Mi madre solía contarme con humor una historia bastante particular sobre mi nacimiento. En una pequeña clínica de aquel pueblo aquietado en el sur del mundo en el que nací, ella estuvo casi treinta y seis horas en trabajo de parto. Una jornada agotadora contra mi obstinado capricho por permanecer en la cálida comodidad uterina, según recordaba. Es que claro, ella tenía como principal referencia el nacimiento de mi hermana: una bebé pequeña con pómulos rosados, un rostro coronado por un rizo perfecto y una sonrisa adorable. No había podido imaginar cuán distinto sería traer al mundo mi pequeño cuerpo endurecido, que intentaba sostenerse hasta de lo inexistente para no abandonar su interior.
Pero lo interesante de su relato es lo que sigue. Luego de horas de trabajo, cuando finalmente me entregué a sentir el perfume del mundo por primera vez, mareada por el cansancio de su cuerpo mi madre apoyó sus brazos sobre los bordes de aquella cama incómoda y cuando logró inclinarse para al fin poder verme, no me reconoció. Con una legítima y despreocupada sinceridad solía contarme su reacción ante nuestro primer encuentro: “No puede ser, ese no es mi hijo”, le dijo a las enfermeras. Es que yo había nacido gordo, con la piel extremadamente morena y cubierto de pelo, especialmente alrededor de la cara. “Parecías una bestia. Una pequeña bestia”, me decía entre risas para reconstruir la impresión sobre ese misterioso cuerpo de rasgos extraños para la monocorde expectativa de la familia, que no había tenido dinero más que para unas pocas ecografías de mala calidad.
Pienso con frecuencia en esa anécdota en la que la rareza, lo inimaginable y el rechazo se entremezclan a partir de la forma de mi cuerpo. De hecho, durante muchos años ese relato de mi madre logró que mi gordura y mi piel morena me hicieran sentir que no estaba en el lugar correcto, en la familia correcta, o incluso, en el mundo correcto. Con el tiempo entendí que esa historia que ella contaba en nuestra intimidad con ternura, ingenuidad y humor sería la antesala de una vida social moldeada por los ásperos efectos de la desigualdad estructural que precariza aquellos cuerpos que encarnan, voluntaria e involuntariamente, cierto grado de diferencia con el consenso forzado que constituye la normalidad. De hecho, así fue.
Crecer siendo gordo fue una experiencia bastante genérica. Aunque cada biografía tenga una particularidad, los guiones de vida que se nos ofrecen no presentan demasiadas variables. Si tenés suerte, se crea un espacio de intimidad y confianza dentro de tu familia en el que tu cuerpo logra no ser nombrado como una herida, pero que tarde o temprano, lamentablemente, chocará con violencia contra la desaprobación de un mundo que castiga sin tregua alguna esa diferencia hasta el momento contenida por la frontera del amor. Por fuera de esta excepción, lo cierto es que en la mayoría de los casos nuestras infancias se ven iluminadas por focos blancos de alta intensidad que se prenden y apagan mientras caminamos cansados por pasillos interminables de clínicas, hospitales, centros de atención psicológica y consultorios nutricionales en los que se nos enseña a interiorizar corporalmente el rechazo, el silencio, la vergüenza, la culpa y una sensación estructural de fracaso: ante la expectativa de la familia, ante la promesa de la dieta, ante la autoridad del dispositivo médico clínico, y especialmente, ante el deseo de los normales, esos animales rapaces de mil ojos cuya tranquilidad depende de nuestra condena física.
Me costó mucho tiempo desentender qué era eso que estaba mal en mí. Especialmente porque la mirada social construida sobre la gordura suele contornearse de manera imprevisible e hipócrita. Lo que en un momento es asociado como un rasgo de fortaleza y seguridad en la experiencia corporal de un niño, si no se ordena y controla pronto, pasa a considerarse un riesgo cuando crecemos. Lo que se entendía como una imagen tierna pasa a ser una característica estética reprobable. Aquello que era considerado expresión de vitalidad ahora se experimenta como una forma de muerte lenta. Ese cuerpo que era públicamente deseado ahora se tiene que esconder, ajustar y eliminar. En resumidas cuentas, ahora ese cuerpo es enfermo.
Los modos en que hacemos propias las formas de desaprobación social sobre la diferencia que implica nuestra gordura muchas veces dificultan la posibilidad de que pensemos críticamente en nuestra experiencia corporal. El contacto que establecemos con el mundo se vuelve una experiencia sudorosa en tanto nos enfrentamos de manera cotidiana con los imaginarios que sostienen la cultura del adelgazamiento. Una cultura que ofrece, a precios cada vez más elevados, un amplio repertorio de herramientas para normalizar nuestros cuerpos bajo la promesa cruel de paraísos subjetivos, fantasías magras y paisajes esbeltos en los que somos capaces de ponerle fin a nuestra inadecuación, solo a través de la dieta permanente.
Crecemos creyendo que somos el problema, en lugar de reconocer la funcionalidad social histórica del estigma y la rentabilidad económica de la patologización de lo distinto.
Desmantelar el conjuro de la delgadez ha sido para mí un trabajo lento, complejo y constante, cuya dimensión más compleja es la esfera de lo íntimo. Me refiero a ese registro frágil lleno de voces asustadas, de programaciones inseguras, de imágenes ausentes y sueños tristes en los que afirmamos silenciosamente que el tamaño de nuestro cuerpo —nuestra gordura— es el problema. Ese espacio confuso y opaco en donde la expresión de nuestros deseos se ve intoxicada por la autoridad de los diagnósticos clínicos que todo lo envuelven como una verdad sin origen. Es que nos formamos como sujetos creyendo que la violencia institucional que se deposita sobre nuestra gordura es un problema “personal”. Crecemos creyendo que somos el problema, en lugar de reconocer la funcionalidad social histórica del estigma y la rentabilidad económica de la patologización de lo distinto. Cuando individualizamos “ser” el problema, además, tenemos que cargar con las resonancias de encarnar dicho equívoco. Somos un problema en tanto hay otros que nos dejaron serlo. Ergo, quienes nos rodean también son parte del problema. Allí es donde nos volvemos la fuente de un malestar público que por aproximación puede afectar la vida de otros.
