La memoria de Daniel Osorio no alcanza para recordar todos los cadáveres que vio en su infancia, pero sí recuerda una sensación de miedo constante. Lo sintió en un partido de fútbol con sus compañeros de escuela, cuando uno de ellos pateó el balón fuera del campo y al ir a recogerlo se encontró a una mujer decapitada. También sentía miedo por su hermano, que de vez en vez guardaba las armas de los pandilleros porque quería convertirse en uno de ellos. Y por su padrastro, que vendía droga hasta que lo asesinaron. En los días lluviosos el miedo llegaba al escuchar las sirenas de los bomberos. Sabía que ese sonido significaba que se había producido un derrumbe en el basurero, donde trabajaba su madre, y que siempre que eso ocurría había muertos.
Daniel Osorio creció en la Zona 3 de Ciudad de Guatemala, un conjunto de barrios en el centro-oeste de la ciudad que por aquel entonces se podría resumir como un lugar con tráfico de drogas, pandillas y un enorme basurero, a la vez tragedia recurrente y solución para la supervivencia de la inmensa mayoría de los habitantes. Ahora que él tiene 25 años casi todo sigue igual. Al norte del basurero se encuentra El Gallito, uno de los puntos emblemáticos de venta y distribución de drogas de la ciudad. Al sur, al este y al oeste se extienden asentamientos ilegales, el primero creado hace casi ochenta años y los últimos en 2015. En total, veintiséis comunidades de casas de lámina en las que las familias viven hacinadas. En sus calles estrechas se acumulan las pilas de chatarra y basura. En los muros, los graffitis de la Mara Salvatrucha, la pandilla más grande de Centroamérica, dejan claro quién controla el lugar.
A Daniel Osorio la sirena de los bomberos le sigue dando miedo. Lo dice mientras muestra un vídeo en su celular sobre el último derrumbe mortal del basurero municipal: “Parecía el apocalipsis”. Aquel 27 de abril de 2016 cuatro recolectores murieron y un número indeterminado desapareció sepultado entre los desperdicios.
El único recuerdo de su infancia que no tiene representación en el presente es la cantidad de cadáveres baleados que se encontraba. La Zona 3 continúa siendo un lugar peligroso presidido por el olor a podredumbre; un foco de infecciones controlado territorialmente por las pandillas y el narcotráfico. Pero, como en el resto de la ciudad, hace una década se mata menos.
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—Hasta entonces, ¿qué era? ¿Un grupo criminal?
—No era nada, yo podía ser tan pandillero como cualquiera.
—Gente tatuada.
—Eso es, justo. No había nada de información.
Juan Pablo Ríos, expolicía y exfiscal, bromea sobre sus tatuajes en una cafetería de Ciudad de Guatemala para hablar del desconocimiento que las autoridades tenían sobre la pandilla al final de la década pasada. Él era un veinteañero que trabajaba en el Ministerio Público y su trabajo consistía en “sobrevivir el turno”: recoger durante veinticuatro horas los cadáveres de la ciudad en la calle o en el hospital y empezar con las averiguaciones previas, “que nadie sabía qué eran”. Básicamente existían dos tipos de caso: la inmensa minoría, que se resolvía in fraganti o por un testigo, y la inmensa mayoría, que se archivaba y contribuía a la impunidad.
El país sufría la peor época de violencia desde la firma de la paz de 1996, que había acabado con más de treinta años de guerra civil. La escalada homicida llegaría a su máximo en 2009, con una tasa cercana a los 50 homicidios por cada 100.000 habitantes, situando a Guatemala entre los países más violentos del mundo. En la capital esa tasa aumentaba hasta 129. La fiscalía, explica Ríos, no quería trabajar con la Policía Nacional Civil porque “sentía que le estaba dando información a los malos”. El 19 de febrero de 2007 tres parlamentarios salvadoreños habían sido asesinados en la carretera que une Guatemala con El Salvador. Tres días después, cuatro policías fueron detenidos, acusados de ser los autores materiales del homicidio. Cuatro días más tarde, los mataron en la cárcel.
En ese clima, Ríos recibió una llamada para unirse a un nuevo proyecto: crear una unidad de delitos contra la vida financiada por la cooperación española. El objetivo principal era luchar contra los feminicidios. “Recuerdo un par de casos en que las mujeres aparecían ahorcadas, colgadas de un talud o una estructura, completamente desnudas y con un cartel. A los hombres les daban cinco balazos, pero con las mujeres el tema era muy violento”, dice.
