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martes, 24 de marzo de 2020

Parir no es cuestión de método

Había dos monitores titilando. Uno marcaba el ritmo de su corazón y el otro marcaba el del mío. Pasaban las tres de la mañana y en la oscuridad, mientras una máquina inyectaba anestesia a la parte baja de mi cuerpo, yo acariciaba mi panza tratando de sentir el calor de mi hija que se acomodaba del otro lado de mi piel. Después de una semana de preparto, tres horas de oxitocina sintética y ya en la semana cuarenta y dos de gestación, ella aún no tenía intensión de nacer.

Mi cuerpo lastimado después de varios días de sangrar, de no dormir, de crujir con cada paso, de caminar tres y cinco kilómetros diarios para que la beba se abriera camino en la pelvis había dado todas las señales para que abandonara mi plan original y entrara en lo que sentí una derrota: la inducción. Me inyectarían un químico para activar las contracciones y forzar el parto.

Insistí hasta el último segundo en dejar que mi hija decidiera. Escuché durante gran parte de mi embarazo, en posición fetal, la grabación de hipnosis que me decía que llenara mi útero de luz dorada y que me imaginara en una playa paradisíaca para prepararme para el parto vaginal. Tomé aceite de ricino y té de frambuesa y condimenté con picante cada comida. Nada funcionó. No sé si fueron los nervios, o el tamaño del feto, pero cuando pasé los ocho días de mi fecha probable de parto, cedí ante la epidural.

Las premisas de mi plan original habían sido prácticas: la ciencia aseguraba que mi cuerpo estaba diseñado para parir si eso quería, y darle teta a una bebé con una herida tan grande en la barriga me parecía tortuoso. Conclusión: encontré dentro de los proveedores de mi seguro un hospital en Nueva York ––la ciudad donde vivía–– en el que practicaban la cesárea como último recurso. Al ir allá me prevenía de entrar en el segmento de más de 30% de mujeres a las que en Estados Unidos diseccionan cuando dan a luz. También agradecí no estar en Colombia ––mi país de origen––, donde casi el 50% de los bebés nacen a través de la ya sistemática operación. Leí que la Organización Mundial de la Salud establecía que el porcentaje no debía pasar del 15% y ya había escuchado que muchos doctores, por comodidad (para ellos) y otras cosas más, recomendaban agendar el parto y salir rápido del asunto. Eso no me pasaría a mí.

Teresita Goyeneche - embarazo - barriga

Esa madrugada, con la adrenalina disparada, busqué refugio en mi vientre. En ese lugar donde antes se sentían los músculos tensionados de mi abdomen, ahora había un turupe redondo que vi crecer muy lento durante cinco meses y después a toda velocidad. El embarazo, que llegó por sorpresa, pronto se convirtió en un motivo de esperanza que me hizo ser más saludable, más sonriente, más feliz. Descubrí que quería ser madre y quería dar lo mejor de mí. Para lograrlo, encontré en asesoras de lactancia, matronas y madres conscientes y feministas un camino que quería recorrer. El de lo natural, el de descubrir los misterios de todas aquellas funciones que nunca antes se habían activado en mi cuerpo. Hacía sentadillas profundas cada día pensando en esas palabras que, en De animales a dioses, Harari le dedica al parto de las homo sapiens que vinieron antes de mí. Yo quería parir como ellas, en cuclillas y pujando. Recibir a mi hija con todos mis sentidos despiertos, ponerla en mi pecho para que se pegara a mi teta, sentir con mis dedos su piel aún cubierta de sangre, pegajosa y hedionda a mis vísceras. Yo quería todo eso.

De repente, una alarma se disparó y una enfermera de ojos verdes y media cara cubierta por un tapabocas entró a la habitación. Revisó los monitores y masajeó un costado de mi barriga, reanimando a mi niña. Su ritmo cardíaco había disminuido por un momento, pero ya todo estaba bajo control. La enfermera revisó mis pupilas, me dio una palmada en la mano y apagó la luz de la habitación antes de salir. Como pude, me acosté de lado con dos almohadas entre las piernas. Conté cada respiración como contaba las gotas de suero que entraban a mis venas. Gotas que martillaban mi cabeza y me generaban una sensación aprensiva que invadía mi garganta. Recordé las veces que repetí, inflexible, que no quería una cesárea. Las veces que, en silencio, pensé mal de aquellas que agendaban su parto como si fuera una manicure.

