Estoy en el funeral de Brenda Chignoli. El segundo piso de la casa funeraria del centro cordobés está lleno. Hay llantos y desconsuelo, pero también sonrisas tímidas, la mayoría producto de recuerdos de esa pequeña gran mujer que no paraba, que no paró nunca. Que desconocía la timidez y las negativas. Que despreciaba con toda su alma las leyes inhumanas que tan al pie de la letra llegó a conocer. Que se inventó sus propias reglas, reglas que en ese segundo piso nadie desconoce y que fueron basadas fundamentalmente en la verdad, joda a quien le joda.
Entre miradas nos reconocemos y reconociéndonos la vemos un poco a ella, a sus caminos. En la vereda fumamos flores en su honor.
Le fallamos. Le fallamos periodistas, activistas, políticos del palo y políticos de turno que apuntan con narices empolvadas y botellas de whisky diarias los consumos de los otros. Le falló un sistema judicial y legislativo que se caga en la Constitución. Falló una sociedad punitivista y mano dura que mira para el otro lado, o peor, aplaude hipócritamente, mientras hordas de personas son judicializadas y encanadas. Privadas de sus derechos más básicos. Privadas de su medicina. Discriminadas de los sistemas sanitarios, que en beneficio de cualquiera menos de los pacientes continúan sin contemplar al cannabis como lo que es: medicina accesible.
Hasta la fecha el cannabis continúa siendo ilegal en Argentina. Brindar el tratamiento médico adecuado para un sinnúmero de dolencias sigue siendo mayormente penado y perseguido. Los accesos legales tan anunciados y aplaudidos son casi inexistentes en la práctica. Brenda se murió y todos, o casi todos le fallamos. No le falló su familia, que siempre la bancó. No le falló Sergio Moyano, su pareja.
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“Nos conocimos porque la Brenda estaba cuidando un campo donde hacían falta unas obras y preguntó en el centro Sai Baba quién podía hacerlas y ellos me recomendaron a mí, porque les había hecho una escultura un tiempo atrás a pedido de un amigo que iba ahí. La cuestión es que éramos varios trabajando en la obra. Brenda venía a veces y tomábamos unos mates. A la segunda vez que vino, después que se fue, los compañeros de la obra me hicieron ver que solo estaba tomando mate conmigo. Ahí algo se despertó en mí. Yo era prácticamente un monje en esa época, un asceta rastafari”, me cuenta Sergio, mientras tomamos un café en una panadería del barrio de Alberdi, un día antes de que se decrete la cuarentena. Sergio me dice que puede vivir a café y porro. Que desde que Brenda se fue, hace casi un año atrás, ya no come; solo cuando se acuerda, o cuando alguien le cocina.
Brenda hacía enojar a más de una amiga cuando se iba de las reuniones porque quería cocinarle al Sergio. Ella se los decía sin drama. Le gustaba cocinarle a Sergio. Le gustaba mirar la novela. También le gustaba incomodar. Plantaba pequeñas trampas para analizar las reacciones de la gente, o a veces simplemente para divertirse, como lo hizo la primera vez que la conocí, en una protesta en solidaridad con Palestina. Mientras me daba un porro me miró a los ojos y me dijo seriamente: “Yo me tomo mi propio pis todas las mañanas”. Esa vez pasé la prueba, quedamos en contacto. Y fue así como entré en el círculo de confianza de alguien que no tenía nada que ocultar, aunque la ley opinara lo contrario.
Cuando Brenda y Sergio se conocieron, ella recién salía de un matrimonio donde había sufrido varios abusos que finalizaron con su entonces pareja contagiándole VIH. Madre de tres hijos varones, había quedado sola, lastimada y enferma. Herida. No era la primera vez. Ya había tenido experiencias tormentosas, pero esta vez el daño había ido demasiado lejos, prometía volverse más allá de lo reparable.
Sergio venía en otro proceso. Después de ser militante y líder juvenil de la UCR, partido hegemónico en el poder provincial en la Córdoba de los noventa, y funcionario provincial en algún momento, la cercanía con la realpolitik lo había asqueado. Habiendo visto de cerca donde no quería llegar, lo que no quería ser, para cuando la crisis del 2001 golpeaba la Argentina, él ya se había volcado completamente a la meditación, a vivir de la forma más simple y mínima posible y a fumar marihuana. Mucha marihuana.
No se separaron más. Se complementaban. Brenda era el tipo de persona a la cual le tirás dos problemas y te plantea cuatro más serios de vuelta. Sergio, de los que le tirás dos problemas y te plantea cuatro soluciones.
Brenda no fumaba, de hecho hasta tenía cierto rechazo. Pero cuando comenzó a consumir los antirretrovirales y a sentir los efectos secundarios que le causaban y cómo estos se aminoraban o desaparecían con el cannabis, arrancó una relación de intenso amor con la planta.
Al principio solo fumaba con Sergio. Cuando Sergio viajaba le dejaba algunos porros armados y los compartían por teléfono. Así comenzó a fumar sola.
Brenda, quien había conocido a Sergio en un estado sustancialmente frágil, había sanado esa fragilidad, o al menos aprendido a sobrellevarla, y se convirtió en una fuerza de la naturaleza. Llevó toda su energía al activismo: primero de los pacientes con Sida, y luego hacia el mundo cannábico, luchando por su regularización, porque se llevaran a cabo estudios médicos para establecer protocolos de uso, para que hubiera acceso a tratamientos cannábicos.
