Lo más difícil es mirar a los ojos cuando hablo, no saben ustedes lo que es ese miedo. Se siente en pleno estómago, como si te encontraras en un terreno baldío a medio morir y una manada de buitres te estuviera picoteando las tripas. Mirar los ojos de la otra persona, lo más normal y cotidiano del mundo, es el reto más grande que me ha puesto la vida. Es que me da miedo hasta mirar mis propios ojos cuando hablo frente al espejo dizque para ganar confianza. La conclusión parece obvia, pero me tomó más de treinta años dar con ella, porque si algo tienen los asuntos que te acompañan durante toda la vida es que no dejas de pensar en ellos, pero al mismo tiempo los analizas con calma, precisamente porque tienes todo el tiempo del mundo para descifrarlos.
Es todo un golpe levantarte un día y descubrir que el tartamudeo al que siempre trataste como un asunto menor (“No me afecta, yo lo sé manejar”) es realmente el gran tema en tu vida y te afecta montones. Y no hablo de tener un mal día, o de afrontar algo doloroso pero pasajero, como la muerte de un ser cercano, sino de convivir con algo que te afecta constantemente de maneras que siempre has intuido, pero que nunca has tenido claras.
Era noviembre de 2018 y sabía que algo pasaba conmigo porque no le hallaba placer a nada. Iba por la vida como un zombie que no siente y al que le da igual todo, hasta usar la misma ropa todos los días. Hablé con mis empleadores y les pedí una licencia no remunerada para examinarme. Se esté en crisis o no, creo que es necesario tomarse períodos sabáticos para desconectarse y mirar todo con detenimiento, solo que en este caso sentía la necesidad de hacerlo o no iba a ser capaz de vivir un día más. Diciembre, enero y febrero, tres meses suenan a eternidad, pero pasan volando y cuando menos lo piensas ya tienes que volver a la rutina, por eso hay que aprovecharlos al máximo.
Se esté en crisis o no, creo que es necesario tomarse períodos sabáticos para desconectarse y mirar todo con detenimiento.
Pues yo diciembre me lo tomé de fiesta, una fiesta lúgubre, pero fiesta al fin y al cabo. Las primeras semanas salí poco y me bañé menos. Deambulaba por la casa perdiendo el tiempo y sabiendo que estaba buscando algo, pero sin saber qué era. Cuando me ponía juicioso a pensar sobre mi estado anímico, me perdía y terminaba haciendo cosas que no necesitaba, como ver una película o jugar FIFA, así que decidí no forzarme, a ver si las cosas llegaban solas. Y el 23 de diciembre, más de tres semanas después de haber empezado las vacaciones forzadas, llegó la respuesta como llegan las grandes revelaciones: por accidente.
Una amiga me invitó a ver la iluminación callejera de Navidad y luego a una fiesta, plan al que me negué a pesar de querer ir. En cambio, me quedé en la casa masticando mi soledad, que era exactamente lo opuesto a lo que quería hacer. Entonces me quedé pensando por qué lo había hecho y reventé a llorar durante casi una hora cuando supe la respuesta: porque tartamudear desde los seis años me había hecho un ser aislado y frustrado, alguien limitado y lleno de miedo que portaba la máscara de estoy bien, pero que por dentro cargaba rabia y tristeza por hablar de la manera en que hablaba. Envidiaba a todos los que hablaban de corrido, los envidiaba y los odiaba. Me había juntado con ellos porque no tenía de otra, pero malditos todos los que podían hacer bien algo que yo no.
Lloré como un niño esa vez y de paso entendí que nunca he dejado de serlo, que solo seré un hombre el día que hable de corrido, porque quien tartamudea es el niño, que por alguna razón no quiero dejar ir. El punto es que queda uno seco cuando saca el llanto acumulado de toda una vida, y después, cuando logra medio recomponerse queda atontado, como si le hubieran dado un batazo en la cabeza.
Tartamudear desde los seis años me hizo un ser aislado y frustrado, alguien limitado y lleno de miedo.
Descubrimientos de ese tipo te hacen repensar todo sobre lo que has basado tu vida, cuestionar el camino de negación por el que has andado y replantear lo que viene, como si toda tu existencia estuviera basada en una mentira. En ese instante se me vinieron a la mente incontables oportunidades en las que tartamudear me hizo actuar de tal o cual manera, o decir X o Y cosa. Por hablar así he perdido oportunidades sociales, laborales y hasta amorosas que de haber sido fluido me tendrían en otro lugar (uno mejor, sin duda). También saqué malas notas en la universidad y el colegio, he sonado y he sido tratado como un tarado, y yo ahí, haciendo cara de todo está bien. No solo he sido un tartamudo que finge que no le importa serlo, eso es lo de menos, sino que se ha esforzado por ocultarlo, muerto de estrés cuando le toca hablar porque sabe que inevitablemente le van a descubrir su farsa. Tartamudear ha sido para mí una vergüenza.