Recordé las veces que repetí, inflexible, que no quería una cesárea. Las veces que, en silencio, pensé mal de aquellas que agendaban su parto como si fuera una manicure.

Había sentido miedo, mucho. Miedo a partirme, a rasgarme, a no poder respirar entre contracciones. En medio de ese miedo, llegaron las opiniones y los consejos. Si la bebé no nace por parto vaginal no va a tener tantos anticuerpos, decían. Va a tener problemas para enfrentar la vida, me advirtieron. Cortan siete capas de tejido, me recordaron cada vez que entré en pánico. Un par de amigas madres y algunas profesoras de la maestría que adelantaba me recomendaron leer sobre el Método Mongan, que con treinta años dando vueltas en el mundo occidental, ayudaba a alejar los temores, el dolor y a recibir el parto con armonía. El método había sido clave para ellas, así como para Kate Middleton y otras celebridades. Y yo lo seguí por varias semanas, convencida de que haciendo la meditación tendría suficiente para lograr parir en forma.

Teresita Goyeneche espalda sombra árbol

Mis párpados empezaban a ceder ante el cansancio y por primera vez en semanas no sentía dolor, cuando la alarma se activó de nuevo. Eran casi las cinco de la mañana. Esta vez ambos corazones se habían ralentizado, mi presión estaba baja. Una enfermera y una doctora entraron apuradas, prendieron las luces y me dieron palmadas suaves en las mejillas para sacarme del sopor en el que ya me sumergía. Me pusieron una máscara de oxígeno, volvieron los masajes de reanimación, suspendieron la oxitocina. La doctora se puso un guante de látex, se untó los dedos con lubricante y midió mi cérvix. Tenía dos centímetros de dilatación, necesitábamos por lo menos nueve.

Existen en el mundo del conocimiento dos premisas fundamentales para concederle legitimidad a un pedazo de información: debe ser verdad y uno debe creer en ella. La verdad es obtenida a través del método científico y la creencia está atada a la confianza que tienen las personas en ese discernimiento. No solo existe material científico que garantiza que si una atraviesa el cérvix de la madre y es bañada en su flora vaginal previene futuras enfermedades inmunológicas y condiciones intestinales, sino que, en los últimos años, cada vez es mayor el movimiento que desaprueba la cesárea e incluso la inducción como primer recurso. En ese contexto abanderado por el mundo progresista, renunciar al método biológico prende las alarmas a quienes les gusta predecir la calidad de mamá que uno será en el futuro. Un juicio en el que va implícita la pregunta: si no estás dispuesta a sufrir por tu hija, ¿realmente tienes las credenciales para criar?

Renunciar al método biológico prende las alarmas a quienes les gusta predecir la calidad de mamá que uno será en el futuro.

Amedrentada ante la posibilidad de ser tachada de mala madre, cuando en la semana treinta y ocho mi obstetra, viéndome ya enorme e hinchada, me preguntó si quería agendar una inducción “por si acaso”, le dije que no. Que yo quería esperar. Ese mismo día, desvelada frente al espejo viendo las manchas negras que producto de las hormonas de la gestación tenía encima del labio como si fueran un bigote de Cantinflas, me sentí orgullosa de haber pasado la prueba. De haber sido más grande que el patriarcado que nos manipula hasta llevarnos a renunciar a nuestro derecho a decidir cómo parir. Yo ya lo tenía todo muy claro. Mi destino estaba en mis manos.

Teresita Goyeneche parto

Ahí, detrás de la máscara de oxígeno, noté el amanecer y pronto escuché el serpenteante golpeteo de la lluvia en la ventana de mi habitación. Con el día también llegaron la familia y la tibieza de su compañía. No sentía los pies ni las caderas, pero las máquinas daban fe de que las contracciones se habían vuelto rítmicas y más frecuentes. Una enfermera auguró que al final de la tarde tendría a la bebé en mis brazos. A las nueve de la mañana me quitaron el oxígeno, picaron mi placenta y notaron que había meconio en el líquido amniótico. La beba se había hecho popó. Sin mirarme a los ojos, la enfermera dijo que todo seguía bajo control. Pasadas las once, mi pareja y yo, entre el cansancio y el regocijo, decidíamos qué nombre ponerle a nuestra hija cuando la alarma se disparó nuevamente y de manera definitiva.

