Desde hace más de 30 años, Julio César Cu se mete a las entrañas de la Ciudad de México —y otros estados— y recorre el amplio sistema de drenaje para revisarlo, darle mantenimiento y remover la basura que obstruye las tuberías. Es el único buzo de aguas negras en todo México.
Julio, un hombre de 58 años de edad, moreno y de pelo canoso, me recibió en su oficina, a unas calles del aeropuerto de la Ciudad de México. “Ya está todo listo”, me dijo de pie junto a su camión de emergencias que tiene una bandera roja y una diagonal blanca (símbolo internacional del buceo) estampada en la caja. Con una sonrisa en el rostro, me preguntó: “¿Te vas atrás o adelante?” Decidí acompañarlo en la cabina del camión para platicar con él sobre su relación con “las venas de la ciudad”, como llama al sistema de drenaje.
“Creo que mi gusto por el agua lo adquirí por mi padre, un pescador de origen maya”, me cuenta Julio durante el largo trayecto que se vuelve lento por el tráfico de la ciudad. Comenzó como buzo deportivo, pero cuando vio la posibilidad de utilizar un equipo de buceo industrial, la idea lo atrajo. “¡Es como un traje de astronauta!”, exclama con cara de orgullo. En 1983 comenzó su carrera en el Sistema de Aguas de la Ciudad de México (SACMEX) e ingresó por primera vez a las entrañas de la ciudad. “Han sido los tres meses más largos de mi vida”, bromea, porque cuando comenzó, su plan era estar ese corto periodo de tiempo, aunque ahora lleva 35 años en este oficio, donde ha visto de todo.
Julio recuerda el día en que sintió que se iba a “pelar”: 19 de septiembre de 2017. Mientras trabajaba adentro de una tubería en las reparaciones de un socavón en Reforma, el terremoto de 7.1 agitó el centro del país. “Me aterrorizó ver cómo se movía el agua y los edificios balanceándose arriba”, me cuenta, “estaba peor que una alberca de olas”.
“A mi familia no le gusta mi trabajo porque es demasiado peligroso”, dice mientras se fuma un cigarro y lo saca por la ventana del camión. Él es consciente del riesgo que implica su labor, ya que un error puede costarle la vida, sin embargo lo disfruta porque impacta a la sociedad y aunque pocos lo notan, su trabajo le genera un gran orgullo. “Cuando logramos destapar algún drenaje o encontramos el cuerpo de alguna persona que estaba desaparecida, nos genera una gran satisfacción”, cuenta, “y es que aunque es un evento de mucha tristeza para la familia, poder llorarle al cuerpo de su familiar nos lo agradecen mucho”.
Después de una hora de recorrido en el camión, llegamos a la presa Tacubaya, a tan sólo unos metros de donde, en un futuro, llegará el tren que conectará Toluca con la Ciudad de México. Julio es el único buzo de aguas negras en todo el país por el momento e incluso presume ser el único que tiene ese trabajo a nivel mundial, sin embargo, no trabaja solo. Su labor es respaldada por un gran equipo, con quien nos encontramos al bajar del camión. Ellos son desde la gente que abre paso sobre la maleza, hasta las personas que le dan mantenimiento al traje y monitorean sus niveles de aire mientras se mantienen en comunicación con él durante su inmersión.
Somos diez los que vamos a ingresar al túnel de casi cuatro kilómetros que conecta con la presa Tecamachalco, al poniente de la ciudad. Nos alistamos para entrar. Me visten con un traje digno de Breaking Bad y unas botas de hule que me llegan hasta la cintura; una máscara de cara completa y el casco completan mi outfit de hoy. Cubierto por completo, me doy cuenta que el calor es insoportable. La tarea de hoy es recorrer caminando los 3.8 kilómetros de drenaje que conecta las dos presas con el fin de inspeccionar la estructura en busca de alguna fuga u obstrucción que pueda presentar algún problema durante la temporada de lluvias. Es un trabajo de prevención.
La entrada al túnel de conexión la marca un montón de basura acumulada, compuesto principalmente por botellas de PET y todo tipo de empaques de plástico que llegan flotando con el río. De acuerdo con datos presentados en 2017 por el ex Secretario del Medio Ambiente, Rafael Pacchiano, de las 117 mil toneladas de basura que se generan en el país, el 70 por ciento termina en ríos, bosques, barrancas o tiraderos clandestinos. Caminamos por encima de este campo lleno de obstáculos para alcanzar la compuerta que bloquea el acceso. Un olor, fuerte y parecido al del ácido, llegó hasta mi nariz. Comienza el conteo de tiempo: sólo podemos estar un máximo de cuatro horas adentro, ya que de lo contrario, la concentración de gases metano y ácido sulfhídrico nos mataría. Además el equipo de laboratoristas carga consigo un medidor de explosividad y de calidad de aire para ir monitoreando durante todo el recorrido.
