto, o al menos estuvo en el horizonte utópico de— una voluntad democratizadora, donde la organización universitaria quiso ser performativa; es decir, realizar lo que proclamaba. La organización no sólo se postuló como un instrumento para la coordinación, el diseño y la aplicación de las estrategias.
Otro aspecto de la democratización vino per se por la naturaleza colectiva del gran protagonista de la rebelión de abril: un movimiento social. Las “bases” tenían gran autonomía y desplegaron su creatividad. Eso fue patente en las cabeceras de los departamentos de Carazo y Matagalpa. Y sin duda no exclusivamente ahí. Todo intento de crear una estructura piramidal se habría estrellado contra la diversidad de iniciativas y miríada de liderazgos locales. Hubo una carencia de liderazgo, que a primera vista apareció como una renuncia a tener una estrategia, pero que fue en sí misma una estrategia democratizante, y anarquizante también. La falta de organización muy estructurada estuvo ligada a la fuerza multitudinaria de la rebelión, la creatividad popular y la posibilidad de asestar golpes y efectos escénicos en múltiples lugares al mismo tiempo o de manera secuencial.
Sin embargo, el trigo y la cizaña están revueltos. El logro de las autoconvocatorias fue la horizontalidad. Su precio fue el caos, la división de iniciativas y las infiltraciones. En este aspecto de la democratización como en otros, algunas de las diferencias entre las organizaciones universitarias de ayer y de hoy se deben a que las de ayer eran derivaciones o filiales universitarias de otras supraorganizaciones políticas. En cambio, las organizaciones universitarias de hoy surgieron durante la lucha. Son fruto —y al mismo tiempo generadoras— de un movimiento social.
Me parece temerario pronosticar el futuro de las cinco organizaciones juveniles. Pero es lícito lanzar algunas conjeturas. En caso de seguir el patrón de sus predecesoras inmediatas, tendrán una vida efímera y terminarán por disolverse. Es probable también que se transmuten en otras organizaciones, mediante fusiones y depuraciones. En ambos casos, algunos de sus líderes podrían resurgir como líderes u operadores de partidos políticos tradicionales o de nuevas coaliciones que nazcan sobre los cimientos de las luchas de abril. ¿Qué son Lesther Alemán, Valezka Valle, Harley Morales, Madelaine Caracas y tantos otros y otras? Son promesas. Y también son incógnitas. Pero, sobre todo, también tienen un presente innegable: son la evidencia de que una forma nueva de hacer política fue puesta en práctica, como se puede colegir al comparar el funcionamiento de sus organizaciones con las de los universitarios de décadas pasadas.
José Luis Rocha https://ift.tt/2YL7muK
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