“Cuando la conocí estaba tras los pasos de un gran brujo, que era Sai Baba. Con Brenda terminé viviendo con una gran bruja”, me dice Sergio. Con herencia mapuche por línea materna, algo de bruja tenía Brenda, quien a menudo soñaba con plantas. Los mapuches tienen un nombre para esas personas: lawentuchefe. Así se refiere a ella Sergio, que me dice que a veces tiene que mirar dos veces para asegurarse que no la está viendo, sentada, cruzada de piernas, con ese gesto tan típico de fumador de tabaco que le había quedado, y que era la forma en que fumaba sus porros. Desafiante y sensual.
Entre activismo, misticismo y cultivos, Brenda y Sergio fueron haciendo de su viaje, también un viaje colectivo. En 2012, cuando a Brenda le diagnosticaron cáncer, arrancaron a hacer aceites medicinales. “Brenda era el tubo de ensayo, así lo decidimos. Íbamos probando con ella la calidad de los aceites, la cantidad donde iba haciendo efecto, donde le iba aliviando el dolor”, me relata Sergio sobre ese tiempo.
Al principio fueron los mismos “compañeros” de hospital los que, viendo lo bien que iba Brenda con el aceite, le pedían para ellos. Después la voz se fue corriendo.
“Yo no puedo sentir que soy narco. Que soy clandestino. Esto para nosotros siempre fue un trabajo en libertad. Se trata de libertad. De que sea accesible”, me explica Sergio sobre cómo hace su trabajo de agricultor y productor de aceites. Ese mismo sentido de no estar cometiendo un delito es el que lo ha vuelto invisible para autoridades, que aunque lo han querido, nunca han podido encontrarlo culpable de ningún delito.
La red que formaron abastece a cientos de pacientes de todo tipo de dolencias que requieren cannabis, en prácticamente todas las provincias de Argentina. Varios miles se abastecieron de ella hasta que aprendieron, guiados por Brenda y Sergio, a generarse su propia medicina a través del autocultivo. Muchos de ellos son hoy pacientes/productores.
En 2015 Brenda me llamó para que asistiera a una reunión a la que estaban invitadas las distintas organizaciones y activistas cannábicos locales. Eran épocas en que la provincia de Córdoba hacía recorridos diarios en helicópteros volando por los barrios y localidades busca de terrazas o patios con plantas. Nerviosa por un allanamiento que les habían hecho unos días antes, Brenda había convocado la reunión con el objetivo de proponer que entre las organizaciones se pagara un servicio mensual jurídico para que, en caso de necesitarlo, este estuviese a disposición de cualquier cultivador. Su propuesta no tuvo éxito. Todos estaban menos expuestos que ellos. Ellos, que eran los más pobres. Los que les costaba más poder pagar un abogado. Los que más hacían por otros.
Cultivar para uno mismo es un riesgo. Cultivar aunque sea para uno más que uno es un riesgo doble, y crece exponencialmente. Hacerlo por un sueldo mínimo suena ridículo para cualquiera que alguna vez haya estado en el negocio de proveer marihuana o alguno de sus productos derivados. Ganar lo mismo que el que tiene una granja de papas, un quintal de frutales, una pequeña vid. Pero eso es exactamente lo que encontró documentado en una carpeta amarilla que le pusieron sobre la mesa el último juez federal que allanó a Brenda y Sergio en su exilio idílico en Catamarca, un pequeño pueblo serrano en el medio de la nada. Atendiendo a cientos de pacientes por mes, la pareja se quedaba con un sueldo mínimo.
Tres años pasaron en Catamarca. Al lado del río. Lejos de la ciudad. Entre cientos de plantas de todo tipo, de las cuales alimentaron sus cuerpos y almas. En la única visita que les hice, Brenda brillaba. Había aumentado unos kilos. Seguía charlando hasta por los codos, pero a un ritmo más lento, más alegre. Estaba en paz.
Les duró poco. Los volvieron a allanar. El mismo juez que sabía que no tenía prueba alguna de que fueran narcos, y que no había ánimo de lucro en lo que hacían. Nuevas órdenes nuevos tiempos. Nuevos negocios paralelos en un país donde el mayor cartel siempre ha estado dentro del sistema judicial, con sus peones en la policía y sus alfiles en los ejecutivos locales. Todos bien aceitados.
¿Sino cómo se explican las más de veinte mil semillas genéticas que les han incautado con los años y que nunca figuraron en ningún expediente? ¿Las cientos de plantas crecidas y varios kilos de cosechas robadas por los narcos de azul en distintos operativos que le hicieron a la pareja en todos estos años? ¿Lo seguido que se repiten relatos similares entre cultivadores en todo el país?
Un tiempo después del último allanamiento Brenda recayó y tuvo que volver a Córdoba.
Prácticamente desde la unidad de terapia intensiva organizó la última marcha por la legalización, que, de no haber sido por ella, en el 2019 no se hacía. La encabezó en silla de ruedas, con barbijo y se fumó un buen porro.
“El poder está bien armado contra la gente que se vuelve progresista dentro del sistema. Esa era Brenda. Yo tengo el concepto de que me la mataron. Yo no tengo odio, pero sí se las tengo jurada”, me dice Sergio, quien también me cuenta de las decenas de amigos que bautizan a sus plantas Brenda. Que está presente en tantos humos. Que vive entre flores. Que es semilla de libertad.
Ignacio Conese https://ift.tt/3cFxihP
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