Son las 8:24 de la noche. Roberto Santamaría está de pie en las penumbras. La mano izquierda la tiene aferrada al bastón y con la derecha sostiene una gorra amarillenta vacía. El metro que va en dirección a Ciudad Azteca aún está detenido en el andén cuando la ola de decenas de personas sale con prisa; unos tras otros generan el sonido de los torniquetes. Clac, clac, clac.
La multitud avanza. Apresura. Esquiva. Todos ignoran al hombre que hace unos momentos dio pasos lentos hacia el segundo descanso de las escaleras. Cabello grisáceo, complexión delgada y mediana estatura, se detiene en posición encorvada, con la cabeza baja como si se tratara de un niño triste y regañado. Así es Roberto.
Son las 8:30 de la noche e inicia su jornada laboral. Pedir dinero no se considera un trabajo, pero para los discapacitados, los invisibles como él, lo es.
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Roberto es ciego desde hace año y medio, y tiene un poco más de 365 días pidiendo dinero en las escaleras del metro Impulsora de la línea B en el Estado de México. La enfermedad que le hizo perder la vista es carente de una explicación médica exacta, pero abundante en contradicciones, y no sólo lo dejó sin vista, también sin familia, sin trabajo, sin hogar propio y solo en una ciudad que no está condicionada para él.
Su caso es una pintura más en la inmensa galería de 500 mil personas que, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), tienen algún tipo de discapacidad en la Ciudad de México, “el lugar más progresista del país”, como presumen algunos.
Sin embargo, para Roberto, ésta es sólo una ciudad hostil que dejó de pertenecerle, con espacios públicos que no le garantizan la accesibilidad, ya que hasta 2015, sólo el 60 por ciento de la capital estaba accesible y con infraestructura lista para este sector vulnerable, informa Libre Acceso, asociación encargada de promover la movilidad para personas discapacitadas.
A estas carencias se unen la discriminación por parte de una población insensible a dificultades ajenas y la falta de condiciones laborales adecuadas.
“La ciudad como ciego es difícil, porque cuando uno se transporta en cualquier lugar, lo avientan, le patean el bastón, a veces me han dicho ‘quítate estorbo’. Yo respondo 'gracias' porque ya ni debo enojarme”, dice el señor Santamaría con voz suave, baja, envejecida pero fácil de entender. Eso sí, siempre mantiene los ojos cerrados, sólo las pestañas oscuras y escasas se mueven en un parpadeo sutil, como única señal de que permanece alerta.
Roberto Santamaría nació hace 58 años en el entonces Distrito Federal, en la delegación Gustavo A. Madero. Desde joven tuvo interés por los viajes y la comida, así que decidió estudiar la carrera de técnico en turismo en el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Su profesión lo llevó a trabajar en cadenas de hoteles y restaurantes, a vivir en Acapulco, Zihuatanejo y Cancún, donde logró conocer y disfrutar de una gran lista de distintos tonos azules del mar que hay en México.
Roberto prefiere no hablar de su familia, pero lo cierto es que estaba solo aquel día de marzo de 2017 cuando despertó listo para ir al trabajo; había planchado la camisa blanca del uniforme y se dirigía a prender el bóiler para bañarse. Esas fueron sus últimas imágenes, porque después su vista dejó de ser nítida y se desvaneció hasta dejarlo en medio de la niebla, donde todo es borroso y oscuro sin importar el lugar donde se encuentre.
Asustado, frustrado y lleno de ira, intentó lavarse el rostro, se frotó con fuerza, trató de colocarse gotas en los ojos y al final hizo lo que sería una actividad frecuente durante los próximos meses: nada.
“Me daba pena, no sé por qué, la verdad es que en un inicio no tuve valor de salir a la calle para nada. Falté 15 días al trabajo intentando saber que ocurría conmigo, y por las faltas no pudieron liquidarme, me dijeron que no podían hacer algo por mí, así que sólo me despidieron. Los días siguientes me iba mal, una vez intenté ir hacia el centro y tomé el metro en sentido contrario, llegué al Estado [de México]”.
