Para Carla
La brasileña pidió algo, no entendí qué. Yo estaba con la amiga M. y el amigo G. en la puerta de On the Rocks, un sports bar de Collins y la 71, Miami Beach. Eran las cuatro de la mañana, no quería que nadie se me acercara. Tenía una mano en el bolsillo y manoseaba con los dedos la bolsa de cocaína para saber que seguía ahí. Que seguía ahí yo, digo, no la bolsa. Había esnifado casi un gramo ya, necesitaba tocar algo que me fijara. Uno es tan raro en la madrugada. Basta con pensar o con moverse para aterrarse, pero de pronto me empezaba a sentir bien, como alguien que tiene más consistencia que la realidad, a pesar de que esa no fuera una hora para estar vivo.
Puede haber una fiesta, sexo, lo que sea. Las cuatro de la mañana es un pueblo lejos de todo, al que se llega por la carretera secreta del desespero. La gente que te encuentras a esa altura también viene fugada de alguna parte. Te pasas la noche pegando los pedazos de algo que siempre se rompe, algo que se ha roto tantas veces ya, y durante un rato las piezas encajan y parece que nada se ha roto nunca. Quiero decir, estaba bien donde estaba. No sentía el ruido ni el dolor. Mi cabeza funcionaba con claridad y con belleza.
Eso ya no me pasa. Siempre tengo la sensación de que me voy de los lugares unas horas antes del momento en que de verdad debí haberme ido, y de que llego unas horas después del momento en que debí haber llegado. Por lo general, las cosas suceden donde yo no estoy.
Apenas un par de semanas atrás había amanecido en Nueva York con dos personas cercanas, dos personas que quiero mucho. Desde el último piso de un edificio del West Village se veía el humo del otoño. Estábamos muy drogados, desfigurados, la cara descompuesta. Éramos como un nervio al que le hubieran quitado el revestimiento fino que lo protege, como un cable que alguien pela con los dientes. Hablábamos de muchas cosas, entonces yo dije sentirme un poco, no sé, como una fruta. Era una pulpa de tristeza sin cáscara, pero en el centro de esa masa había una semilla de felicidad, un hueso de dicha y bienestar. Así mismo, me dijo una de las personas, y empezó a llorar. No por ella, sino por los tres.
Imaginen tal sensación, sentirte mal, sentirte mal, sentirte mal, capa por capa, como una cebolla, y en el corazón del desasosiego chocar con una piedra de placer, un reducto en el que eres valiente, eres lúcido y eres fuerte, todo junto. En mi experiencia, esas son las cosas únicas de la droga: vuelve unívoco lo que es simultáneo, un concentrado fascinante de tus posibilidades al límite, y es por lo que uno termina volviendo a consumir, pasando por todo lo que hay que pasar para alcanzar un estado que, mientras más consumes, menos aparece.
Luego me fui a Miami y ese viernes en la noche me acosté temprano, pero enseguida empecé a cruzar los pies y a encogerme en la cama. No puedo dormir distendido, eso que llaman a pierna suelta, tengo que mantener la pierna agarrada. Ahí me levanté y salí con mi amigo G. en su carro a caerle a la ciudad. Llamé al dealer que había conseguido dos meses antes. Cincuenta dólares el gramo. Un precio que parece altísimo cuando vienes de México y estás acostumbrado a pagar entre cuatrocientos y setecientos pesos por la misma cantidad, pero que tu mente ansiosa ya asimila sin contratiempos si has salido huyendo de Nueva York, con la temperatura por debajo de cero, la noche encima de ti desde las cinco de la tarde y el gramo a cien.
Recorrimos el Downtown y enfilamos para la playa. Yo me iba dando pases por el express-way. Me gusta el express-way, porque en él observo, no manejo. Es como meterte en las vísceras del capitalismo. Una carretera cargada de prisa y susto, de malestar y depresión y cansancio, cruzada por las luces de los autos y el trazo brusco de los timonazos, como un pentagrama de asfalto para ese sonido uniforme de ochenta millas por hora que es en cierto sentido la respiración sincopada del sistema, el sistema tomando aire y soltando, el sistema moliendo, la bestia parda. Esa exhalación es, a un tiempo, la melodía del éxito publicitario y el castañeteo del estrés privado.