Entraron tres enfermeras, una doctora, una estudiante y un anestesiólogo. Una bajó mi sábana hasta la rodilla y me preparó para un examen. La doctora pidió mi consentimiento para que ella y la estudiante revisaran mi cérvix. “El corazón de la bebé está latiendo con dificultad”, me dijo. Si no había nueve centímetros de dilatación, me tenían que llevar al quirófano. Tenía tres. Mi mamá me miró con los ojos desorbitados, mi pareja palideció ante la premura. Firmé un papel en el que liberaba de responsabilidades al hospital si algo me pasaba, mientas las enfermeras depilaban mi pubis. Entre cuatro me levantaron de mi cama, me pusieron en una camilla y me llevaron por un pasillo de luces blancas. Mientras yo preguntaba si mi hija estaba bien, la doctora recitaba en terminología médica los detalles de mi caso. Nadie contestaba. Yo me sentía en un capítulo triste de Grace Anatomy.

Todo pasó muy rápido. Me acostaron en medio de una sala con los brazos abiertos, como si fuera Jesucristo. Las lágrimas caían desde las comisuras de mis ojos hasta mis oídos. Perdí sensibilidad de las costillas para abajo, pero por dentro todo se sentía más intenso. Temblaba, no podía evitarlo y preguntaba sin parar: “¿está todo bien con mi hija?”, nadie contestaba.

Teresita Goyeneche -embarazo - sombras - girasoles

¿Cómo dejé que algo tan importante llegara hasta aquí?, alcancé a pensar abrumada por la culpa, mientras las drogas me hacían efecto. Una causa se apiló sobre la otra y rechacé toda señal porque, como muchos, no observé al mundo como era sino como quería que fuera, a través de mis pensamientos, prejuicios y expectativas. Había pasado todos esos meses haciendo que mis decisiones se acoplaran a mi ser político y desdeñé mi humanidad, como si fuera infalible. En la sala sonaba “Alone”, de Heart, pero el silencio seguía siendo fino y apremiante. Sentía la voz amorosa de mi hermana en mi oído, pero las palabras no me tocaban.

Había pasado todos esos meses haciendo que mis decisiones se acoplaran a mi ser político y desdeñé mi humanidad, como si fuera infalible.

Es probable que me haya demorado más escribiendo el párrafo anterior que lo que tardé ese día en escuchar el diáfano llorar de mi hija, un cristalino hilo de agua. El sonido más bello del mundo. Cuatro kilos, cincuenta y un centímetros, la espalda y los brazos llenos de pelos. Qué animal más hermoso. Después de limpiar el sebo y la mierda en la que estaba bañada por su gesta escatológica, mi hermana la puso sobre mi pecho y yo temí que se me escurriera porque estaba tan drogada que no tenía fuerza ni control en mis brazos. Un par de horas después, en la sala de recuperación, mi hija tomó por primera vez de mi teta y yo recién cosida y espesa, pegué su panza a la mía para que nuestros corazones siguieran, por un rato más, latiendo juntos.

Si este embarazo mío hubiera llegado hace dos mil trescientos años, habrían practicado una cesárea para salvar la vida de mi niña cuando yo ya hubiera perdido la mía. Eso hacían los romanos. Hoy tenemos anestesia, antibióticos. Gracias a todo eso en lo que antes escupí, hoy disfruto a diario este libro en blanco que es la maternidad. El mundo físico y el mundo de las ideas están ahí, son uno haciendo simbiosis en cada ser vivo que lo habita. Nosotros lo observamos y él nos observa de vuelta. Si antes pensé que solo a través del parto vaginal cerraría con plenitud mi preñez ––lo que yo creía la forma correcta de pensar––, en el instante que recibí la carne tibia de mi niña en mis brazos, entendí algo que ahora, meses después, puede tratar de poner en palabras. No existe un único o un mejor método para parir. Existe la razón sobre la que ponemos nuestras decisiones. A veces soltar y respirar mientras vamos descendiendo en caída libre es la única forma que tenemos de encajar, de encontrar nuestro espacio, de habitar nuestro cuerpo y escuchar su verdad, que es la más legitima. Todo lo demás es susceptible a la duda, al cambio, a tratar de hacerlo mejor.

*Dedicado a mi hermana y mi mamá, compañeras de viaje.

A Teresita la encuentras en Twitter como @Goyeneche_te.

Teresita Goyeneche https://ift.tt/2vILNRU

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