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jueves, 19 de marzo de 2020

Las más perjudicadas por el coronavirus son las mismas de siempre

En griego antiguo, apokáliypsis significaba revelación. En español tenemos la misma palabra como sinónimo de fin, de catástrofe, de pánico. Tal vez toda revelación sea un fin. La actual crisis del COVD-19 ha traído consigo una serie de revelaciones propias: en días recientes una imagen satelital de China muestra cómo la cuarentena y el confinamiento han mejorado drásticamente la calidad del aire, lo que deja de manifiesto que nuestro modo de vida es inviable para la respiración. Algunos relatan que se pueden ver de nuevo los pájaros cerca a los centros urbanos, y me imagino, por mi rudimentario conocimiento de ecología, que eso significa que los insectos también están viviendo mejor. En Tailandia hordas de monos corren por las calles buscando la comida que en otras circunstancias les garantizarían los turistas, dejando al descubierto la nociva relación del turismo voraz con el mundo natural.

Pero las revelaciones no son solamente de tipo ambiental. Parece que un manto se levantó y estamos viendo con claridad el valor de profesiones de cuidado. En España están haciendo multitudinarias sesiones de agradecimiento desde las casas para el personal médico y de enfermería que está trabajando sin parar.

El tema de los trabajos de cuidado no es una novedad. El feminismo ha teorizado ampliamente sobre ello (pueden acompañar la discusión con los libros Revolución en el punto cero, de Silvia Federici, o con Manifiesto para un feminismo para el 99%, de Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser) y actualmente se encuentran en medios varios textos que discuten el asunto ante la amenaza del coronavirus (textos como este, este y este). ¿Podemos decir que las mujeres están en la línea de frente en la lucha contra el COVID-19? ¿Es el momento de reconocer el papel del feminismo en el cambio social que exigimos y que se hace tan urgente ahora?

Las tareas de cuidado, aunque se ejercen también como una profesión o un oficio, son hechas mayoritariamente por mujeres dentro de sus propias casas. No se trata apenas de cuidar de los enfermos, sino de criar, alimentar, vestir y educar a niños; cuidar, bañar, acompañar y darles las medicinas a los ancianos —vecinos, familiares o parientes distantes. Es también mantener a la fuerza de trabajo descansada, limpia, alimentada, con la ropa planchada y feliz, ya sea que la fuerza de trabajo seamos nosotras mismas o nuestros maridos o hijos. Y ese trabajo de cuidado, sobre el cual todavía hay una densa capa de niebla, es el que mantiene el mundo funcionando.

Para Silvia Federici, feminista marxista italiana radicada en Estados Unidos, lo que estoy llamando niebla es un dispositivo del capitalismo que garantiza su buen funcionamiento: por un lado, niega un salario a las labores domésticas, lo que sustenta la maquinaria del capital encima del trabajo gratuito, pues ese garantiza la reproducción social que permite que la fuerza de trabajo exista y trabaje en el mercado y, por otro lado, nos convenció de que eso que hacemos es amor e hizo que las mujeres lo buscáramos para ser vistas y sentirnos como “mujeres de verdad”. La escritora y profesora describe ese trabajo de cuidado, o de reproducción social, como uno de tipo físico, emocional y sexual.

Bajo esa densa capa de niebla están quienes se verán más perjudicadas durante esta crisis, como en todas las otras crisis: nada nuevo bajo el sol. Se ven perjudicadas por dos motivos: el primero porque están más expuestas a contraer el virus durante el pico de contagio, pues entran en contacto con más personas y cuidan de los enfermos —tanto fuera como dentro de los hospitales—, y segundo porque sus trabajos, cuando hacen parte de la fuerza de trabajo, pertenecen al grupo de los más precarizados y que son todavía extensiones del cuidado.

Al encontrarse en una situación de cuarentena, y siendo que no pueden hacer su trabajo desde la casa —aunque ya hagan una versión de su trabajo diariamente en sus propias casas—, muchas mujeres se ven de repente con un enorme hueco en sus finanzas mensuales. De acuerdo con un estudio de 2016 llevado a cabo por la OIT, se estima que 18 millones de personas trabajan en el servicio doméstico en Latinoamérica. De esas, 93% son mujeres y 77,5% desempeñan su trabajo desde la informalidad.