El primer problema para la unidad fue que iban a heredar 7.000 casos sin resolver. El segundo fue reclutar a las personas indicadas para resolverlos. El 80 por ciento de la unidad estaría compuesta por policías jóvenes, recién salidos de la academia, y el otro 20 lo compondrían agentes herederos de la guerra, algunos con un largo historial de tortura y ejecuciones extrajudiciales. En los exámenes psicológicos de acceso la conclusión fue que “disfrutaban causando dolor”.
La unidad, que inició operaciones en 2009, justo en el año más violento del país, empezó por responder lo más básico: quién mata, cómo y por qué. Descubrieron que el 70% de los asesinatos era producto de las pandillas y que no eran “cualquier cosa”, sino grupos de crimen organizado con líderes, encargados de logística, encargados de operaciones de calle, pilotos y tiradores. Que el narcotráfico en la ciudad era responsable de cerca de un 25% y que el otro cinco era producido por disputas personales. También que pocos mataban muchos. Un cargo policial todavía en activo que pide guardar el anonimato por miedo a represalias recuerda a un sicario apodado El Frío y Caliente con más de 20 homicidios comprobados en la capital.
A la creación de la unidad se le sumaron los recursos técnicos —huellas dactilares, balística, escuchas, cámaras de seguridad— y la renovación del plantel de fiscales, que comenzaron a trabajar conjuntamente con los agentes de esta. Llegaron las primeras detenciones sonadas, los presos se utilizaron como testigos criteriados y fuentes de inteligencia para las autoridades. Los chicos tatuados empezaron a tener nombres y apellidos y los casos se comenzaron a investigar. Al año siguiente bajaron los homicidios.
“Nosotros dimos la explicación de que estábamos haciendo arrestos y resolviendo casos. Y quizás los primeros años a las clicas (las ramas de las pandillas) les costó reagruparse y los sorprendimos”, dice Ríos. “Pero a partir de 2014, todo se convirtió en un chiste”.
En aquel año el Ministro de Gobernación era Mauricio López Bonilla. Hoy está condenado a trece años de prisión por fraude, básicamente por hacer negocio con recursos públicos destinados a la mejora de las patrullas de policía.
El agente en activo dice que desde entonces “se valora más el trabajo político que el policial”.
Y, sin embargo, los homicidios siguen bajando. Hoy la tasa es la mitad que hace diez años.
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El asesinato más célebre de la historia moderna de Guatemala, el de Monseñor Juan José Gerardi, el obispo que se convirtió en el símbolo de la defensa de los derechos humanos en el país, fue también una cuestión personal para el Viceministro de Prevención de la Violencia y el Delito, Áxel Romero: Gerardi era su tío abuelo. Aquel 26 de abril de 1998 Romero estuvo presente en la necropsia y, al acabar el día, dice que sintió asco del sistema judicial en el que trabajaba tomando declaraciones a los presos.
Romero ha ocupado diferentes cargos en el Ministerio de Gobernación desde 2006. En los primeros tres años los ministros duraban seis meses o menos. Ha visto pasar a un total de once. En 2009 —el año más violento y en el que se creó la unidad contra delitos de la vida— los periodos se prolongaron. Según él, esa es la primera clave de la reducción de homicidios: tiempo para trabajar. La segunda es que en esta última década los efectivos de la Policía Nacional Civil se duplicaron, de 21.000 a 43.000 y que, además, se sofisticó la investigación de los crímenes. La tercera es la disciplina a la que Romero ha dedicado buena parte de su carrera: la prevención. En el mismo 2009 coordinó dos programas: Escuela Segura y Barrio Seguro, que se han convertido en el modelo de sus sucesores.
“Si haces un campo de fútbol no estás haciendo nada, o solo un entretenimiento de dos horas. La gente va a regresar a la realidad. La prevención de la violencia es vincular el proceso de desarrollo al de seguridad; es decir, cómo atraemos a socios en temas de educación, cultura, deporte, salud mental y recreación a las agendas municipales”, analiza Romero.
En Ciudad de Guatemala está vigente hoy el programa Vecindario Próspero, una iniciativa que abarca seis zonas de peligrosidad intermedia. “Los expertos entre comillas quieren meter los programas en los espacios más cooptados, para que la prevención suplante a la criminalidad, pero ahí no funciona. La prevención es medicina preventiva; no le das una aspirina al que está muriendo de cáncer, le das quimio”.
