Para el momento en que el amor entre personas del mismo sexo pudo celebrarse en Costa Rica, Mónica Monge ya había acumulado una serie de agresiones, maltratos y frustraciones. En plena pandemia no pudo salir a la calle con bombos y platillos, pero el mismo día de la sanción de la ley, el pasado 26 de mayo, se casó uno de sus alumnos y otras amigas cercanas pusieron fecha para diciembre.
Mónica Monge es docente universitaria, activista por los derechos sexuales, lesbiana y feminista. Vive en la periferia de San José, a cuarenta minutos del centro urbano, pero eso no le importa: “Podemos cruzar el país en un día completo, de lado a lado”, me dice. Costa Rica es pequeña; sin embargo, desde los inicios del 2000 se ha convertido en un lugar de refugio para muchas personas de la comunidad LGBTI que, ante la persecución que sufren por su identidad de género y orientación sexual, se han visto obligadas a huir de Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala. “Muchos activistas por los derechos de la diversidad sexual tuvieron que migrar a mi país”, cuenta Mónica. Solo en 2019 se registraron 67 asesinatos en contra de la población LGBTI en el Triángulo Norte de Centroamérica. En Honduras la red lésbica feminista Cattrachas contabiliza 317 crímenes de odio en contra de la comunidad en los últimos diez años.
Costa Rica es el primer país centroamericano en aprobar el casamiento de personas de igual sexo. Es el octavo del continente americano y el 29 en el mundo que se proclama a favor del matrimonio igualitario en términos legales. A pesar de que es un mejor destino para quienes vienen exiliados, las disidencias sexuales tampoco la han tenido fácil ahí.
Mónica, que hoy tiene 40 años, hace varios silencios e interrupciones para contarme los distintos episodios de persecución que vivió en su vida. Y no solo ella, sino también muchas de sus compañeras y compañeros. “En el 2007 unas amigas se dieron un beso y el dueño del bar las sacó. Ese bar era un lugar donde se reunían muchos sindicatos y movimientos de izquierda; claramente esa noche no pasó desapercibida. Gran parte de las personas que estaban presentes se indignaron y decidieron organizarse para hacer un evento al que llamaron la Ruta del Beso Diverso”. Este consistía en reivindicar el amor con besos y abrazos frente a los bares donde sufrían algún tipo de discriminación.
“¿Sabes lo que pasa?”, me dice Mónica, “nuestra cultura es ambigua. Somos pasivo agresivos, nunca te decimos ni que no ni que sí, es un tal vez. Jugamos al juego de lo políticamente correcto, entonces no te echan del bar, te dicen no hagan esas cosas y sí, en realidad te están echando. Nos dimos cuenta de que no podíamos demostrar amor en ningún lado. Nuestra expresión de cariño dependía de la cantidad de gente que había en el local, de la mirada de la mesera o mesero que estaba atendiendo, de la dueña o del dueño del bar”.
Cuenta que esa indignación fue una de las grandes. Esperaban que a la manifestación se unieran quince personas, pero llegaron cuarenta (o más), con tambores, megáfonos, panfletos que repartían mientras gritaban: ¡En este bar se discrimina! “Ese hecho fue trascendental, la gente comenzó a manifestarse públicamente, nuestras compañeras comenzaron a expresar la cantidad de veces que las habían echado de sitios públicos. Nos convertimos en personas incómodas”, ríe Mónica.
Entre 2007 y 2012 hicieron dieciséis rutas, que organizaron cada vez que notaron una situación indignante. Mónica participó en ocho. “A McDonald’s le hicimos una, imagínate, porque echaron a unas chicas trans, las trataron mal, entonces decidimos hacerles una parada”, cuenta.
De todas maneras la persecución ha sido histórica. Enojada, Mónica continúa el relato: “Esto no lo vas a poder creer, me lo contaron las abuelas lesbianas y los abuelos gay. A finales de los 80 también había persecuciones en los bares. Elles lo llamaban ‘el bombillo rojo’: se juntaban a bailar y cuando prendían el bombillo cambiaban de pareja a una del sexo opuesto; era la forma que tenían de avisar que la policía estaba en la puerta”.
También cuenta que vivió con miedo la primer marcha del Orgullo en 2003. Fue acompañada, pero la convocatoria no fue masiva hasta después de algunos años. “La primer marcha fue tímida, fue poner el cuerpo mientras mirabas alrededor y pensabas, ¿me salgo del clóset? ¿Es ahora? Y sí, era el momento. Nos sentíamos un pequeño grupo de lesbianas junto a las compañeras trans que iban de frente, y nuestras amigas heterosexuales que también estaban ahí apoyando la causa, porque la lucha es interseccional”, dice Mónica.
Según ella el verdadero revuelo ocurrió hace diez años, con los primeros evangelistas en el poder. “Uno de ellos dijo: Si no tiene plumas no me doy cuenta que es gay. Fue una burla espantosa de parte de un pastor. ¿Pero sabes quién fue la que le contestó? Carmen Muñoz, diputada en ese entonces, guapísima. Se paró de frente y le dijo que era lesbiana. Fue un cachetazo, ella fue una de las primeras en hablar públicamente y poner el tema sobre la mesa”. Años después, con la asunción de Luis Guillermo Solís como presidente en 2014, se vio izada la bandera del Orgullo junto a la bandera nacional del país un 17 de mayo, Día Mundial de Lucha Contra la Discriminación por Orientación Sexual. “Fue criticado, pero lo hizo”, dice Mónica.
Con el correr de los años el miedo se fue apaciguando. Junto a compañeras y compañeros de la universidad, familia y amigos, Mónica incentivó distintas marchas multitudinarias. “Nos tiramos a la calle diciendo: ¡Aquí estamos los invisibles!”, cuenta. “Y para el 2016, el gobierno de Solís consultó finalmente a la Corte Interamericana sobre la posibilidad de aprobación de ofrecer derechos de propiedad y patrimoniales a las personas LGTBQ. Hasta que por fIn el 26 de mayo de este año aprobaron la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo”.
Hoy Mónica lleva cuatro años en pareja. Dice que, como las presas, con su compañera iban tachando los meses y los días que faltaban para ser libres y tener un recurso legal que les permitiera celebrar el amor. La batalla fue difícil; hasta el último momento los sectores conservadores presentaron sus trabas: intentaron posponer la fecha de implementación con la justificación de la crisis sanitaria del COVID-19. Sin embargo, la ley entró en vigencia según estaba programada.
En Costa Rica apagaron el bombillo rojo y prendieron la luz verde. No obstante, todavía falta saldar gran parte de la deuda que el Estado tiene con esta comunidad. “Nosotras somos las élites de la diversidad, entendemos esto como un gran avance”, cuenta Mónica, “pero vamos por la inclusión laboral de las personas trans, la pelea por el cupo, el acceso a la educación secundaria y universitaria, vamos por sus derechos”.
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