Hace diez días estoy en cuarentena. Cuando digo estoy, es una imprecisión. Estamos acá encerradas mis inseguridades, mis ansiedades, mis miedos, mi bulimia y yo. Me gustaría no tener que referirme a esta última en presente, pero resulta que no se puede.
He sufrido de desórdenes alimenticios desde los doce años y, aunque hace tiempo no vomito y no tomo laxantes, y también a pesar de que hace un par de años no paso días enteros de hambruna, sufro de una fuertísima dismorfia corporal. No puedo verme objetivamente del tamaño que soy y por eso tengo que desconfiar de mi percepción sobre mí misma para poder existir.
No me interesa redundar en lo obvio, lo que se ha dicho y repetido y con lo que todos estamos de acuerdo: que hay muchas cosas más graves para preocuparse o pensar ahora; que la delgadez es una imposición patriarcal, nefasta y dolorosa, que excluye y discrimina a muchas corporalidades; que el ideal de belleza es imposible y que además lo que pase con nuestro peso es irrelevante en este momento. Yo estoy de acuerdo con todas esas sentencias, pero temo igual, porque aquí, para bien o para mal, también se pone en juego mi salud mental y no es tan fácil como decir “bueno, ya está, hay cosas mucho más importantes y eso no es nada”. No es así como funciona porque no es una cuestión racional.
Tampoco me voy a victimizar. Empecé a seguir las instrucciones sociales para ser más flaca porque soy una esclava juiciosa, porque soy sumisa, porque quería que me quisieran y no tengo la suficiente rebeldía o personalidad para bancarme el castigo, aunque castigo siempre hay igual. Sufrí, claro, pero todos sufrimos el cuerpo que nos toca por distintos motivos. Las personas que no son flacas lo sufren mucho más, no tiene sentido venir a compararse. El sistema discrimina, tortura y excluye los cuerpos que se salen de la norma y les militantes gordes son personas a quienes envidio y quiero, que desafían ese régimen sobre los cuerpos y sortean la cruel injusticia mientras yo bajo la cabeza y me como una sonsa galleta de arroz, rumiando mi propio desprecio, mi propia inseguridad, abrazando la limitación alimentaria que me hicieron tener, pero que también acepté a cambio de las migajas que me dieron por ella. Porque sí obtuve premios, miserables ante el costo de la delgadez, pero privilegios al fin.
La cuarentena tiene unas reglas que parecen ser totalmente incompatibles con superar desórdenes alimenticios como el mío.
Por ejemplo, implica salir lo menos posible a la calle. Eso quiere decir que hay que hacer compras grandes, cocinar, guardar, racionar, planificar comidas, hacer listas de mercado, comprar cosas por si algún día no podemos. En resumen: hay que pensar todo el día, o gran parte de este, en comer. Y esto pone en tensión la única manera en que había logrado regular un poco mis hábitos alimenticios, que era, justamente, no darle tantísima bola a los alimentos.
Cada vez que alguna de esas chicas escuálidas de las redes dice “soy una gorda” porque se comió un paquete de galletitas entero me da entre bronca por la obscena estigmatización de la gordura y ternura por la idiotez. No, cariño, no tienes idea de lo que es un atracón de ansiedad. No sabes lo que es comerte una alacena entera, con un freezer entero, sin siquiera masticarla, sin saborearla, comerla para que se vaya, comerte una cantidad de comida que te desborda hasta que te lastima, hasta que te duele la barriga, hasta que el día acaba y sientes que te puedes dejar de castigar. Comer sal con dulce, dulce con verdura, arroz con dulce de leche, leche condensada con rodajas de pan o con arroz y así hasta el infinito. No tienes idea, así como yo no sé y tengo que aprender y todos los putos días tengo que pensar y poner en práctica que se puede comer una sola galleta sin agotar el paquete y detonar la ansiedad.
Ahora no sólo estoy obligada a pensar en comida todo el día, sino que es o pensar en eso o pensar en la muerte, porque tampoco tenemos muchas más cosas para hacer. No todas las personas entienden el miedo a alimentarse, el miedo a comer y por ahí derecho, quizás, el miedo a engordar. Me gustaría decir que es sólo una cuestión de vanidad, que es sólo el sistema patriarcal, pero aún cuando acabemos con eso, cuando derroquemos —si es que lo hacemos— la imposición de la delgadez sobre nuestros cuerpos, nuestras subjetividades van a seguir totalmente arruinadas y distorsionadas por ese ideal. Y no sé cuánto tiempo va a tomar resolver eso.