Cruzamos un puente y en North Miami Beach el ritmo del tráfico bajó. Pasaban las doce. ¿Por qué no te quedas a vivir aquí?, pensé. North Miami Beach es uno de los lugares que más te han gustado en la vida, en Normandy Island escribiste tu primera novela, y cuando terminabas unos capítulos largos te ibas afuera y caminabas hasta la arena, y en la ruta de la persona que estaba buscando no sé qué, tal vez la buena palabra, la palabra deseada, la palabra de la justicia, te cruzabas con los homeless huraños o dóciles tendidos en las paradas del troley sobre sus trapos hediondos, o recogidos como una mancha de tizne a un costado de las puertas del Walgreens o el CVS.
¿Por qué no te quedas de una vez a vivir en algún lugar? No lo sabía. Quedarse quieto es capitular. Ya había acumulado la experiencia histórica, la experiencia animal, instintiva, para escapar de la jaula del comunismo. Hay un afuera del comunismo. Pero, ¿del capitalismo? ¿Cómo se escapa del capitalismo, si afuera del capitalismo no hay nada, e incluso el comunismo está dentro de él? El comunismo es el tiempo fijo dentro de un territorio cerrado. El capitalismo es la desterritorialización del tiempo abierto. El poder había confinado los sentimientos al juego del horóscopo, al esoterismo del destino propio, para burocratizarlo luego en la institución real, pero en el principio del sentimiento concreto está la ideología aún como posibilidad de lo que sea, como un permiso de libertad y no obligatoriamente como una iniciación de la costumbre. La política se había vuelto un demonio metafísico.
Yo me estaba inventando un cronograma particular, pero que solo podía sostenerse en el movimiento, el movimiento entendido como cierta adicción a la inconstancia y al sacrificio, y no en el cultivo deliberado del afecto continuo a alguien específico, sea una comunidad, una persona o una idea, salvo la idea enfermiza de la escritura y nuestras mutuas y constantes expresiones de odio y castigo. Los viejos amigos habían emigrado a diferentes geografías, los nuevos amigos vivían en lugares a los que luego yo había llegado por motivos que únicamente conocería después de la llegada, la familia permanecía agazapada al calor del municipio, y la coherencia de esa gramática emocional desintegrada solo podía resistir como lectura, como texto, si me dispersaba yo como un imán que, no pudiendo atraer los fragmentos a sí, iba adonde esos fragmentos estaban.
Cuando era niño, en mi casa hablaban de un tío que se había ido y que pasaba años sin volver. Estaba y no estaba. No es que los demás no tuvieran noticias suyas, es que era como si no las tuvieran. Se sabe más del ausente que del que se desliza como una sombra. Me parecía extraño ese señor, y también un egoísta. Habiéndolo repudiado, ahora ese señor era yo, aunque probablemente ese señor o ese tío no haya existido para nada como yo lo pienso y solo se tratara de una prefiguración mía, de la prefiguración y el rechazo de uno de los caminos más ostensibles que ya se incubaban como posibles rutas a tomar por aquel niño que yo era. Una ruta que, justo por haberla rechazado con tanto denuedo, se había cumplido. Recordé los versos de Hernández Novás: «El que ibas a ser está esperándote. / ¿Qué le dirás, ahora que has crecido?».
Tal vez debía volver unos meses a Cuba, allí no iba a consumir por nada del mundo. Allí un pase de coca, una pizca de coca en mi ropa podían costarme años de cárcel. Pero lo que está mal en mí no tiene nada que ver con la droga, la droga de alguna manera se responsabiliza por un desperfecto o una angustia que la antecede. Llegué con mi amigo G. a On the Rocks y luego llegó la amiga M. Fui al baño y me di el pase de la puerta giratoria, el pase de las dos de la mañana cuyo golpe sabes que va a llevarte al amanecer.