De acuerdo con Roberto, los médicos que visitó y el dinero que gastó fueron en vano, nadie pudo responder el porqué de su ceguera. Las explicaciones de los doctores eran ambiguas, vacilantes e inexactas: pudo ser el uso excesivo de computadora, algún desgaste en sus ojos. Y así, entre respuestas erróneas perdió su dinero y a su familia, la cual no lo apoya porque se avergüenzan de él, explica.
A la situación que cada vez era más decadente, se unió el proceso de reaprender a movilizarse en una ciudad donde el transporte público es indispensable para cientos de capitalinos y personas del área metropolitana. En las estaciones del Metro sólo 55 de 195 tiene elevador, Roberto cuenta que ha esperado por más de media hora el auxilio de otra persona para movilizarse, lo mismo ocurre en avenidas, calles y plazas.
Así que, ante un panorama de movilidad inaccesible, pedir dinero sólo fue seguir un camino que siguen gran parte de los discapacitados e indigentes. Él escogió ir a metro Impulsora porque es el más cercano a la casa donde le permiten dormir, un hogar pequeño y modesto de unos conocidos a quienes llama “señores”.
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Cuando se realizan búsquedas sobre grupos de personas discapacitadas, las cifras más recientes son de 2010, con una actualización en el 2014 de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica, la cual indica que sólo el 4.7 por ciento de la población de la Ciudad de México tiene alguna discapacidad.
En la clasificación de dicha Encuesta Nacional no hay distinciones, es decir, invidentes, paralíticos, problemas auditivos o motrices, pertenecen a la misma agrupación, incluso, las personas con problemas visuales que utilizan lentes por miopía se encuentran en la misma categoría de quienes son ciegos.
Hablar de discriminación es otro tema que el señor Santamaría puede explicar mejor desde que perdió la vista, y a pesar de no darle importancia, sí puede dividir sus días buenos de los malos.
Días malos significan empujones en el transporte público, ofensas verbales e incluso físicas de las personas a su alrededor, un día malo es llegar 20 minutos tarde a sus consultas por no haber encontrado la manera de cruzar las avenidas y que la respuesta del doctor sea “No, amigo, no lo puedo recibir, saque otra cita y empiece de nuevo”.
Mientras que, para definir sus mejores días sólo hay una respuesta: “¿días buenos en qué? Pues supongo que los sábados y domingos cuando hay menos gente”.
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9:30 de la noche. Roberto continuará en los escalones por dos horas más, abrazado por el aire fresco de las noches lluviosas de agosto, en espera de ganar entre 10 y 20 pesos diarios para llenarse el estómago.
“Dos plátanos, jefe”, le dice un joven mientras pasa junto a él y en un movimiento de apoyo los acerca a la mano que sostiene el bastón. “Sí, gracias”, responde mientras los toma y con lentitud su mano baja hacia la bolsa de la chamarra para guardarlos.
11:30 de la noche. La gorra amarillenta tiene algunas monedas. La ganancia del día para miles de personas discapacitadas como Roberto Santamaría, y aunque las instituciones, las dependencias de gobierno o las organizaciones no gubernamentales contabilicen a la discapacidad como una condición genérica, cada estadística se rompe al encontrarse con la realidad de quienes viven en una ciudad que dejó de ser suya desde el momento que sus condiciones motoras, mentales, auditivas o visuales cambiaron a comparación del promedio. Una ciudad hostil sin lugares para moverse, sin personas para apoyarse.
Roberto dice que intenta mantenerse tranquilo y no pensar en la negativa, pero también responde que le quedan pocos años de vida. “Siento que me voy a morir pronto, las personas con discapacidades caemos en depresiones muy profundas, eso hace que nos vayamos antes”, dice. En el tono de su voz no hay miedo, ni preocupación, incluso suena firme, como una respuesta que se ha dicho desde hace mucho.
Patricia Ramírez https://ift.tt/2HQGLGQ
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