Artículo publicado originalmente por VICE España.
Desde la sala la escucho lamerse despacio, repasándose todo el cuerpo con esmero e intentando tapar su olor de mascota amansada para recuperar el de animal salvaje. Los lengüetazos de mi perra Sua resuenan en casa desde hace 41 días que iniciamos el confinamiento. Cuando ya lleva 5 minutos lamiéndose el ojete del culo, le pido por favor que pare. Ella me mira desde lejos, con sus ojos de mastina triste, no lo entiende pero lo entiende, y para.
Hace días que dejamos de perseguir gatos y chicos por la calle. Ahora los miramos desde el balcón, ella quiere ladrar pero yo no la dejo. Vemos pelis y la Sua intenta cazar los animales que aparecen en la pantalla. El cine parece más real que la vida y Aristóteles debería aprovechar para reescribir su poética. La verosimilitud no es lo que era y el silencio tampoco. Como en el 4’33” de John Cage o como en una película de Godard, la banda sonora de nuestra vida se ha parado en seco en medio de una escena y ahora todo suena diferente.
"Hablar es casi una resurrección con respecto a la vida; cuando se habla hay otra vida que cuando no se habla" le dice el filósofo a Nana en Vivir su vida. Ya no se habla en las colas de los supermercados, en la calle o en los grupos de Whatsapp. Los pocos ruidos que existen nos golpean el oído con fuerza. Parece que el coronavirus ha convertido hasta las conversaciones en un grito en el espacio.
Como las madres, que pueden distinguir los diferentes tipos de llanto de su hijo o los jantis, un pueblo indígena siberiano, que registraba todo aquello que tuviera que ver con el sonido como "el ruido que hace un oso caminando en medio de un arbusto de arándanos", siento que durante el confinamiento me he convertido en una experta escuchante. La radio me llama "oyente", pero yo digo "escuchante" porque no es lo mismo oír que escuchar y esto es algo que la gran Thalia supo diferenciar cuando nos preguntaba: "¿Están ahí mis vidas?".
"Siento que durante el confinamiento me he convertido en una experta escuchante"
En casa estornudo y al otro lado de la pared el hijo de mis vecinos grita: "¡Jesús!". Me da vergüenza responder así que me quedo callada. Las paredes de mi edificio son tan finas que nos escuchamos cocinar, bailar y dormir. Noto sus ronquidos y ellos los de mi perra. Sé que sobre las 6 de la tarde llaman a la abuela y ellos sabrán que yo llamo a la mía los jueves a la 1 porque es el único día de la semana que pego gritos por toda la casa: "¡Que soy Jimena, abuela! ¡Jimeeeeena! ¡Ji-meee-naaaa!". Da igual.
En la reunión virtual con mis compañeros de trabajo encendemos el micrófono pero no las cámaras como si escucharnos nos pareciera menos íntimo que vernos las caras. Yo decido apagar también el micro y anotar en mi cuaderno mental los ruidos del confinamiento: el silbido de dolor que hace una de ellas con la lengua cuando bebe té caliente, o las caladas al cigarro que da otra y esa sensación opaca del humo saliendo espeso por su boca. Si se cuela una respiración sé de quién es porque desde que es padre toma aire y exhala como lo hace el mío y lleva días fingiendo que está bien pero sus cuerdas vocales vibran más de lo normal cuando dice "me encargo yo de hacer el informe".
De escuchante me transformo en "oyeurista", disfruto escuchando actitudes íntimas en los demás. Y no, no me refiero a estar pendiente de cuando mis vecinos tienen sexo. Pero al chico que me gusta le pido que me envíe notas de voz en vez de un clásico: "send nudes" porque escucharlo me parece más erótico que cualquier foto suya desnudo y sintonizo a Aimar Bretos en la radio porque su voz me da más seguridad que la mía propia cuando leo los periódicos. "Look with thine ears", le decía Lear al conde de Gloucester en la obra de Shakespeare: "Un hombre puede ver cómo anda el mundo sin ojos; mirando con sus oídos".