Empecé a tartamudear en mi infancia por un episodio sexual que he mencionado públicamente un par de veces, pero en el que no he ahondado porque hace parte de mi vida privada. Aunque mirándolo con cabeza fría, el episodio sexual fue el detonante, pero no la causa principal. Lo que pasa es que siempre será más fácil explicar un hecho a partir de un suceso concreto que a través de una dinámica de años. Creo que haber crecido en un entorno familiar violento y disfuncional donde había miedo y amor a la par fue lo que hizo incubar, y posteriormente explotar, mi forma de hablar. Un trauma infantil mal tratado puede desencadenar en muchos complejos de adulto; en mi caso, el tartamudeo y quién sabe qué otras particularidades.
Tartamudo a ratos, eso sí. Es sorprendente ver cómo en ciertas conversaciones o situaciones puedo ser el más fluido, capaz de no callarme durante horas al punto de desesperarme yo mismo, y en otras no dar con la tecla ni para decir buenas tardes. Crecí entonces debatiéndome entre la timidez y el histrionismo, guardando silencio ante personas que no me inspiraban confianza o situaciones que me resultaban incómodas, pero siendo un payaso cuando me hallaba a gusto, como desquitándome de todas las veces que tuve que callar por miedo a hacer el ridículo. Siempre con la idea, eso sí, de que tartamudear era normal y de que iba a irse algún día como por arte de magia.
Esto no es una enfermedad, es una condición, dicen, con todo lo condescendiente que puede ser el término. Tal vez me equivoque, pero yo lo veo como un eufemismo para decir que algo no está mal cuando en realidad sí lo está. Y además le ocurre al uno por ciento de la población, y por cada cuatro hombres que lo padecen solo una mujer lo sufre. Es decir, me gané la lotería, y no precisamente el Baloto.
Creo que haber crecido en un entorno familiar violento y disfuncional donde había miedo y amor a la par fue lo que hizo incubar, y posteriormente explotar, mi forma de hablar.
Por no poder juntar palabras al hablar me dediqué a escribir; lo mío es expresarme, creo. De haber sido fluido habría trabajado en radio, cosa que me habría encantado, aunque al mismo tiempo me gusta escribir porque la letra impresa queda, mientras que la que se pronuncia se pierde en el aire con el tiempo, y la sola idea de trascender, así nunca lo logre, me parece atractiva. Me encanta decir lo que pienso y me parece increíble que haya medios de comunicación que me presten un espacio para opinar, algo que la gente suele hacer gratis y a lo loco. Yo también lo hago a lo loco, pero me pagan por ello. Muchas veces he visto la escritura como un premio de consolación, una alternativa necesaria a mi forma de hablar. Al mismo tiempo entiendo que me ha permitido vivir lo que muchos sueñan: hacer de mi hobby una profesión, disponer de mi tiempo y poder trabajar desde donde quiera; nadie en ningún lugar del mundo me extraña, nadie me está esperando, pero alguien en alguna sala de redacción está esperando un texto mío.
Pero cuando no estoy frente a la hoja del computador me toca enfrentar la realidad de tener que hablar, y ahí es cuando todo se va un poco a la mierda. Sé que suena peor de lo que en realidad es y que parece que fuera un inútil que no puede resolver nada, pero la cosa no es tan así. Sí, hablar se me dificulta; sí, ser tartamudo me pone muy triste; sí, casi siempre prefiero callar o decir lo mínimo necesario para que la gente no descubra que lo soy, pero también es cierto que me le mido a lo que sea y a la larga, muy a la larga, no ha sido un problema. Me ha frustrado en muchos aspectos, pero en la mayoría de los casos he podido también hacer con mi vida lo que he querido, y ese es un regalo invaluable.
Después de descubrir y aceptar que tartamuedear sí era importante y me frenaba, era hora de ver cómo lo solucionaba. Estaba decidido a intentarlo al menos, y hoy, año y medio después, sigo intentándolo, a veces con disciplina y éxito, a veces a la de dios. Cada nueva frase es una oportunidad para corregirme y mejorar, pero también un reto que produce un hueco en el estómago inenarrable. Cuando logro hablar bien me siento el rey del mundo, y cuando no, me frustro montones, me quiero morir, encerrarme en mi casa y no volver a salir nunca más, algo así como retirarme de la vida, pero sin tener que matarme.
Ya durante la adolescencia había ido a sicólogos y fonoaudiólogos, a cursos de pronunciación, relajación y respiración, pero lo hacía sin convicción, empeñado en que, como mencioné antes, era muy joven todavía y mi manera de hablar se iba a corregir sola de un día para otra porque yo aún estaba en proceso de crecimiento. En realidad asistía a cuanto curso me consiguieran para que mi papá no sintiera que estaba botando la plata, y la verdad ignoro si hice algún avance durante esa época.