A mí engordar como tal ya no me da tanto miedo. No me da el miedo que me daba cuando estaba dispuesta a vomitar comida en el inodoro de mi casa, o cuando me tomaba un paquete entero de dulcolax y me parecía más viable tener diarrea un día entero que la posibilidad de subir de talla. (Sí, la relación entre delgadez y salud es mentirosa y discriminatoria). Decididamente no siento ese nivel de temor, pero sí algo. ¿Los miedos no son también construcciones sociales? ¿Cómo no temer si en medio de una pandemia —a pesar de todas las noticias que es relevante y necesario contar al respecto— los diarios destinan una sección a advertirte que no debes engordar?
Pienso en mi cuerpo, en su tamaño, en su variabilidad de tamaños, en cómo subir de peso pueda afectarme emocionalmente. Pienso en la comida que ahora está en la alacena y que tiene que durar para sobrevivir los tiempos del coronavirus y la cuarentena. Esa comida es como una persona nueva con la que tengo que aprender a convivir. Tendremos que conocernos y tenernos paciencia. Ya no puedo resolver el problema como antes: erradicando los alimentos al máximo de mi espacio vital. Comer la mayoría de veces por fuera de la casa y tener en la nevera apenas lo necesario para desayunar no es más una opción. La comida tendrá que ser mi compañera, no mi enemiga, porque de lo contrario, moriremos las dos.
No ha sido fácil. Tengo más tiempo para pensar en todos mis defectos y menos aprobación social de la gente que me quiere para olvidarlos. Estamos solas, mi reflejo en el espejo y yo, y no hay nadie más cruel e infame con su propio cuerpo que yo misma. Nadie. Entonces trato de no mirarme hasta que me sienta más cómoda o más a gusto. ¿Es lo mejor? Qué se yo, es lo que me sale. No me interesa si es lo mejor. No estoy obligada a mirarme a un espejo sin ropa si no me da la gana y decirme que me amo si tengo ganas de odiarme, así que hago lo que puedo por ahora.
Tampoco me siento tan mal. Sí, inseguridades viejas han vuelto en esta cuarentena porque la vida que dispuse para los demás y la imagen que dependía de sus halagos ya es totalmente obsoleta, pero bueno, se trabajará con el tiempo.
Lo que sí he puesto en práctica, que me ha servido un poquito con toda la extraña presencia que habita ahora los gabinetes de mi cocina y nevera, es cocinar. Poner música que me gusta y tratar de que prepararme comida también sea un momento placentero, además de largo. Revisar cada alimento con la curiosidad de un niño y tratar de hacerme amiga. Si estamos obligadas a coexistir, al menos que sea una experiencia placentera. Preparo deliciosos platos de cosas que antes ni podía tocar en un supermercado.
Pienso en que quizás la próxima vez que salga de compras incluso pueda llevar un dulce de leche y comer sólo lo que necesito para untar una tostada a la mañana en lugar del tarro entero, lo pienso como un desafío que para mí es como escalar el Everest. Me siento más capacitada ahora para eso; se reirán, pero antes ni podía considerarlo. El desorden alimenticio también es un hábito, una costumbre, como colgar las llaves en el mismo lugar: comer hasta vaciar. Si voy a tener un ataque de ansiedad, pues al menos que lo que devore sea rico, pienso. No tengo otra que prepararlo yo. Esto me da esperanza, amigarme con la comida a partir de cocinarla.
Con lo demás: bueno, cada quien hace lo que puede. Estamos encerrados con la constante amenaza de enfermar y morir, sin que nadie nos abrace en el medio, sin poder abrazar. Si lo que te hace bien y hace que puedas fijar tu mente en algo es levantar bidones de agua, aferrarte a la idea del bienestar de Instagram y las modelos fit y saltar lazo en el mismo lugar: no me interesa juzgar. Prefiero dirigir la bronca contra los titulares de las revistas y las conversaciones en los medios sobre lo terrible que sería que engordáramos en el encierro.
Por ahora, al menos, todos hacemos lo que podemos, confinados con nuestros cuerpos y los miedos que nos enseñaron a tener.
A María del Mar la encuentras en Instagram como @delmar_rv o en Twitter como @DelMarR_V.
María del Mar Ramón https://ift.tt/eA8V8J
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