Por eso fracasar en una dieta no solo significaba, en mi caso, que mi cuerpo siguiera siendo un conflicto para las expectativas estandarizadas de lo saludable, sino que transfería a mis padres la desaprobación moral contenida en las críticas médicas. De la misma manera que transfería a mis amigos la vergüenza social de relacionarse con alguien socialmente conflictivo. De la misma manera que transfería a mis empleadores el prejuicio de haberle dado trabajo a un cuerpo asociado históricamente a la improducción. Estos son solo algunos ejemplos de lo que ha sido mi mayor desafío: deshabituar la certeza acrítica de la delgadez como una jaula. Un trabajo de reescritura titánico porque nos enfrenta a una historia de desilusiones sociales y formas individualizadas de castigo en las que nuestro cuerpo, y sus excesos, han sido los únicos culpables. Y ese trabajo, irónicamente, por lo que he comprado, es imposible que se haga en soledad.
Pude empezar a romper el cerco prescriptivo de mi soledad política la primera vez que escuché una canción de punk. Me acuerdo perfectamente de ese momento. El hermano mayor de mi mejor amiga tenía una caja llena de discos pirateados en los que solíamos leer con dificultad títulos provocadores de bandas sin gloria. Imaginar la música que podría salir de aquel misterio tan amenazante me producía una fantasía adrenalínica; por eso, sin pedirle permiso, guardé entre mi ropa el disco transparente más rayado de todos.
Volví en mi bicicleta oxidada a casa atravesando calles de piedra y cientos de perros famélicos que intentaban morder mis piernas para saciar su hambre. Era verano en un pueblo aburrido del sur de Argentina, un país adelgazado a la fuerza por una crisis económica feroz. Subí la escalera empobrecida que llevaba hacia el caluroso altillo donde dormía en la casa de mis padres y, cuando finalmente pude enchufar el único equipo de música que allí funcionaba, apreté play y me desplomé vencido de cansancio sobre mi cama. Sin exageración alguna, puedo decir que en ese momento sentí por primera vez que la historia de mi cuerpo podía ser otra, porque allí, a través de esa energía convulsa que movía mi cuerpo sin vergüenza, en la fuerza que torcía mis manos, en el valor sensible de aquellas voces quebradas pidiendo libertad, aprendí que incluso un maricón tímido como yo, hundido en el temor paralizante de la desaprobación sistemática, asediado por una soledad crónica como castigo a las manchas de mi cuerpo, podía finalmente decir NO y expresar sin permiso la renuncia ante la exigencia autoritaria de la delgadez. Y en el flujo de esa intensa revelación aprendí algo aún más fundamental: había muchas otras personas como yo, muchas otras pequeñas bestias, buscando esa misma libertad en el océano oscuro de aquella pasión incandescente.
Pude empezar a romper el cerco prescriptivo de mi soledad política la primera vez que escuché una canción de punk.
Lo que vino después de aquel momento fue mágico y cansador. Una sensación ambigua que conjugaba alivio ya que por fin empezaba a construir herramientas para desnaturalizar la dependencia hacia el optimismo de la delgadez (todo es mejor si se es delgado), pero al mismo tiempo, esa mirada crítica me revelaba cuán extendido está el adelgazamiento como un sueño obligatorio, que en muchas ocasiones heredamos contra nuestra propia voluntad. Crear imágenes junto a otrxs para desordenar el sentido común que naturaliza la desaparición de la gordura ha sido un largo proceso de reeducación sentimental a través del cual nos animamos a desobedecer la soledad de los diagnósticos médicos para, en su lugar, generar modos de protestas desde nuestros cuerpos politizando la gordura. Pensando nuestra diferencia no como una identidad cerrada (que establece quiénes son gordos y quienes no), sino como un estigma relacional que potencialmente afecta a todas las experiencias corporales, a través de todas las formas de estigmatización cultural que castiga cualquier diferencia de peso.
Han pasado ya muchos años desde nuestros primeros fanzines, nuestros primeros graffitis, desde aquellos tímidos poemas, dibujos y collages donde retomamos la tarea histórica por una aproximación no violenta hacia la diferencia del cuerpo. Hoy me gusta pensar todo ese trabajo hecho como una historia confusa, adversa y obstinada en la que logramos entremezclar con mucho esfuerzo la letra temblorosa de cada dolor acumulado como una objeción ante los pliegues de nuestra piel, junto con aquellos deseos frágiles, no por eso menos audaces, por recuperar con urgencia la vida que nos han privado. Una historia ancha cuyo esfuerzo, a través del cual tantos cuerpos hemos podido encontrarnos, implicó por fin expropiar de mala manera una voz rábica, allí donde mi agencia fue tutelada por la lengua de la delgadez. Una historia cuyo proceso ha sido lento, lleno de prototipos, ensayos y errores, que me permitieron volver a escribir otra vez mi nombre con una fuerza que desconocía y no creía propia. Una historia que me ha permitido desordenar mi propio lenguaje para reconocer todas y cada una de las palabras que encarcelaban mis propias posibilidades, dándome la oportunidad incómoda de volver a inventar un futuro en la incertidumbre de una página en blanco. Una historia, que al final del día, agitando aquella libertad dormida que me esperaba pacientemente en el lugar más cálido de mi cuerpo, se ha convertido en mi mejor canción.
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