Fingir ser su novio, seguirlas en autos, amenazarlas para salir del metro o acorralarlas en la calle. Estas son algunas de las técnicas que se utilizan en los intentos de secuestro de mujeres en la vía pública y el transporte colectivo de la Ciudad y Estado de México.
En un inicio, el gobierno capitalino negó tener información sobre los intentos de secuestro que narraban mujeres en redes sociales. Tras el registro de 131 denuncias en Serendipia Digital, una marcha feminista de aproximadamente 5 mil asistentes, más testimonios y presuntos detenidos, hace unos días la Procuraduría de la CDMX informó la existencia de 45 carpetas de investigación del 30 de enero al 11 de febrero.
En otros estados del país no hay mapeo vigente, pero las voces de mujeres que han vivido experiencias similares desde hace mucho tiempo, también se hacen escuchar a través del internet.
Mery, Fany, Dan, Alejandra e Ireri nos cuentan qué les ha ocurrido durante su trayecto a casa, cómo han modificado sus rutinas después de leer, escuchar, conocer y respirar entre noticias de intentos de secuestros, e incluso, cómo han cambiado sus vidas después de vivir uno.
Como un campo de guerra donde sales y no sabes si vas a regresar
Como mujeres lo que estamos viviendo no se considera vida, más bien es una libertad a medias. Lo recuerdo y lo repugno. Aún tengo miedo e impotencia, pero también mucho coraje. Vivo en el puerto de Veracruz y a principios de este febrero intentaron secuestrarme.
Tenía la rutina de ir al gimnasio todos los días por la tarde. Siempre camino por la avenida para ir entre calles porque sé que la situación está muy peligrosa. Mi mamá siempre me ha enseñado a observar todo: “fíjate hacia atrás, fíjate en los rostros que te rodean, fíjate en los autos”. Es un hábito que hizo que se arraigara en mí, tal vez un mal hábito porque no está bien que vivamos así, pero me ayudó.
Esa tarde cuando regresaba del gym, noté que un coche iba muy lento detrás de mí. Lo que hice fue sentarme en un escalón y hacerme la tonta para observar qué pasaba y entonces los vi: tres hombres en un auto blanco. Se detuvieron un poco más adelante. Así que me levanté y comencé a caminar de regreso. Ellos se dirigieron al retorno para poder seguirme.
Corrí. Volteaba y los veía. Pensaba que me iban a matar. Vi una casa con la puerta abierta y le expliqué a la señora que estaba allí lo que me ocurría. Abrió el portón para que yo entrara. “No te preocupes. Vamos a hacer lo que se pueda pero aquí no van a pasar”, me dijo. Estaba temblando. Ellos estaban decididos a subirme, yo lo sé. Los vimos pasar en el coche frente a la casa. Se fueron. Sentí un poquito de lo que miles de mujeres vivieron, las que ya no están y no quiero imaginarme lo que pasaron. Había vivido situaciones desagradables como acoso pero no sentía que agredieran mi integridad física de tal manera. Veía los peligros de ser mujer como un escenario que estaba mal, pero no me preocupaba, sentía que nunca me iba a pasar.
Sé que muchas cosas en mi vida cambiaron y van a cambiar. A partir de este momento voy a vivir alerta, no importa que me digan “pinche loca”... Esto es un campo de batalla donde sales y no sabes si vas a regresar, ahora más que nunca es importante la seguridad en México. Pero si esto vuelve a pasarme voy a patalear, voy a gritar, no se las voy a hacer fácil. No quiero acostumbrarme a vivir con miedo.
—Mery, 20 años.
No todos los hombres me harán daño, pero todos los que me han hecho daño son hombres
Cuando te intentan secuestrar te das cuenta de que siempre has sido una presa potencial. Ser sobreviviente es ser consciente de que te pueden hacer daño. Para mí la verdadera justicia sería que no nos pasara nada, porque “esa cosa” que te quitan cuando te violentan, ya no regresa.