Aquel bar era magnífico, lo conocía bien. Pasaban del rock a la cumbia, de la salsa al hip hop. Se podía fumar adentro. Había mal olor, suciedad en los baños, un karaoke, juegos de mesa, dardos, pantallas que pasaban los resúmenes del día de la NBA, luces rojas y carteles neón, tipos alcohólicos con patillas de tres días y los palos de billar en la mano, mujeres de cincuenta chillonas y plenas, sujetos estragados, desplazados de muchas partes, como si allí sobrevivieran, superpuestas, las distintas capas aparentemente extintas de una ciudad que creció entre las drogas, los yonkis, el crimen, el sida, la heroína, la emigración constante, y todo eso tuviera en On the Rocks, todavía, su museo de feria, su prontuario. Pero On the Rocks es inofensivo, los drogatas de la playa son inofensivos, y en el bar se mezclan de un modo indiscernible distintas culturas periféricas, distintas formas luminosas de la derrota y la resistencia.
Hablaba pausado con mis dos amigos y fumaba un cigarro tras otro. A veces extraviaba la memoria a corto plazo, no podía ubicar qué había sucedido un rato antes, la orientación de la experiencia en el tiempo empezaba ya a dislocarse. No era que no recordara, era que tenía que caerle atrás al recuerdo, hasta que atrapaba algo que acababa de suceder. Pasó entre nosotros una rusa, una mujer alta e imponente que se tambaleaba en sus botas de cuero hasta las rodillas, pasó otra señora con un perro chihuahua, y también un tipo bajito y medio encorvado y tal vez arisco. A veces querían un cigarro, a veces no querían nada. Por más que cueste creerlo, a veces la gente simplemente no quiere nada.
La brasileña empezó a hablar con nosotros. La amiga M. le pasó el encendedor, pero la brasileña quiso que su cigarro lo encendiera yo. Agarró el cigarro de mi boca y lo pegó al suyo, hasta que la candela pasó de un lado a otro, como un lento beso de fuego entre dos marlboros. Era gorda, el pelo rizo, elocuente, bonita. Era de Río y también del noroeste. Le dije algo del Sertón, pero el Sertón es el nordeste. No le interesaba mucho, al parecer.
Dijo que tenía un novio cubano que le había caído a golpes varias veces, pero que no podía juzgar a un país entero por una persona. Me empezó a aburrir. Fui a alguna parte dentro de mí mismo y cuando regresé todavía la chica nos acompañaba. Ahí dijo que no había venido a nosotros para encender ningún cigarro, sino que había venido por mí. ¿Por mí?, le pregunté. Me asombró, la gente no solía venir nunca por mí. Me preguntó si había escuchado a Legião Urbana, una banda mítica brasileña. Le dije que no. Me dijo que era idéntico a Renato Russo, el vocalista de la banda, que por eso había venido.
Buscamos unas fotos. La amiga M. y el amigo G. estuvieron de acuerdo en que me parecía mucho. Sí, pensé yo, en algo nos parecemos. Pero nos parecíamos solo por esa noche. Apenas unas horas antes yo me había afeitado. Hacía muchos años no me afeitaba, y con mi barba de siempre no nos habríamos parecido en lo absoluto. El día después de esa noche me desperté de golpe y, molesto por algo que no sabía qué era, fui hasta el espejo del baño y me rapé al cero. Fuera Renato Russo, lejos Renato Russo de mí.
La brasileña me contó de él, y antes de despedirse dijo que tenía para mí una canción de Legião Urbana. La mejor canción, dijo, que la escuchara con atención. Es un poema, añadió. He escuchado de tantas cosas que son un poema, y tan escasas lo son. Renato Russo contrajo el sida en 1989, el año en que yo nací. Murió siete después, con treinta y seis. También fue periodista. Se llama «Há Tempos», la canción. La escuché ese día y la escucho casi a diario. No creo que nadie pueda enseñarme ni yo pueda tener para mí, en este momento, en esa noche, unos versos tan exactos como los que ahí se cantan: «Parece cocaína, pero es solo tristeza (…) / Muchos miedos nacen del cansancio y la soledad. / Y el desajuste y el desperdicio herederos son / ahora de la virtud que perdimos».
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* Carlos Manuel Álvarez nació en Cuba, en 1989. Es periodista y escritor. Fundador de la revista El Estornudo. Ha publicado los libros La tarde de los sucesos definitivos (2014), La tribu (2017) y Los caídos (2018).
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