Artículo publicado originalmente por VICE Reino Unido.
Estoy en el Museo de Historia Natural, contemplando el modelo de un bebé en el vientre de su madre. Con una mueca de desagrado, mi amiga Kay y yo observamos la abultada frente, sus diminutas manitas cerradas y el tubito largo y rosado por el que se alimenta. “Imagínate qué horror tener eso moviéndose dentro de ti”, digo. “Ya…”, responde Kay. “Debe de ser como esa escena de Alien, cuando la cosa gris babosa sale del pecho de Sigourney Weaver”.
Kay y yo estamos de acuerdo en todo: en el cuerpazo que tiene Jake Gyllenhaal, en lo bien que suena el acento cerrado de Liverpool y en que, obviamente, no vamos a hacer ninguna donación al museo. Estar con ella es muy fácil, como darse un baño de burbujas. También es fácil olvidarse de que, de hecho, Kay está conmigo porque le pagué 25 dólares por hora para que finja que le importo. Y la verdad es que se le da muy bien.
Encontré a Kay en rentafriend.com, un sitio web en el que, por una cuota mensual de 24,95 dólares, puedes escoger a alguien de entre una base de datos de 621 585 personas. El proyecto se inició en 2009 cuando su fundador y director general, Scott Rosenbaum, se dio cuenta de que había muchas aplicaciones de citas, pero ninguna en la que pudieras simplemente encontrar a alguien para haceros compañía mutua, sin sexo de por medio.
Junto con el negocio japonés de la renta de familias y la creciente cantidad de empresas que ofrecen servicios de renta de personas que lloren tu muerte en tu propio funeral, la renta de amigos podría sonar como el anuncio del principio del fin. Sin embargo, no es una idea nada descabellada en una sociedad en la que el exceso de trabajo y las redes sociales han acabado por fragmentarnos. Un estudio realizado el año pasado por BBC reveló que una de cada tres personas nos sentimos “socialmente aisladas” y que las personas adultas consideran que pueden confiar plenamente en solo dos personas.
Mientras espero a Kay frente a la parada de metro de South Kensington, recibo un mensaje: “Llego tarde, lo siento x”. Cuando finalmente llega, nos abrazamos y entierro mi nariz en su abrigo de imitación de piel de leopardo. “Lo siento”, me dice. Le digo que no se preocupe, que de hecho yo también había llegado tarde. “Eso es lo mejor: cuando tu amiga también llega tarde y puedes dejar de correr, o cuando cancelan una salida a la que no querías ir desde el principio”, me dice Kay entre risas. Me cae bien al instante, aunque también soy consciente de que podría decir cualquier cosa y ella seguramente me daría la razón; durante las próximas horas, su trabajo es asegurarse de que me lo pase bien. Por un momento, pienso en decirle que me encanta Piers Morgan solo para ver cómo reacciona.
Entramos en el museo. Frente a una jirafa disecada, Kay me cuenta que tiene 21 años y que estudia Economía en la Universidad de Brighton. En su tiempo libre le gusta invertir en bolsa, un hobby que quiere convertir en profesión cuando acabe la carrera. Una suerte, pues, que sus tres clientes habituales de Rent-a-Friend sean hombres de mediana edad que trabajan en finanzas y que uno de ellos se haya ofrecido para hacerle tutorías gratis.
Kay se inscribió como amiga de alquiler tras buscar en Google “cómo ganar dinero rápidamente”. Se reúne con cada cliente una vez cada dos semanas, momento en que cambia las pizzas de Domino’s Pizza y las diapositivas de PowerPoint de su vida de estudiante por el carpaccio de ternera en compañía de hombres con Rolex. Suele pasar entre tres y seis horas con sus clientes; a veces con un encuentro tiene suficiente para pagar el alquiler de todo el mes.
Kay compara su trabajo con el de una psicóloga: “Cuando la gente que nos importa nos pregunta cómo estamos, casi nunca respondemos diciendo: ‘Estoy hecha una mierda, no llego a fin de mes y mi madre no para de agobiarme’. Normalmente dices que estás bien y punto. Pero hay gente que quiere hablar de los problemas que tiene en su vida”.
Le pregunto a Kay por qué cree que es más probable que sus clientes sean hombres. “Las mujeres pueden lloriquearles a sus amigas, pero para los hombres suele ser distinto porque no está bien visto que los hombres expresen sus sentimientos”, responde. “Muchos de mis clientes descubren que les da vergüenza mostrarse vulnerables”.
Tampoco resulta sorprendente que sean banqueros los que paguen a Kay por su tiempo. Tienen horarios leoninos y muchas veces dejan la oficina a las once de la noche para volver a las siete de la mañana, lo cual les deja con poco tiempo para socializar. “Trabajar en el mundo de las finanzas es deprimente”, me dice Kay. “Es un sector tan competitivo que si cometes un error, hay miles de personas esperando a ocupar tu puesto. Eres totalmente reemplazable y no significas nada”.
Mientras deambulamos entre cerebros de color púrpura y diagramas de diminutas venas dispuestas a lo largo del brazo humano, me sorprendo contándole a Kay mi vida al detalle. Le explico que estoy segura de que me hice daño en la vagina después de mi primera clase de spinning, de que como tanta sal que casi la uso como salsa para mojar… Yo creo que la estaba aburriendo, pero me daba igual. Normalmente, cuando estoy con amigos, actúo e intento gustarles. Pero el hecho de saber que había pagado a Kay me permitía relajarme y disfrutar de nuestra “amistad” sin necesidad de impresionar a nadie.