El 2 de febrero de 2018 regresé a mi casa a las 10 de la noche. Mis papás me recogerían en la salida de una estación del metro en la línea B, muy cerca de Ecatepec. Al esperar en la avenida, un señor junto a un coche blanco me ofreció taxi seguro. Momentos después, cuando no estaba nadie a mi alrededor, se acercó, me tomó de los brazos y me dijo que no gritara porque me iría con él. Yo hice todo lo contrario. Empecé a gritar, a llorar y a pedir auxilio.
Sólo recuerdo la adrenalina. Él me golpeó en la cabeza, caí al piso, se fue y segundos después unos hombres llegaron a ayudarme, pero yo no dejé que me tocaran. En ese instante dejé de confiar en ellos.
El primer golpe es el estrés postraumático: pasas unas semanas diciendo que estuvo horrible pero que no pasa nada, que la vida estará mejor y que serás más fuerte. Yo lo pensé hasta el día que crucé sola por un puente peatonal y tuve un ataque de pánico.
Mi defensa era ser vulnerable. Las relaciones que llegué a tener con hombres eran bajo una condición de víctima, es decir, sólo me proteges o me haces daño. No hay otra opción. Empecé a decir que “no” a las salidas, dejé de ir a clases impartidas por profesores que hacían comentarios violentos, perdí oportunidades escolares y de trabajo por vivir con miedo.
Cuando eres víctima crees que debes pedir perdón por todo, pero después te das cuenta que debe ser al revés. Nosotras no les debemos disculpas a nadie, ni a mis familiares, ni a mis compañeros, ni a los medios, ni a todas las preguntas horribles que te hacen en el Ministerio Público. Creo que este problema es estructural y político: no todos los hombres me harán daño, pero todos los que me han hecho daño son hombres.
Con esta situación de los intentos de secuestro, me siento identificada con los casos, pero no quiero que mi vida parta de ese momento. Yo decidí que la violencia no sería la bandera que me iba a definir. No le quiero hacer un monumento a esto que me pasó. Esto no nos va a cambiar la vida como ellos quieren. Preferimos estar de este lado, vivas, sin conmemorar ni permitir que la violencia nos defina.
—Fany, 21 años.
No he querido contar esto porque creo que quizás lo imaginé
Empezó hace dos años. Era la una de la madrugada cuando desde mi cuarto escuché a una mujer gritar. Estaba en la calle y pedía auxilio, suplicaba que la ayudaran. Me dio mucho miedo. Le avisé a la policía y mi papá decidió salir a ver qué pasaba, pero ya no había nadie. No nos dijeron qué ocurrió. Estamos seguros de que la secuestraron. Ahí, en la delegación Gustavo A. Madero. Desde aquel momento soy precavida. No salgo a la calle sin mi gas de chile. Siempre tengo mis llaves en la mano. Diariamente utilizo tenis por si tengo que correr. No leo ni platico en el celular por miedo a distraerme. No voy a fiestas y si lo hago, no me gusta tomar. Mis papás prefieren que me quede en la casa de mis amigas cuando es muy noche. Las cosas no son lo mismo para nosotras desde hace mucho tiempo. Asisto a clases en el turno vespertino: en la hora de entrada llego antes para evitar que esté oscuro y en la salida mi mamá va por mí, pero tengo miedo porque sé que la expongo. Tengo un par de conocidas que han intentado secuestrar. Mi expectativa de esto es que deje de pasar, pero sé que no va a suceder pronto.
Hace un par de días iba caminando cuando una camioneta blanca de puertas corredizas bajó la velocidad cuando iba junto a mí. Pensé que me subirían y me eché a correr. No he querido contar esto porque creo que quizás me lo imaginé, quizás…
—Dan, 23 años.
Desde hace años me he preparado para vivir esto
No me dan miedo las estaciones que son foco rojo porque desde hace cuatro años que me preparo para vivir así. He aprendido a vivir con esto y siempre ha sido igual para todas. Estoy acostumbrada, aunque suene cruel o feo.
