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miércoles, 15 de abril de 2020

La primera mujer acusada de brujería se libró de la hoguera porque tenía dinero

Artículo apareció originalmente en VICE España.

Si alguien quería deshacerse de una mujer en la Europa del siglo XV tenía el camino allanado: bastaba con acusarla de haber abortado, de tener una conducta sexual inapropiada —como acostarse con una persona de mayor o menor edad que ella aunque fuera en su juventud— o simplemente de no rezar lo suficiente, y a continuación pronunciar la palabra "bruja". Del resto se encargaba la Iglesia, amparada por del Estado y la misoginia reinante.

Durante aproximadamente tres siglos —desde 1450 hasta 1750— este fue un procedimiento tremendamente habitual para acabar con las mujeres disidentes. Aquellas que eran demasiado frívolas o demasiado pobres para el poder. Aunque no se sabe con seguridad, la historiadora Anne L. Barstow —a partir de un exhaustivo trabajo de archivos— calcula que aproximadamente 200 000 mujeres fueron acusadas de brujería, y si bien no todas fueron asesinadas, la gran mayoría sufrieron vejaciones y torturas.

Hoy es difícil explicar la pasividad y complicidad de una sociedad que permitió que sucedieran tales crímenes. Pero como explica Silvia Federici en Calibán y la bruja, todavía cuesta más entender por qué en los análisis posteriores se ha obviado la relevancia que estos acontecimientos tuvieron para el nacimiento del capitalismo.

"La caza de brujas condenó la sexualidad femenina como la fuente de todo mal", explica la filósofa, "pero también fue el principal vehículo para llevar a cabo una amplia reestructuración de la vida sexual que, ajustada a la nueva disciplina capitalista del trabajo, criminalizaba cualquier actividad sexual que amenazara la procreación o restara tiempo y energías al trabajo".

Bajo la sospecha de hechicería y nigromancia, se degradó el papel de la mujer fuera del seno familiar. Estas ya no podían reunirse ni encontrarse al margen de sus supervisores varones: demonizarlas era la forma más rápida de impedir que construyeran vínculos sociales. "La cacería de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres", sentencia Federici. "fue precisamente en las cámaras de tortura y las hogueras en las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad". Y si hay una historia que refleja a la perfección el desarrollo de este mecanismo de sumisión es la de Lady Alice Kyteler, la primera mujer que fue juzgada por brujería.

Kyteler fue acusada, entre otras extravagancias, de acostarse con demonios o de cocinar cerebros de niños sin bautizar. El odio que despertaba era tan grande que los cargos contra ella resultaban fantasiosos y espectaculares: se alimentaban del imaginario oscurantista que veía en esa mujer a una sacerdotisa del mal, una seductora encarnación del Anticristo. Paradójicamente, fue lo estrafalario de tales denuncias lo que le permitió a Kyteler esconder sus crímenes reales: asesinó a cuatro hombres —en concreto a cuatro de sus maridos—, convirtiéndose así en una de las primeras asesinas en serie documentadas.

"Fue falsamente acusada porque tenía demasiado dinero, porque la sociedad consideraba peligrosas y/o molestas a las mujeres poderosas y porque la gente quería quedarse con sus tierras", expone la periodista Tori Telfer en Damas asesinas, "mil años antes de que Alice viviera, el poeta romano Juvenal ya andaba murmurando que no hay cosa más intolerable que una mujer rica. Vergonzoso. Pero, claro, también hay que tener en cuenta esos maridos muertos".

Alice Kyteler vivía en la ciudad irlandesa de Kilkenny, donde destacaba socialmente: poseía tierras y se codeaba con representantes de las altas esferas, a quienes podía llamar amigos. Su posición mejoró todavía más cuando, en 1280, se casó con William Outlawe, que además de banquero, era familiar del lord canciller de Irlanda. Juntos tuvieron un hijo, al que le pusieron el nombre del padre y que enseguida se convirtió en el niño de los ojos de Alice.

Convenientemente, el señor Outlawe murió dieciocho años después del nacimiento de su hijo, justo cuando William Junior tenía edad para hacerse cargo de las tierras de su padre y el negocio familiar. Y si hasta entonces habían llevado una vida económicamente desahogada, ahora empezaron a vivir con todas las comodidades posibles: madre e hijo heredaron una gran fortuna.

La cosa no acabó aquí. Alice se buscó otro marido influyente, Adam Le Blond, un caballero distinguido por pertenecer a las familias terratenientes más poderosas, y quien también murió prematuramente. Esta vez no hicieron falta dieciocho años de margen: ella y su hijo heredaron todas sus pertenencias. Lo mismo pasó con el acomodado Richard De Valle, su tercer marido, que fatídicamente falleció solo unos meses después de la boda.