Yo, que llevo toda la vida evitando el contacto auditivo utilizando los auriculares como muro hacia el exterior, los he dejado estacionados durante estos días. Sin coches en la calle, se escuchan los pájaros con nitidez —probablemente las malditas cotorras invasoras—, las persianas de los vecinos que bajan y suben, y las ambulancias que ya no suenan a accidente sino a muerte por coronavirus. Los gritos de niños y padres venían siempre, antes del confinamiento, desde el campo de fútbol que hay frente de mi casa. Había rugidos momentáneos, insultos al árbitro (desde voces graves pero también infantiles y agudas) y nerviosismo en forma de "¡Pásala, joder!". Desde el domingo hay un bramido constante de risas, ruedas, llantos, pelotas que botan... Los niños y los padres suenan a playa, pueblo o paseo por la montaña. Pero no a ciudad.
"Además de policías de balcón, tenemos policías del luto que te recuerdan lo mala persona que eres si lo pasas bien durante el confinamiento"
Las 8 es el momento en el que el pueblo tiene 3 minutos para expresarse públicamente en un nuevo código binario: si quiere apoyar, aplauda; si quiere protestar, golpeé la cacerola. Si quiere dejar claro a sus vecinos que es de derechas, ponga el himno de España. Pero no haga ruido con otras partes del cuerpo o saque al balcón algún otro menaje del hogar no homologado, porque nadie le va a querer entender. La Sua y yo salimos con nuestras mejores galas para aplaudir —o cacerolear, según hayamos acordado previamente— e intentamos, sin éxito, taparnos los oídos para no tener que aguantar otra vez el "Resistiré".
Los vecinos se suelen quedar un rato después y charlan gritándose de balcón a balcón. Ayer debieron de contar algún chiste porque la señora de mi portal y la de enfrente reían con más fuerza de lo normal para que la otra lo supiera. “Claro, la risa”, apunto corriendo en mi cuaderno mental de sonidos confinados. El poeta Jacques Prévert decía reconocer la alegría por el ruido que hacía al marcharse. En España no sé si se ha ido o la han echado, porque además de policías de balcón, tenemos policías del luto que te recuerdan lo mala persona que eres si lo pasas bien durante el confinamiento. Me acuerdo del chiste que le conté a mi padre el primer día de radioterapia. Mi padre no paró de carcajearse hasta que la enfermera le pidió que se cubriera los genitales para no radiarlos. A partir de ese día, dejamos de reírnos del chiste para empezar a hacerlo de sus huevos radiactivos.
Desde el balcón, pienso en el chiste y se lo cuento a la Sua para ver si nos echamos unas risas. Nada. Me suenan las tripas. Durante este confinamiento lo que más suenan son ellas. ¿Las oirán también mis vecinos? Me concentro entonces en mí misma e intento escuchar los órganos por dentro. Noto cómo bombea la sangre y gorgojean los líquidos en el estómago. Estoy segura de que si salto, podré escuchar la orina salpicando las paredes de la vejiga y espero descubrir en unos días si mis óvulos al romperse suenan como un rasguido o estallan como una granada. ¡PÁ! Y así —decía T.S. Eliot— se acaba el mundo. "No con un estallido, sino con un sollozo". Madre mía, mis óvulos sollozando por no poder tener hijos o... mi chichi por llevar semanas sin tener sexo.
Son las 12 de la noche y durante estos días, y por primera vez en 29 años no escucho los aviones —vivo al lado del aeropuerto— por lo que me cuesta bastante dormir. Oigo un coche a lo lejos: "¿Se estará saltando el confinamiento para tener sexo o le habrá pasado algo grave?". El 26 aparecieron los niños y el 2 los jadeos de la gente que sale a correr, la vida empieza a sonar por pistas como en la producción de un disco. Un nuevo disco de oro de las Voyager. Sua ladra y esta vez la dejo. Yo también quiero gritar.
Jimena Marcos https://ift.tt/eA8V8J
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