Hace cuatro años entré a la universidad y tras mi primer acoso sexual comencé a cambiar mi rutina en el transporte público. De la estación Candelaria a San Lázaro un hombre me agarró, me tocó y me besó enfrente de las personas. Nadie hizo nada. Hace más de un año, caminaba por la calle cuando un sujeto en una moto bajó la velocidad para poder tocarme el trasero. Y sobre los policías, hace unos meses, una de ellos me agredió físicamente porque chocamos en una salida.
Mis hábitos han cambiado poco a poco. Ya no utilizo audífonos en el metro y sólo leo cuando estoy sentada con una mujer. He tenido que cambiar mi ruta, aunque sea más larga, para no pasar por los lugares donde he sufrido incidentes. No puedo usar vestidos ni faldas porque paso cuatro horas y media en el transporte público. Me siento privada de mi libertad de expresión, de mi libertad de ser y vestir como yo quiera.
Con las situaciones de secuestro creo que siempre ha existido esto y ya sé tomar mis medidas. Estoy preparada. Sé ubicar las salidas de emergencia, sé qué hacer cuando un hombre se me acerca demasiado y no me confío de los policías.
Me parece incongruente e hipócrita que socialmente se estén mostrando solidarios con “el listón morado” y “dame la mano”, pero cuando vives un acoso o algún tipo de violencia no hacen nada. Prefieren quedarse callados. Yo sé que un cambio será difícil, pero espero que esto sea una chispa que consiga el factor de cambio para que la gente te apoye cuando estás en peligro.
—Ireri, 23 años.
No importa la situación porque todas estamos expuestas
Yo sabía que la situación del metro era insegura pero no estaba predispuesta. Para mí era un problema, pero no tan fuerte ni tan grande como lo veo ahora. Antes era precavida pero no sentía miedo.
Eran las 4:50 de la tarde del 5 de febrero de 2018. Subí las escaleras de la estación Nezahualcóyotl en la línea B del metro . En el descanso estaba un hombre robusto, moreno, alto de playera roja, gorra y bermudas blancas. Se levantó. Me apuntó con una navaja y me dijo: “dame tu celular y vámonos”.
En ese momento lo primero que pensé fue “por favor, no me hagas daño”. Y corrí, corrí rápido. Estuvo a punto de atraparme pero empecé a gritar por ayuda. Grité lo más fuerte que pude. No recuerdo cómo ni dónde pero alguien me tomó del brazo, era un hombre joven que parecía estudiante acompañado de una señora. Juntos me dirigieron hacia el policía de la estación.
No podía moverme. Las piernas no paraban de temblarme. No podía hablar. No podía llorar. No procesaba lo que me había pasado. “Espera, alguien viene siguiéndonos”, me dijeron. Otro hombre moreno, vestido similar al secuestrador nos siguió hasta que llegamos con el policía. Notamos que en la avenida se encontraba el primer sujeto, lo señalé, pero se dio cuenta, él y su compañero subieron a un auto y arrancaron. Eso fue todo.
“¿Qué viene después?”, me pregunto. Trato de estar atenta a todas partes. Le envío mi ubicación a mis papás y le cuento todo a mis amigas. Honestamente me da miedo estar en la calle. Aunque creo que lo más importante es cuidarnos entre nosotras. Ahora sé que todas estamos expuestas, sin importar nuestra condición o situación.
Debemos pedir a las autoridades que hagan algo. No está bien ir por la calle con miedo, vivir a la expectativa de que algo te puede pasar. Nos estamos cuidando cuando no debería ser así, aunque estaría bien que se genere esa semilla de ayudar y empatizar cuando alguien está en problemas. Voy a seguir con mi vida y ahora sé que si esto me volviera a pasar, yo volvería a gritar.
—Angélica, 19 años.
Patricia Ramírez http://bit.ly/2SF95lY
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