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jueves, 2 de mayo de 2019

Mi experiencia como recolectora de marihuana

Artículo publicado originalmente por MUNCHIES Estados Unidos.

He recorrido casi todo el mundo buscando experiencias a través de la comida y diciéndole que sí a todo, desde hot dogs de caimán hasta hormigas gigantescas con alas, pero nada se compara con lo que experimenté mientras trabajaba como recolectora de marihuana. Y ni siquiera fue porque estuviera drogada.

Cuando eres recolector de marihuana, como lo he sido durante los últimos cuatro años en las colinas del condado de Mendocino, te alejas de la sociedad y tienes que cocinar con tiempo y recursos limitados, lo que te brinda una visión muy detallada de la esencia de cómo tú y otras personas viven y comen.

El trabajo viene con algunos requisitos: no debes ser policía, tienes que tener cierto aprecio por la marihuana y debes estar dispuesto a acampar.



Mi primera temporada fue en el otoño de 2015, la primera cosecha de un tipo llamado Stephen en una colina con vista a las montañas y valles que parecía un paisaje pintado del período romántico. La cocina, en ese momento, estaba rodeada de estantes al aire libre construidos por Stephen, un exbaterista de rock and roll, que cultivaba la tierra y trabajaba como carpintero y personal de mantenimiento. Cuando llegué allí, no habían descubierto cómo alimentar a su personal de diez personas; las raciones incluían una pequeña selección de condimentos, paquetes de avena instantánea, cepillos de dientes, herramientas dispersas, un bote de crema de cacahuate, cajas de clavos, una barra de pan y una caja de pasta abierta. Junto a los estantes de madera había un fregadero, una estufa de campamento con dos hornillas y un mini refrigerador, todo cubierto de tierra por la brisa que llegaba desde la costa a unos 96 kilómetros al oeste.

En la primera temporada, Stephen se encargaba de preparar la cena para nosotros, y siempre comíamos chilli con carne pero con diferentes frijoles: blancos, negros y rojos, los cuales preparaba a fuego lento cada mañana. Después de un tiempo, sorprendentemente, nos cansamos del chili, y todos nos cooperamos y compramos filetes, que, por cierto, nos devoramos.

De vez en cuando, los días que teníamos que salir a los jardines y cosechar, en árboles de 2 a 3 metros de altura – en los que básicamente teníamos que cortar interminables ramas con tijeras– yo me encargaba de hacer suficiente café para cualquiera que lo necesitara. Por lo general, llegaba unos minutos tarde con una prensa francesa en una mano y un montón de tazas en la otra.

Al año siguiente, la cocina estaba mucho mejor surtida y mi pareja y yo nos habíamos vuelto veganos. Mejoramos nuestras habilidades y preparábamos de todo: huevos revueltos con tofu y papas, batidos, hamburguesas de portobello, burritos, wraps, sándwiches, pasta y, literalmente, cero chili, a costa de recesos más largos y mandados más caros que en el mercado. Otros recolectores dependían en gran medida de comidas congeladas como pizza y lasaña (ya sea por falta de interés en la cocina o por un enfoque especial en el trabajo). Pero todos comíamos con un ingrediente especial que no podíamos evitar: el hachís o el kif. El kif es un producto de tricomas, la capa peluda, blanca y azucarada de los cogollos que protege a las plantas de ser destruidas o devoradas por insectos o animales al producir niveles de THC lo suficientemente altos como para que una criatura esté demasiado drogada como para terminar de comerse todo el árbol. Después de un día de trabajo de recolectar, nuestros dedos quedaban llenos de estas cosas, por lo que, naturalmente, terminábamos comiéndonoslo. El sabor es parecido al orégano, terroso y con un toque de amargura, perfecto en pastas y panes.

Ese año perdimos una de las muchas gallinas del campamento el fin de semana de Halloween, porque algunos de los muchachos querían comer eso para la cena. Sacaron una gallina del gallinero, la agarraron por la cabeza y la giraron hasta que quedó decapitada. Una vez que la carne estuvo cocida e increíblemente dura, se dieron cuenta de por qué las personas generalmente no comen gallinas.

En años posteriores, adoptamos nuevas tradiciones, como la fiesta de tocino de un colega, donde abría una bolsa de tocino, la asaba y se la comía toda después de un largo día de recolectar, por lo general, totalmente drogado. También, los porros al atardecer: cada puesta de sol de las últimas semanas forjábamos un par, dejábamos el trabajo atrás y salíamos a un mirador a fumar, compartiendo la última luz del día. Y al final de cada temporada, visitábamos un restaurante japonés local y ocupábamos toda la parte de atrás, era un festín de comida. Ese era el momento que nos juntaba en la mesa, como amigos y compañeros, con alegría y entusiasmo. También marcaba el comienzo y el final de cada temporada, una experiencia que aún estoy muy agradecida por vivirla de esa manera tan deliciosa y excéntrica.

Andrea Aliseda https://ift.tt/eA8V8J

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