Artículo publicado por VICE México.
El Gran Pez de Tim Burton es más que una película de fantasía. Basada en el libro homónimo de Daniel Wallace de 1998, la película señala de una u otra manera la condición bajo la cual el mundo se iba configurando cuando nos preocupábamos de ser solamente niños y, también, una serie de lecciones parabólicas afincadas en una moralidad correspondiente a la época en que nos encontramos. Lecciones que, tal vez, aún necesitamos escuchar.
Después de 16 años de haber sido presentada por primera vez, su mensaje sigue latiendo como una afrenta entre opuestos y el camino al concilio entre ambos, señalando finalmente, que en realidad siempre, todo, son caras de la misma moneda. La idea nihilista de que nada, incluyendo la vida misma, vale nada, está en un constante coqueteo con la figura de trascendencia; vida y muerte; paraíso e infierno; castigo y recompensa; ficción contra realidad; destino contra libertad; padres contra hijos. Todas encuentran una cabida en el realismo mágico que retrata la vida de Edward Bloom, el pez que nunca se dejó atrapar.
La película es un “texto sagrado” porque funciona, más allá de las lecciones obvias o directas como “la inocencia infantil”, “los padres también son humanos”, “no juzgues a un libro por su portada”, que son igualmente válidas e importantes como parte de la moralidad que aprendemos de niños hoy en día, como un compendio alucinante y orgánico de la tradición literaria y cultural occidental. La manera que tiene para presentar, bajo sus propios términos, referencias a La Odisea de Homero, La Biblia, La divina comedia de Dante, Las doce labores de Hércules de Pisandro, El Ulises de James Joyce y más, genera una obra cargada de un sólido bagaje simbólico que pretende comunicar una visión ideal de la relación que tenemos entre las narrativas que nos forman, con la realidad imponente que las construye.
Uno de los motivos más sorprendentes de la película, por ejemplo, es la conciencia de la muerte. Largo se ha hablado sobre la ausencia de sentido o el absurdo que constituye vivir en la posmodernidad cuando los antiguos paradigmas religiosos se han convertido insuficientes para situarnos como agentes activos en el mundo. Cómo evitar la angustia del sinsentido existencial se ha convertido en una de las preocupaciones más grandes de la humanidad en esta época, y El Gran Pez aborda el tema con particular maestría.
Cuando Edward decide ver sin miedo ni confrontaciones el ojo de la bruja que le mostraría la manera cómo va a morir, éste dice, parafraséandolo: “Si te obsesiona el tema te torturará, pero si tienes prudencia con respecto a ese conocimiento, sabes que sobrevivirás todo lo que se te interponga”. Lo que Edward confiere con respecto a su propia conciencia de muerte, pues constantemente tiene que recordarla para poder sobrellevar sus misiones es un giro narrativo atípico a la época en la que estamos. Funciona como una mitología porque propone una visión ideal sobre cómo enfrentarnos a los problemas sociales y particulares que nos atacan presentemente, poniendo en supremacía el valor del conocimiento sobre la ignorancia. Una de las muchas lecciones de la película, a final de cuentas, es abrazar la falta de sentido y trascendencia espiritual a través del reconocimiento del poder de las narrativas que uno cuenta sobre uno mismo.
El Gran Pez es una afrenta radical frente a la idea de la fugacidad de las cosas en nuestra época. En contra del consumismo rampante y autoactualizante presenta una salida, diferente y fresca, en la que la supremacía del valor la tienen las relaciones interpersonales que uno crea, construye y procura. Edward Bloom es un personaje inmiscuído delicadamente en sus propios delirios y aspiraciones de grandeza, pero lo que hace su historia una digna de ser contada son las personas con las que sembró su propia mitología. Frente a la idea de una fugacidad carnal, presenta un amor que comienza desde que conoció a Sandra en el circo y termina con su muerte, frente la idea de un paraíso en la tierra como es Spectre supone el peligro de la comodidad y la mediocridad que confiere, y los ejemplos continúan.
La historia de Edward Bloom es incomprensible o irrelevante sin el peso de los personajes que conoce y cómo se relaciona con ellos: la bruja que parece atemorizante solamente es una señora cansada de ser rechazada socialmente, el cirquero rudo es un hombre simple que se esconde detrás de una máscara dura para poder hacer funcionar su negocio, y el gigante que se creía ser un monstruo es un hombre incomprendido por sus dimensiones extraordinarias. Siempre hay más que la apariencia, pero no sólo con respecto a los demás, sino tajantemente sobre la historia propia del personaje central y eso es lo que lleva a que las historias de Edward sean fantásticas, porque él entiende que los detalles son los que revelan la verdadera intención de la historia, no su narración lineal.
El hombre que contó tantas veces sus historias surreales se termina por convertir en una de ellas. Pareciera que, entonces, la manera de sobrevivir es a través de comprender qué tiene valor, qué funciona para nosotros, en las historias que nos contamos y cuáles son los personajes o cosas superfluas que alejan la atención de las personas que demandan crecimiento. La película, fiel a la tradición mítica-sagrada o religiosa con la que coquetea, a fin de cuentas, no trata sobre un viaje fantástico de personajes disparatados y situaciones increíbles, sino sobre cómo la moralidad de un hombre y su visión sobre ésta termina por determinar si el mundo que le rodea es uno en el que vale la pena vivir.
Bloom no es un personaje perfecto, tiene fallas cardinales que explican con sobrada razón el resentimiento y distancia que tiene con Will, su hijo, durante casi toda la película. El llamado no es recrearse en una copia de Edward —ni una de Will—, en su defecto. La potencia finalmente, entre miles de simbolismos que quedan por abordarse en otros análisis, está en la reafirmación de que “ningún hombre es una isla”, un recordatorio necesario para los millenial que ya no son niños sino profesionistas, estudiantes, amantes, artistas o padres. La situación que compele a aislarnos en el mar de la sobreexposición de lo privado se somete ante la conciencia de la fugacidad de nuestros actos y cómo éstos viven a través de las personas que procuramos.
Burton grabó la película poco tiempo después de la muerte de su padre. Enfrentado a una situación de luto, muestra que la mejor manera de recordar una vida no es necesariamente a través de un rito funerario, sino haciendo un retrato de lo que significó ser una persona entre otras, para aquél que ya no está. El Gran Pez transmite un legado del papel social que aún tenemos con respecto a nuestra propia individualidad, cómo podemos atacar nuestros temores a través de la conciencia de ellos mismos y, además, a cómo abrir la puerta a lo extraordinario, divertido e inesperado mientras lo hacemos. Por eso, es nuestro texto sagrado.
Sergio Pérez Gavilán https://ift.tt/eA8V8J
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