Lo más sorprendente de estos casos es que tanto el segundo como el tercer marido tenían hijos biológicos, pero poco antes de morir cambiaron sus testamentos para que Alice y su hijo heredaran sus tierras y fortunas. Algo que a los hijos biológicos no les hizo ninguna gracia, claro, y de hecho uno de ellos la demandó para tratar de recuperar la herencia, pero Alice siguió adelante con el juicio y ganó.

Ahora era más rica que nunca, tenía el poder en sus manos, pero también cargaba con tres maridos muertos. Las sospechas entre los vecinos eran más que evidentes. Las idas y venidas de madre e hijo no pasaron desapercibidas para un pueblo movido por la envidia y deseoso de hacer acusaciones contra esta mujer que cumplía a la perfección todas las características del mito de la viuda negra: inteligente, mala y manipuladora —incluso hoy el FBI cuenta con este perfil como uno de los arquetipos de criminales más comunes—.

El cuarto marido de Alice sobrevivió, no sin antes vivir un extraño deterioro gradual de su salud: John Le Poer perdió el pelo y las uñas, se quedó extremadamente débil y delgado. Eran los efectos habituales de envenenamiento con arsénico, pero sus hijos, después de saber que habían sido desheredados, decidieron acusar a Lady Alice de ser una bruja.

Así se lo hicieron saber al obispo de la zona, al que informaron que la mujer de su padre le había hecho perder la cabeza a causa de la maleficia. Una palabra que solo podía estar vinculada con la herejía, lo opuesto a la Iglesia. O al menos eso pensaba Richard de Ledrede, el hombre que les atendió y que casualmente se convirtió en uno de los precursores de la cacería de brujas en Europa. A base de presionar al papa del momento, Juan XXII, consiguió que en 1318 este firmase una bula papal que allanó el terreno para lo que estaba por llegar: inquisiciones, persecuciones y quema de mujeres desviadas.

"Cuando Ledrede oyó que una mujer rica de cierta edad tenía aterrorizada a Kilkenny porque iba asesinando maridos a diestra y siniestra, le pareció que el caso era la oportunidad perfecta para dar salida a su fervor religioso. Y, por ende, sería una fabulosa manera de complacer al Papa", cuenta Telfer, "de modo que, aun cuando los hijos de Le Poer no estaban sino presentando una de esas manidas acusaciones de brujería contra su madrastra, Ledrede prefirió tomarse el asunto como si se estuviera enfrentando a un diabólico nido de herejes. Sin más dilación, se dirigió rápidamente a Kilkenny para llevar a cabo sus indagaciones y, en nada, ya había destapado a una auténtica secta de 11 brujas, lideradas por la temible Lady Alice Kyteler en persona".

Con el paso de los días, los cargos contra Alice crecieron exponencialmente: se empezó a hablar de aquelarres multitudinarios, sacrificios de animales y rituales heréticos inspirados por Satán que parodiaban la fe cristiana. Si alguna vez había sido una asesina, a nadie le importaba ya. Alice era contemplada como una bruja sádica, inspiradora de un grupo de mujeres subversivas, y debía ser tratada como tal. Por suerte para ella, no todo fue tan fácil como esperaba el obispo Ledrede, pues si bien este contaba con el respaldo de la Iglesia, Alice tenía el dinero y poder suficientes para escapar a Inglaterra antes de que se celebrara el juicio y rehacer su vida lejos de allí.

Sus criadas, esas once supuestas brujas que habían formado una peligrosa y herética camarilla no corrieron la misma suerte: tras la huida de Alice fueron arrestadas, encerradas y por último torturadas hasta confesar todas las locuras de la mujer a la que le hacían la cama. Una de ellas, Petronilla de Meath, llegó a decir que Alice tenía una escoba mágica para volar. Por eso mismo, el 3 de noviembre de 1324 la quemaron viva el la hoguera, era la primera vez que alguien recibía esta condena por el delito de herejía. De Meath pasó a la historia como el símbolo de la mujer inocentemente castigada.

El carácter disciplinador de la acusación de brujería se puso de manifiesto con ella y con las que vinieron después, quienes al carecer de recursos económicos, no pudieron sino someterse al castigo ejemplar dispensado por la Iglesia, el cual serviría para disuadir a otras mujeres de hacer cualquier cosa que pudiese levantar sospechas, e incluso de juntarse con aquellas que no llevasen una vida decente y sumisa.

La misógina hizo que Kyteler fuera siempre recordada como una bruja, la primera en ser sometida a un juicio por hechicería, pero nunca como una asesina. Su caso, por sorprendente e increíble que pueda parecernos hoy, funciona como arquetipo de la lógica persecutoria que siguió la Iglesia durante siglos, y que encontró respaldo en un sistema económico emergente que requería que las mujeres se quedaran en casa. La cacería de brujas permitía consolidar las desigualdades, segregar a la mitad de la población y crear un estado de pánico generalizado bajo el que cualquier mujer podía ser acusada.

@Berta_Gomez

Berta Gómez Santo Tomás https://ift.tt/eA8V8J

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