A medida que entramos al túnel, la temperatura baja, el aire se vuelve irrespirable y la única forma de ver es con el apoyo de linternas. En los primeros metros el agua es casi totalmente negra, como si alguien hubiese enjuagado un millón de pinceles de acuarela negra en la tubería que estamos caminando; no es muy densa y me llega a los tobillos. Siento un asco inmenso el solo sentir las pequeñas gotas que salpico a cada paso a mis manos desnudas. El entorno no es muy diferente al de una cueva natural: oscuridad total, humedad y frescura. Estoy decidido a seguirle el paso a Julio, ya que no quiero quedar en ridículo, como la presentadora de un programa australiano que lloró cuando intentó meterse a bucear con él en las aguas negras.
Caminamos a buen paso, pero es difícil platicar en este ambiente, ya que las máscaras lo imposibilitan. Sólo escucho balbuceos, el golpe de las botas con el agua y el sonido de los bastones que traen algunos para señalar donde hay piedras u obstáculos en el camino.
Llegamos al primer kilómetro, donde se encuentra un respiradero. Básicamente parece una chimenea que da a la superficie. Nos detenemos un poco en lo que Julio se arregla la máscara, cuya mica que cubre sus ojos estaba empañada. Aunque es el único aire en el interior que es relativamente seguro de respirar, nadie se quita la máscara excepto él. Alguna vez, mientras cantaba la canción de Los Toreros Muertos que mi padre me enseñó, me pregunté dónde terminan nuestros desechos cada vez que le jalamos al escusado, pero en este lugar me es complicado no imaginarme algunas de las cosas que me platicó ha encontrado en el drenaje: colchones, carros enteros, cuerpos humanos o la “cabeza de un puerco listo para el pozole”.
Pasando la mitad del túnel, el color del agua me llama la atención: es cristalina. Me dicen que es agua del manto freático, nivel donde se concentra el agua del subsuelo. El 55 por ciento del agua que se utiliza en la ciudad es extraído de este manto, mientras que otro 30 por ciento proviene del sistema Cutzamala y el resto proviene del acuífero del Valle de Lerma en el Estado de México. “Un recorrido bastante tranquilo”, me dice Julio al salir del túnel, que desemboca en la presa Tecamachalco y el contraste se vuelve muy notorio. Nos encontramos rodeados de lujosos edificios residenciales que irónicamente tienen vista a la presa, que además de no ser nada estética —visualmente hablando—, apesta.
De regreso en el camión me quito las botas y el overol. Mi ropa está empapada. Afortunadamente solo es mi sudor. Aunque solo fueron 4 kilómetros, la demanda física que requiere este trabajo es considerable, más teniendo en cuenta que el promedio de edad del equipo ronda los 55 años, todos muy cerca de la jubilación. No obstante, Julio se rehúsa a hacerlo. “Lo he pensado varias veces, pero en cuanto llega la temporada de lluvias y la demanda del servicio aumenta, la idea se me pasa”, dice y pienso que definitivamente disfruta su trabajo.
De regreso al campamento del Peñón [de los Baños] pasamos por Viaducto Río de la Piedad, donde Julio me dice que cuando empezaba, para recorrer el sistema de drenaje profundo y ver si efectivamente se encontraba colapsado como se pensaba, fue necesario desviar el agua para que el nivel bajara y así poder meter desde una lancha con cámaras, hasta un buldócer y camión de bomberos. Todo era ensayo y error, según él. Pero lograron ver que las inundaciones en la Ciudad de México no eran a causa de un colapso en el drenaje, si no que la razón de éstas es la cantidad de basura que se va a las coladeras. Según datos del Sistema de Aguas de la Ciudad de México, de las 200 mil rejillas existentes en las calles, se reporta que al día se extraen hasta 350 toneladas de basura, por lo tanto esta termina bloqueando los principales ductos de desagüe. “Una vez tuvimos que usar dinamita para destaparlo”, recuerda.
Después de un día en las tuberías lo único que me dan ganas de hacer, es bañarme hasta tres veces para quitarme esa esencia fétida que caracteriza estos ambientes. Ni pensar en comer, la verdad. Pero en el caso de Julio, su apetito va primero. Siempre, después de terminar un servicio, ya está pensando en donde va a comer, y me confiesa que uno de sus hobbies es echarse un buen corte de carne de vez en cuando.
Aunque muchos podrían considerar el trabajo de Julio César como algo desagradable, me bastó un día para encontrarle su encanto. Nunca volveré a jalarle al baño de la misma manera, porque no cualquiera puede decir que conoce las entrañas de la ciudad. Mientras en la superficie millones de personas circulan día a día, solamente un grupo selecto recorre la extensa red de túneles que conducen el agua de nuestros desechos al exterior de la ciudad. Un trabajo único. Ahora entiendo por qué ha llamado la atención de tantos medios internacionales e inclusive la de un documental, El Buzo (Arrangoiz, 2015), que fue presentado en el festival de cine de Berlín.
Cuando le pregunto a Julio como define su trabajo, me responde con una enorme sonrisa: “Me encanta mi trabajo, es espectacular. Dentro de lo que yo pueda o no hacer por la sociedad en este caso, para mi es un trabajo maravilloso. Aunque es un poco desagradable por ser aguas negras, la emoción que siento al bucear… ¡Es fabuloso!”
José Manuel Bahamonde https://ift.tt/2TXWt9s
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