Muchas veces, los consejos de Kay eran muy Oprah, lo cual tampoco es de extrañar sabiendo que sus libros favoritos son The 48 Laws of Power y What a Time to Be Alone, de The Slumflower. Le dije que a menudo solo salía de casa para ir al Lidl. “No pasamos suficiente tiempo con nosotras mismas, haciendo lo que nos gusta”, repuso. Le dije que todo el mundo siempre me interrumpe al hablar y me dijo que no pasaba nada porque “por algo tenemos dos oídos y una boca; hay que escuchar el doble de lo que se habla”. Le dije que hacía poco había llorado porque mi novio no guardó el desodorante en el cajón correspondiente del baño. “Cuando hombres y mujeres salen juntos, ellos dejan a las mujeres heridas para la siguiente persona que venga, mientras que ellas curan a los hombres para las mujeres que vengan después” fue su respuesta. Esta chica era como la maestra Yoda de la generación de Instagram. Como Rupi Kaur, pero sin rodeos. Como un libro de cabecera de Urban Outfitters con ilustraciones en colores pastel en la tapa.
A medida que pasa el tiempo, nuestra conversación es cada vez menos #yasqueen y más confesional. Con la mirada fija en los vidriosos ojos amarillos de un velocirráptor, Kay me dice: “No me creo que los dinosaurios existieran. Ese es uno de mis secretos. Cuando se lo cuento a la gente, me dicen que estoy loca”. Le pido que me cuente qué más cree.
“Que habitamos un universo holográfico en el que todo lo que experimentamos forma parte de una simulación”.
“¿Como en la película El Origen?”.
“Sí. Personalmente, he tenido muchas experiencias en las que he comprobado que este mundo no es todo, que la vida consiste en algo más que nacer o consumir todo tu tiempo trabajando por un dinero que ni siquiera significa nada. El dinero es solo un invento de la humanidad”.
Le pregunto si también puede hablar de estas cosas con sus clientes o si tiene que ser más reservada. “Si le contara todo esto a un cliente, se quedaría desconcertado. A veces, cuando salgo con ellos a tomar algo, me confío demasiado. Una vez estaba hablando con un cliente habitual sobre el Brexit y se me ocurrió decir que debería celebrarse un segundo referéndum porque muchas de las personas que votaron por marcharse ahora estaban muertas. A ver, ¡es que la votación fue hace tres años! El tipo se ofendió. Creo que fue porque hablé de los muertos. Pensé: Mierda, ¿para qué habré abierto la boca?”.
Vamos a tomar un café y, mientras comemos dos salchichas vegetarianas carísimas, Kay me cuenta más cosas de su pasado. “El tipo con el que perdí la virginidad básicamente me cogió y desapareció. Quedé destrozada y aterrorizada; pensé que nunca llegaría a gustarle a nadie por lo que había pasado. Culturalmente para mí era importante, porque mis padres son religiosos y de los que creen que solo hay que mantener relaciones sexuales con quien te vas a casar”.
Me gusta saber que Kay me cuenta cosas que seguramente no contaría a otro cliente. Le pregunto si hay alguna diferencia entre los amigos de alquiler y los de verdad. “Los amigos de verdad te dicen lo que no quieres oír. A la gente no le gusta estar equivocada… piensan, Anda, ¿y tiene el valor de decir lo que acaba de decir?, en lugar de preguntarse qué están aprendiendo con eso. Una vez alguien me pidió consejo sobre un tema personal. Yo fui muy severa en mi respuesta. Le dije: ‘Si tu mujer no se adecua a tus propósitos, tienes que alejarte; mereces a alguien que haga que te valores a ti mismo’. Se puso muy a la defensiva”.
Cuando tienes el sueldo de un economista puedes pagar para conseguir lo que quieras, pero quizá eso te impida conseguir lo que necesitas. Alguien que te diga que dejes de meterte en las cuentas de Instagram de los demás para ver las fotos de tu ex en su día de spa en Budapest. Alguien que te diga lo asquerosa que es la saliva que se te acumula en la comisura de los labios cuando masticas. Alguien que te diga que un cuarto decorado enteramente con cosas de tu equipo de futbol y el póster de una tenista rascándose el culo no es el entorno ideal para llevar a un ligue. Los amigos de verdad te la sueltan sin contemplaciones; los de alquiler no pueden hacer eso.
Mientras camino de la parada de autobús hacia mi casa, Kay me envía un mensaje: “¡Muchas gracias por lo de hoy! Me la pasé muy bien x”. No sabía si era en serio o si a todos sus clientes les cuenta sus intimidades para que se sientan más cercanos. En cualquier caso, consiguió que me sintiera menos sola. Mientras Kay se aleja en el tren de camino a Brighton, me pregunto si, en el futuro, cuando trabaje como banquera a tiempo completo, será ella la que alquile un amigo en Rent-a-Friend o una página similar, invadida por la soledad tras estar hasta tarde en la oficina, encorvada sobre un bote de fideos instantáneos, aguantando hasta tener el borde de los ojos enrojecido. Supongo que le hará falta tener buenos amigos que le digan cuándo parar de trabajar.
Annie Lord http://bit.ly/2V5ZFwS
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