A pesar de las iniciativas, la prevención tiene un problema, asegura Romero: es atractiva para las campañas políticas por la participación de las comunidades, pero poco rentable para los políticos en el poder porque los resultados no son ni rápidos ni cuantificables. Los sucesivos gobiernos han hecho bandera de ella en su discurso, en la práctica no es prioridad. Eso ha derivado en que muchos de los programas de prevención sean financiados sin una estrategia clara y en que se haya regresado a los campos de fútbol y las piñatas para niños. Y, sin embargo, los homicidios siguen bajando.
Antes de acabar la entrevista, el viceministro apunta a un quinto factor para la reducción de la violencia: “El asustado paga, el muerto no paga”.
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Los muros grafiteados de la Mara Salvatrucha en los asentamientos ilegales de la Zona 3 son sólo la representación gráfica más evidente de un control mucho más extendido. Además del basurero, el otro símbolo del lugar es el cementerio, que a simple vista es un cementerio como otro cualquiera. El consejo, sin embargo, es que a partir de cierta hora ahí también se debe ir acompañado.
Al tiempo que la estrategia policial, las leyes y la prevención evolucionaban, las maras, mucho más la Mara Salvatrucha que el Barrio 18, la otra gran pandilla de Centroamérica, borraban sus símbolos y se sofisticaban.
“Lo que se intuye es que se están metiendo en el tema del lavado de dinero con empresas de taxis, con rutas clandestinas. Es un negocio que te da movilidad. Los taxis, por ejemplo, eran el negocio de Pablo Escobar”, dice el viceministro Romero.
La extorsión, que sigue siendo el principal sustento económico de las maras en Centroamérica, no solo afecta a personas o pequeños negocios que hacen el pago mano a mano o llevan el efectivo a un comercio de la pandilla. Cada mes en los bancos hay representantes de multinacionales haciendo cola para pagar en las cuentas que la pandilla cierra después del depósito. Juan Pablo Ríos recuerda que en su época ya compraban fincas o franquicias para legalizar las ganancias.
“Lo que creo es que cuando empezamos a trabajar los homicidios los que estaban matando era una generación de pandilleros, que murieron o están encerrados. Los que quedaron en la calle no son agresivos al extremo como eran aquellos, que mataban por todo y entre más violentos mejor se veían. Estos son jóvenes de negocios que se dicen ‘¿para qué voy a matar si puedo hacer otra cosa?’. El Barrio 18 sigue utilizando el terror, los desmembramientos, porque su liderazgo aquí siempre fue malo. La Mara Salvatrucha se ha vuelto mucho más quirúrgica para matar”.
No es que las pandillas hayan dejado de matar. La tasa de homicidios en Ciudad de Guatemala es seis veces más de lo que Naciones Unidas considera una epidemia de violencia y, según el agente en activo, las maras siguen cometiendo el 70% de los homicidios como hace una década.
Guatemala es el noveno país más violento del mundo, según el último Estudio Global de Homicidio de ONUDC. Y en Ciudad de Guatemala, donde vive el 21% de la población, se concentra un 35% de los asesinatos de todo el país, explica Carlos Mendoza, investigador de Diálogos y director del Observatorio de la Violencia. “Es cierto que Guatemala ha logrado disminuir su tasa de homicidios en los últimos diez años, pero seguimos estando entre los países más violentos del planeta y la mayoría de los homicidios se concentran en la capital”, dice. Las dinámicas de violencia, apunta, son las que han cambiado. Aunque hay menos homicidios, hay más extorsión.
Daniel Osorio no recuerda el último cadáver que vio. Dice que incluso las dos veces que lo han asaltado ocurrieron fuera de la Zona 3. Su hermano finalmente nunca se convirtió en pandillero aunque no consigue trabajo. Su madre ya no trabajaba en el basurero, pero últimamente tiene problemas respiratorios después de años de buscar entre la basura. En nuestro segundo encuentro, Daniel Osorio sonreía entre la basura y los muros grafiteados. Otros jóvenes estaban en las esquinas, serios. Vigilando.
Alejandra Sánchez Inzunza y José Luis Pardo Veiras https://ift.tt/eA8V8J
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