Ahora que de adulto dije no puedo más, no puedo seguir viviendo así, he hecho lo que está a mi alcance. Meditar montones, casi todas las mañanas. Meditar es una belleza, es la respuesta a todo porque por medio de la respiración y de sentir el cuerpo se puede llegar a cualquier lado. Meditar te aliviana y te despeja la cabeza, al punto de que hasta los problemas más grandes los ves perfectamente solucionables. Meditar es la llave que abre todas las puertas. Con la cabeza despejada pude meterme en el intrincado mundo de tutoriales de Youtube, un espacio tan útil como lleno de basura. Me remití a Internet porque no era ningún amateur en el asunto y sabía lo que tenía que hacer, solo necesitaba refrescar la memoria.
Además de la meditación volví a lo básico: ejercicios de respiración y relajación, todo por mi cuenta. Para lo único que busqué ayuda profesional fue para algo llamado neurofeedback, una técnica donde básicamente leen tu actividad cerebral y la regulan para que logres relajación y concentración. Ya lo había hecho años atrás y me fue tan bien que decidí repetir. Pero fue la excepción, porque de resto el trabajo lo he hecho en el clóset de mi casa, un lugar tan grande que hace las veces de estudio, estudio que el diseñador del apartamento decidió no incluir en los planos.
Mi voz es grave porque soy un niño hablando a través de las cuerdas vocales de un adulto.
Y es chistoso que a veces las respuestas se encuentren en los lugares más insospechados, porque aunque todo lo que he hecho me ha servido de alguna manera, lo que he hallado más efectivo es un libro de 1955 llamado La tartamudez vencida. Es un libro chistoso, obsoleto si se quiere, escrito por Jesús Ordóñez Ancín, un sacerdote español conocido como El Sacerdote de los Tartamudos. Yo que pensaba que los tartamudos estábamos desamparados, a merced de las burlas crueles en colegios y oficinas, y resulta que tenemos cura propio. Digo que el libro es obsoleto porque por apartes tiene lecturas religiosas más acordes a otros tiempos que a los actuales, pero en general me ha funcionado. A través de él he aprendido varias técnicas tan efectivas como difíciles de realizar si no se le mete voluntad al asunto, porque con el tartamudeo, como todo en la vida, te puedes llenar de herramientas, que si no le metes ganas no vas a llegar ni a la esquina.
De arranque tengo que respirar. En respirar está todo, no solo el principio de la vida, sino la calma en momentos de tormenta. Luego relajar no el cuello, que también, sino los hombros. Aún no tengo claro si es mejor relajarlos primero y empezar a respirar, respirar antes y relajarlos después o hacer las dos cosas en simultánea, pero la cosa va por ahí. Esto de enfrentar los traumas es todo un viaje lleno de experimentos. La respirada debe ser desde el abdomen y no desde el pecho para que la voz salga del estómago y no de la garganta. Cuando lo logro, todo fluye y hasta el tono cambia; sueno no solo más sereno, sino como adulto, con una voz gruesa tipo radio que nada tiene que ver con mi voz infantil grave. Mi voz es grave porque soy un niño hablando a través de las cuerdas vocales de un adulto. El problema es que no siempre logro sacar con fuerza la voz desde el estómago, como si yo fuera una máquina y tuviera el motor averiado. Debo detenerme en este detalle y analizarlo más a ver cómo lo soluciono.
También toca hablar despacio, muy despacio, como si estuviera aprendiendo a hablar apenas. Y esto es muy difícil porque me siento como subnormal cuando llego a un restaurante, por ejemplo, y pido un plato a dos kilómetros por hora. Sé que sueno raro, pero no tan raro como cuando tartamudeo. Me cuesta bajarle las revoluciones a mi habla, y es clave lograrlo porque si pretendo hablar de corrido, tengo que procurar que la velocidad del cerebro se adapte a la de los labios y no al revés.
Esto está lleno de descubrimientos, decía; descubrimientos cotidianos, pequeñas conquistas y grandes golpes. Ya he mencionado varios, a los que hay que sumarle parar cuando noto que empiezo a tartamudear, respirar, relajarme y retomar desde donde dejé, o regresar al principio y arrancar desde allí nuevamente. Volver natural cada una de esas acciones es un complique porque desacostumbrar al cuerpo es muy difícil, pero lo más complejo de todo es mirar a los ojos a mi interlocutor, que es con lo que abrí este artículo y con lo que voy a cerrarlo, porque quiero dejar claro que me produce una angustia horrible, como si fuera un ser diminuto que no es capaz de sostenerle la mirada a nadie.
Cuando hablo miro al infinito porque encontrarme con el otro solo hace que me acompleje más y quiera salir corriendo. Esto me ha servido para entender que el tartamudeo no es el origen de mis problemas sino una desgraciada consecuencia apenas. El problema, el verdadero problema, es que sigo siendo un niño asustado, un ser lleno de miedo a todo: a hablar, a vivir, a que le hagan daño. Es una revelación dura y bella que me cuesta mucho hacer.
También soy disléxico y muchas veces me veo escribiendo palabras con las letras cambiadas, por lo que terminar un artículo me toma más tiempo que a los demás. Esta es la primera vez que confieso tal cosa y, a diferencia de todo lo que he dicho en los renglones de arriba, no me da vergüenza aceptarlo.
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