Se suma a eso que muchos de los hogares en que las madres son trabajadoras domésticas, son también hogares monoparentales con mujeres a la cabeza de la familia. Helena Silvestre, activista feminista de las periferias urbanas de la ciudad de Sao Paulo y educadora en la Escola Feminista Abya Yala, alerta sobre la decisión cruel a la que se enfrentan hoy estas trabajadoras: “son mayoría absoluta entre las trabajadoras informales y precarizadas, las que reciben menos por el mismo trabajo y las que mantienen familias enteras de niños que fueron abandonados por sus padres biológicos y que tendrán que escoger entre exponerse a la epidemia y morir por la enfermedad, o quedarse en casa y morir de hambre”.

Recientemente salió una noticia en Río de Janeiro sobre una empleada del servicio doméstico que fue obligada a continuar trabajando en la limpieza de la casa de sus jefes diagnosticados con COVID-19. Antes de que alguien salte a decirme que nadie le puso una pistola en la cabeza, entiendan que hay muchas formas de obligar a una persona a hacer algo. Si su sustento depende del día a día y no de un contrato de trabajo con prestaciones, incapacidad y otros seguros, la amenaza de un día sin pago es una obligación. El hambre es un arma poderosa. Eso, sin contar las relaciones asimétricas de poder que se crean entre patrones y empleados en situaciones de desigualdad como las que conocemos en Latinoamérica. Mientras escribía este artículo, Brasil declaró las dos primeras víctimas mortales del coronavirus: una empleada doméstica de sesenta y tres años y un portero. Es correcto afirmar que el virus no escoge su hospedero, pero el sistema económico sí escoge las víctimas.

Isadora Attab e Isadora Szklo, creadoras del podcast de teoría feminista Grifa, explican cuál es la relación entre los trabajos de cuidado dentro y fuera de casa: “Incluso cuando las mujeres pudieron hacer paulatinamente parte del mercado de trabajo, gran parte de las actividades eran de reproducción social: se volvieron profesoras, enfermeras, cuidadoras, empleadas domésticas o personal de limpieza”.

Según un informe de 2019 de la OMS y la OIT, las mujeres son el 67% de la fuerza de trabajo del sector salud en las Américas. Sin embargo, el 54% de los médicos, dentistas y farmacéuticos son hombres, mientras que el 86% del personal de enfermería y parteras son mujeres. Las enfermeras son las que más contacto tienen con los pacientes, en general, pues son quienes hacen el trabajo de cuidado que se refiere a dar baños, comida, suministrar medicamentos, cambiar ropas, etc. En Wuhan, China, epicentro de la pandemia, el personal de enfermería está compuesto en un 90% por mujeres.

La primera reacción a la revelación de que las trabajadoras del cuidado son quienes soportan la maquinaria ha sido el agradecimiento, pero no se puede tratar apenas de un reconocimiento simbólico. Las palmas al final del día para el personal médico están buenísimas, y necesitamos también una inyección de actos de cariño y cordialidad, pero podemos también intentar reclamar un reconocimiento más allá del simbólico.

Como dicen Attab y Szklo del Grifa Podcast: debemos “defender y exigir servicios públicos, no sólo de salud sino de cuidado —guarderías, escuelas de calidad—, derechos de trabajo que contemplen a las mujeres que se dedican a los trabajos de cuidado y que luchen contra la precarización; luchar por un sistema en que los valores sean los de la solidaridad y la colectividad”. Específicamente sobre acciones que deben ser tomadas durante el periodo de crisis, Helena Silvestre defiende que “los Estados deben tomar medidas como fijar los precios de insumos de higiene, de alimentos y garantizar una renta básica de un salario mínimo para las trabajadoras informales, además de garantizar el abastecimiento regular de agua en barrios pobres y densamente poblados”.

Es más urgente que nunca que adoptemos una perspectiva feminista anticapitalista en la que se reconozca a la mujer trabajadora como piedra fundamental de la sociedad. Tanto de la que tenemos y que la oprime sistemáticamente, como la que deseamos o proyectamos y en la que los derechos de las mujeres son derechos de todos. Todos nos vamos a beneficiar de un sistema de salud pública gratuito, universal y de calidad, de educación pública con las mismas características. Cuando le pregunté a Helena qué le gustaría que las personas entendieran con esta crisis, su respuesta fue simple y clara: “me gustaría que las personas entendieran que somos todos uno. Que comprendieran que las mujeres son el sector más violentado en nuestra sociedad, sobre todo las mujeres negras, indígenas, pobres y faveladas, y que toda la violencia que sufrimos hacen de la nuestra una sociedad enferma y que enferma”.

Juliana Ángel https://ift.tt/eA8V8J

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