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jueves, 5 de marzo de 2020

Todos nos sentimos igual de patéticos cuando subimos stories para 'esa persona'

Artículo publicado originalmente por VICE España.

Internet y su generalización nos ha traído muchas cosas: la posibilidad de comunicarnos instantáneamente con el otro esté donde esté, Puntuamicuerpo.com, las aplicaciones para monitorizar la regla y los movimientos del banco, Forocoches y Burbuja.info, la precariedad laboral derivada de la liberalización del trabajo que posibilita en industrias como la de los riders o la sugerencia de YouTube de que te hagas Premium cada vez que pones un video.

Pero de entre todas ellas hay una —hay varias pero hoy nos vamos a centrar en una— que atraviesa, que intersecciona con otras posibilidades que nos ha brindado la red de redes y es la de hacer el ridículo y que quede constancia de ello. No pasa nada, está todo bien: lo ridículo es inevitable. De repente, pasa. Caemos en ello una y otra vez y la vida se convierte a veces en una concatenación de ridículos, pero Internet ha provocado que sean cada vez más visibles. Como los niños y los gatos que hacen cosas o el compromiso político concebido como elemento puramente instrumental o estético, que siempre había existido pero que ahora se ve más.

Pero de entre todas las maneras que tenemos de hacer el ridículo haciendo uso de la conexión a Internet hay una que sobresale entre las demás: ligando. Todos somos patéticos cortejando por redes sociales y canales de mensajería instantánea. Todos damos vergüenza ajena hiperbolizando las ya de por sí irracionales y grotescas estrategias de conquista amorosa y adaptándolas a ceros, unos, fotos, gifs y emojis. Partimos de esa base, de esa verdad innegable e irrebatible. Pero a su vez, de entre todas las maneras que tenemos de hacer el ridículo ligando mediante redes sociales y canales de mensajería instantánea hay una que sobresale entre las demás: subir stories a Instagram con el propósito de que los vea una sola persona. Y sobresale por su naturaleza incongruente: ¿qué sentido tiene hacer uso de un canal de difusión que se supone colectivo e incluso masivo para llamar la atención de un único individuo?

Y es que el ser humano es por naturaleza esperpéntico, pero somos más esperpénticos aún cuando hacemos storiebite, un fenómeno recogido por Rosalía en "Brillo", uno de sus temas con J. Balvin, donde canta: "He subido quince stories, ¿no lo ves? Mira qué quiero ser buena, ¿no lo ves?" Lo que quiere decir Rosalía no es que haya subido quince stories sin más, no para que lleguen a sus más de 10 millones de seguidores sino a uno de ellos en concreto, a una única persona de entre esa masa que equivale a más de un cuarto de la población española. Y, aunque la mayoría de nosotros tenemos un número de seguidores mucho más humilde, el que más y el que menos ha hecho la de los quince stories y, como Rosalía, ha fracasado en el intento: los ha visto todo mundo menos la única persona que tenía que verlos, la persona que motivaba aquella subida masiva e inorgánica de contenido a la red. Todos hemos hecho storiebite y hemos fracasado en el intento.

El nombre no es casual: igual que la acusación más grave que puede recibir un medio de comunicación es la de dedicarse al clickbait, la técnica más baja en la que puede caer alguien que liga valiéndose de su conexión a Internet es el storiebite. Y es que en ambos casos se trata, en la medida en que son únicamente reclamos, ganchos o cebos, de marketing. De contenido vacío y carente de interés generado con la única finalidad de atraer a un público determinado, con el fin único de vender un producto —publicidad en el caso de los medios, a nosotros mismos como entes potencialmente deseables en los de los stories—.

Realmente siempre es así: cualquier medio que no sea público de lo que trata es de generar plusvalía, un beneficio económico del contenido noticiable que produce, y cualquiera que usa los stories de Instagram de lo que trata es de construirse una identidad online. Lo que hacen tanto el click como el storiebite es poner de relieve esta evidencia que, normalmente y por su utilidad, para la consecución de su fin último, permanece estratégicamente escondida. Hacer saltar por los aires ese cartón piedra en el que nos movemos cuando pensamos que la-información-es-un-derecho y que-subimos-stories-para-nosotros-mismos-y-nuestros-amigos.

Cuando hacemos la de los quince stories, estamos rompiendo el pacto social que envuelve a las redes sociales porque estamos haciendo patente la rabiosa evidencia de que si subimos contenido a Internet es (oh, sorpresa) para que sea visto. Para que sea visto no por la masa sino por individuos concretos.

Por eso la vuelta de tuerca, el giro de guion, el ridículo definitivo llega en el momento de confesarle a alguien que uno ha hecho la de los quince stories y ha fracasado, que es lo que hace Rosalía en su tema con J. Balvin. Reprocharle a alguien que no ha visto los stories de uno cuando uno los ha subido solo para comunicarse veladamente con él. O para controlarle, para comprobar si los veía o no, si estaba conectado o no, si estaba pendiente o no de lo que subía, si le había clavado el visto porque realmente estaba haciendo otra cosa o porque le ha dado la gana. Pocas cosas concernientes a las redes sociales molestan más que que alguien te vea un story justo después de dejarte en visto.

Confesarle a alguien la de los quince stories es, pues, evidenciar que la comunicación masiva y las herramientas para facilitarla —Instagram, Twitter, Facebook y todas sus funcionalidades que aparentemente nos sirven para comunicarnos con un montón de gente simultáneamente— son en la mayoría de ocasiones pura farsa: siempre le hablamos a alguien. A un alguien con nombre, con unos apellidos y con un nickname que buscamos compulsivamente en la lista de "Espectadores" en cuanto subimos la story. Alguien para quien fabricamos un contenido ad hoc, muchas veces vacío y sin mucho sentido más allá del de llamar su atención o comprobar si está pendiente o interesado en nosotros, ya sea un enlace a Spotify, una cita de un libro que no hemos leído o una foto aparentemente costumbrista y espontánea pero que está muy lejos de serlo. Pero está todo bien: lo ridículo es inevitable. De repente, sucede.

Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.

Ana Iris Simón https://ift.tt/eA8V8J

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