“¡Gira la manivela!”, me dice Silvia mientras limpia el organillo de más de 100 años que tengo frente a mí. Ella es la única mujer en la Ciudad de México que restaura este instrumento. Su taller, ubicado en la vecindad más vieja del barrio de Tepito, es el punto de partida de aproximadamente 10 organilleros del la ciudad.
Me encuentro con Rubén, mejor conocido como El Pasto, afuera de la estación de metro de Bellas Artes. Él será mi guía dentro del Barrio Bravo, ya que sólo tengo una vaga referencia que leí en internet sobre dónde encontrar a Marcela Silvia: Plaza Fray Bartolomé de las Casas, no muy lejos de la cancha de futbol.
Preguntamos en algunos puestos, aunque El Pasto conoce bien la zona y se sabe mover, no se acuerda del nombre de las calles e incluso algunas personas de los puestos tampoco los conocían. Llegamos al deportivo Maracaná, —donde cada año Las Gardenias de Tepito disputan su tradicional partido— y volvemos a preguntar, ahora por la persona, tal vez, de pura casualidad la conocen. “A la vuelta de la esquina”, nos dirigen. Encontramos la vecindad, ahora hay que encontrar su casa.
Después de preguntarle a un vecino, subimos las escaleras de la vecindad y damos con el número 7. Una reja blanca y fachada azul. Plantas colgando del techo adornan la entrada. Al tocar, un chihuahueño nos ladra. “¿Hola?”, nos pregunta Silvia con una cara de extraño. Nos deja pasar y nos dirige directo a su taller: un cuarto de cuatro metros cuadrados con un organillo desarmado en el centro.
Silvia se nota un poco tímida. Sus respuestas son breves y precisas. Aunque es muy cordial, muestra un poco de desconfianza. “¿Cuando empezó a dedicarse a esto?”, le pregunto. “Hace más de 30 años, porque como murió mi esposo, pues... yo tuve que seguir esto”, responde lentamente, “antes yo no lo hacía, lo hacían ellos”. Mientras me platica como Lázaro Gaona, el padre de su esposo, fue quién trajo esta tradición a nuestro país, ella continúa restaurando la pianola de más de 100 años.
Marcela Silvia heredó este oficio por necesidad y de manera autodidacta. “A mí nunca me enseñaron ellos ni nada, simplemente... el señor Gaona era un poquito egoísta”, platica con un tono peculiar. Ella fue la que terminó con el oficio que este señor se guardaba para sí, “no le gustaba que vieran cómo arreglaba los aparatos, él era músico y todo para estos instrumentos”.
La complejidad de estas cajas de música es increíble: son 40 piezas que tienen que engranar correctamente para poder hacer sonar las ocho melodías que ambientan la zona centro de la Ciudad de México. Silvia me intenta explicar la manera en que el aparato funciona: Al girar la manivela el fuelle se infla y desinfla, enviando aire al conjunto de cilindros. Al mismo tiempo el un rodillo de madera, en el cuál están marcadas en sobre relieve con alambre de latón las notas musicales, gira y aprieta las teclas que a su vez liberan u obstruyen el aire de los cilindros, creando así la melodía.
Para esta señora lo complejo no es parchar la madera de caoba que viste el mecanismo, sino afinar y poner en tono el instrumento, algo que solamente se puede hacer a oído y con mucha paciencia. “Mi rutina diaria es ver que los organillos estén bien, que no estén fuera de regla, que vayan limpios”, dice mientras limpia con un trapo los cilindros metálicos del instrumento, “es una oración de todos los días”. Lo que pasa es que cada mañana alrededor de diez organilleros se dan cita en el hogar de Silvia para recoger su respectivo aparato y dirigirse a sus puestos de trabajo. “Ya en la noche, a las siete u ocho, regresan”, cuenta Silvia.
“¿Y si algo se rompe?”, le pregunto. “No, pues yo veré cómo le hago para arreglarlo, pero los silbatos, estos ya no se reparan…”, me responde. El origen de estos instrumentos es alemán y estos ya se han dejado de fabricar. “Por eso se cuidan, se les tiene que dar mantenimiento para que siempre sigan vivos, como aquel, que no tiene mucho que lo termine de arreglar”, dice mientras señala una de las pianolas que se encuentra en el rincón. Se acerca a ella y la descubre. Es bastante vieja, también supera los 100 años. Esta se encuentra adornada con una base de ruedas que facilita su movimiento. Silvia comienza a darle vuelta a la manivela y yo no tardo en sacar el celular para grabar un video. Escuchar ese sonido fue como viajar en el tiempo a una de las plazas más clásicas de la ciudad. Una tradición que poco a poco se va extinguiendo y que Marcela Silvia cree que ya pasó a la historia.
Antes de terminar, Silvia señala: “En todos lados vas a encontrar organilleros, pero no iguales, esto es madera de caoba”. Además no pierde la oportunidad de invitarme un día a ayudarla en el taller, algo que no descartaría y que en un futuro probablemente la visite otra vez.
“Hasta que me muera mijo”, me contesta cuando le pregunto sobre retirarse de este oficio, que en sus inicios no le gustaba y se le hacía pesado, pero con el tiempo ha aprendido a disfrutar. “Si no, ¿quién me va a mantener? ¿De dónde saco para comer? Aquí tengo que estar al día con las cajitas, estas cajitas nos mantienen a todos: al trabajador, al cooperador y al dueño”.
José Manuel Bahamonde http://bit.ly/2ZZ8Lyz
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