Artículo publicado originalmente por VICE Italia.
Como suele ocurrir ante una situación desconocida y que cambia a cada rato, como está ocurriendo con la crisis del coronavirus, a menudo, la información que nos llega y la forma en que reaccionamos no son coherentes. Este último mes, en Italia y España, hemos visto dos situaciones que parecen totalmente contrarias: por un lado, las instituciones pedían calma, pero millones de personas se dirigían en masa a los supermercados a comprar todo lo que podían; por otro, ahora mismo el Gobierno y Sanidad tratan de explicar la importancia de limitar el contacto y quedarse en casa, pero hay quien organiza fiestas en casa o sale con sus amigos, aunque todo esté cerrado.
El rechazo hacia este tipo de personas ha sido generalizado. Como en cualquier otra situación compleja, conviene hacer una reflexión de lo que está pasando. ¿Cuáles son los mecanismos psicológicos que explican este comportamiento que podría perjudicarnos tanto a nosotros como a los demás? ¿Por qué no hacemos caso a las autoridades y nos saltamos las normas? ¿Por qué no nos informamos adecuadamente? ¿Por qué somos tan tontos?
"Para entender esta situación", me dice Renato Troffa, profesor de Psicología Social en la Universidad de Cagliari, de Roma Sapienza, y de Roma Lumsa, "hace falta partir de un concepto importante. La percepción del peligro, en las masas, es un factor muy complejo. Queremos verlo como algo objetivo, pero en realidad está fuertemente condicionado por lo que Paul Slovic llama 'el marco de referencia' en psicología social. Es todo ese trasfondo subjetivo que tenemos, el tipo de entorno en el que vivimos y la información que recibimos de las personas que queremos o consideramos importantes. Entonces, tenemos que ver lo que hace el gobierno, ¿no? O si las personas que queremos están preocupadas. ¿Cómo se comporta la gente como nosotros? Todas estas preguntas tienen mucha importancia".
Cuando evaluamos el peligro, me dice Troffa, lo hacemos en función de tres factores: la capacidad de controlar el evento, la probabilidad de que ocurra y lo catastrófico que puede ser. Y toda esa información que tratamos de conseguir para hacer la evaluación, la encontramos en dos fuentes: una central (noticias y datos objetivos) y una periférica (el comportamiento de los demás). "La primera tiene más valor si estamos muy interesados o sabemos mucho del tema. Si no, solemos fijarnos en cómo se comporta la gente a nuestro alrededor".
Esto, en parte, explica por qué muchas personas no quieren dejar de lado sus viejos hábitos: en un clima de información continua que cambia constantemente, en el que es difícil entender un tema tan complejo, uno se fija en el comportamiento de los demás. ¿Mis amigos están preocupados o van a salir? Por instinto, haces lo mismo.
"Obviamente, no significa que esas personas no tengan miedo", continua Trogga, "en realidad, este mecanismo es mucho más complejo. Por ejemplo, existe el miedo a ser juzgado: aunque dude, salgo porque no quiero que piensen que soy tonto. Nuestros cerebros tratan de buscar vínculos con la comunidad en la que vivimos: valoramos más lo que nos dice la gente que queremos. Aunque los datos científicos digan lo contrario. Asimismo, esto se da a una escala mayor cuando hay alguien por encima de nosotros que podría juzgarnos. Por ejemplo, si todos nuestros compañeros van a la oficina y no trabajan desde casa, hacemos lo mismo porque tenemos miedo de las posibles consecuencias o porque nuestro jefe podría tomar represalias".
Otro factor importante es la tendencia natural que tenemos a subestimar un peligro que podría afectar nuestro estilo de vida. "Cuando la información es ambigua, como ha ocurrido en las últimas semanas, hay una parte de nosotros que quiere creer que el riesgo es mínimo. No queremos que la situación de bienestar en la que nos encontramos se vea afectada, por lo que buscamos razones para defender que no hay que cambiar nada". Y esto es especialmente cierto cuando una situación limita nuestras libertades personales, como el poder salir a un bar y tomarnos una cerveza. "Cuando nos sentimos limitados, nuestra libertad se convierte en una prioridad", dice.
Aunque el comportamiento de los que corrieron al supermercado, y el de los que ahora se preocupan por el virus pueden no parecer iguales, ambos son irracionales. "Yo digo irracionalidad, sin juzgar", especifica Troffa, "porque ambos grupos actúan de acuerdo con lo que llamamos 'optimismo infundado'. Los primeros, condicionados por ese 'marco', creen que al comprar tantos alimentos pueden reducir el riesgo; mientras que los últimos, creen que, al no cambiar sus hábitos, no tendrán que enfrentarse al miedo que provoca la situación, y el problema desaparecerá".
Troffa cree que condenar estos comportamientos, atacar y tratar a los que se comportan así como si fueran tontos puede ser perjudicial. "Todos tenemos una autoestima y una imagen social, y queremos protegerlas". Si se les ataca, podrían rebelarse.
Pero, entonces, ¿qué puede hacer el gobierno? Ahora mismo, Italia y España son zonas de riesgo, pero hay ciertos comportamientos que son imposibles de controlar. Troffa cree que se necesita un enfoque mucho más general. Por ejemplo, con el trabajo, hubiera sido mejor obligar a la gente a trabajar desde casa, en vez de solo recomendarlo. Empatizar con la gente que se comporta de forma irracional puede ser difícil, pero quizás sea la clave para contener un virus que ya se ha expandido a todos los continentes.
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