A los humanos nos encantan los “días de” cualquier cosa: Día de la Madre, Día del Padre, de los Abuelos, del Amor y la Amistad, del Agua, de la Mujer, de los Animales. Hay sitios web dedicados a listar celebraciones nacionales y mundiales que van desde lo más evidente (Día de Año Nuevo) hasta lo más rebuscado (Día Nacional de Abrir una Sombrilla dentro de la Casa).
Algunas de esas fechas son algo así como un chiste interno de determinado país y parece que su objetivo es motivar a la gente a compartir algo de risa y absurdo durante un día. Otras sirven para llamar la atención sobre temas que están relacionados con problemas de injusticia y que requieren transformaciones socio culturales (por ejemplo, el Día de la Mujer o el Día Internacional del Orgullo LGBTI), y son aprovechadas por los individuos y organizaciones que trabajan en torno a esos temas para desplegar campañas de comunicación y sensibilización. Y otras se usan para lo que normalmente se conoce como “activar la economía”, que —eufemismos aparte— implica promover una vorágine de consumismo, derroche y generación de desechos en torno a la celebración de cualquier cosa, por ridícula que parezca.
El Día de la Tierra cae en el segundo grupo (aunque a veces parece que tiene tan poco impacto que también podríamos decir que cabe en la categoría de “chiste interno”). Se celebra desde 1970 y su objetivo es generar conciencia en torno a las distintas maneras en las que la humanidad está haciendo que este planeta pase de ser el paraíso de vida y diversidad que ha sido durante millones de años a transformarse lentamente en un territorio cada vez más hostil para la vida como la conocemos, y esté en camino a convertirse en un lugar inhabitable tanto para otras especies como para nosotros mismos.
Este es un Día de la Tierra muy particular. Por un lado, el 2020 es el aniversario número cincuenta de esta celebración, así que hoy cumplimos medio siglo de querer construir —al menos de manera más oficial— una conversación en torno al cuidado y el equilibrio del planeta. Por otro lado, con la emergencia climática y el colapso ecológico haciéndose cada vez más evidentes —y tomando cada vez más protagonismo en los medios y en las conversaciones cotidianas—, podríamos decir que es ahora cuando estamos empezando a entender que el Día de la Tierra no es un día para celebrar, sino un día para condensar, organizar y actuar en torno a nuestra preocupación por la manera insólita en la que estamos haciendo que el único planeta que puede sostenernos sea incapaz de sostenernos. Y por último, porque el Día de la Tierra de 2020 llega en medio de una pandemia derivada de la crisis ecológica que ha puesto patas arriba la “normalidad” y que podría convertirse en un punto de giro para el futuro de la vida en el planeta. Para bien o para mal.
Por ejemplo, la cuarentena ha implicado una reducción en las actividades comerciales y en el uso de transporte, lo cual ha llevado a una caída récord en las emisiones de carbono (solo superada por la que se generó debido a la Segunda Guerra Mundial) y una mejora drástica en la calidad del aire de ciudades conocidas por sus altos niveles de contaminación, como Bangkok, Beijing, Delhi, São Paulo, Medellín y Bogotá. Y vale la pena comentar algo al respecto: esta mejora en la calidad del aire se traduce no solo en beneficios para “la naturaleza” (así como la entendemos usualmente, como algo externo y ajeno a nosotros), sino para nosotros mismos, especialmente en el contexto de la crisis del COVID-19, considerando que se ha demostrado que a mayor contaminación en el aire, mayor tasa de mortalidad por la infección.
Al mismo tiempo, el confinamiento de los humanos se ha convertido en algo así como una invitación a que los animales silvestres salgan del confinamiento al cual los hemos sometido con el crecimiento urbano y la expansión de la frontera agropecuaria, reduciendo dramáticamente los ecosistemas que tanto ellos como nosotros necesitamos para sobrevivir. Se han visto zorros, ciervos, jabalíes y hasta pumas caminando por las calles de muchas ciudades, explorando espacios que, en la “normalidad”, eran territorios peligrosos o directamente mortales para ellos.
A primera vista podría parecer, entonces, que el COVID-19 ha sido una mala noticia para los humanos, pero una buena noticia para el planeta. Sin embargo, cuando de sostenibilidad se trata —y especialmente cuando queremos abordarla desde una mirada integral que incluya la justicia social—, nunca nada es tan sencillo y abalanzarnos a sacar conclusiones reduccionistas no solo no nos ayuda a avanzar sino que dificulta el camino. Hay múltiples variables en movimiento y estas aparentes mejoras en algunos indicadores ambientales no deberían verse como una señal de que el virus va a “salvar el planeta”.
Sin embargo, esta minicrisis (y no le digo “mini” con el ánimo de subestimar su gravedad, ni porque la considere una crisis pequeña, sino porque es necesario que entendamos que esta situación dolorosa y angustiante que estamos viviendo es apenas una expresión parcial de una crisis muchísimo más grande y peligrosa: la crisis ecológica) sí puede ser una oportunidad para revisar nuestro contexto, para aprovechar la obligada reducción en la velocidad de la vida cotidiana, para observar con atención todas esas señales de disfuncionalidad de nuestros sistemas que hemos estado pasando por alto desde hace décadas y para —ojalá— salir de esta situación con una visión diferente de nuestra relación con el planeta y no volver nunca a lo que considerábamos “normalidad”, que era ya en sí misma una crisis.
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Volvamos a este particular Día de la Tierra. Podemos decir que, a diferencia de lo que pasa con tantas otras fechas, una de las mejores maneras de activarnos en torno a este día es evitar caer en el comportamiento de consumo automático que caracteriza a otras celebraciones y usar este tiempo y energía en observar, cuestionar y ajustar nuestra huella ambiental (individual y colectiva), e implementar cambios para no seguir acabando con el planeta. Considerando que mientras nos ocupamos de la pandemia la crisis ecológica sigue avanzando, y que —como dicen por ahí— el mejor momento para actuar era hace veinte años y el segundo mejor momento es ahora mismo, a continuación comparto tres acciones que podemos empezar a integrar YA a nuestra vida cotidiana y que son esenciales para que la realidad postpandemia no sea un regreso a la crisis, sino una oportunidad de construcción de sociedades más justas y sostenibles.
Pero antes, una aclaración necesaria: la pandemia está evidenciando e intensificando injusticias estructurales que venían de antes. Hay personas que no tienen dónde dormir ni qué comer, y por supuesto no son ellas quienes pueden —o deben— plantearse estos cambios de hábitos. Sin embargo, muchísimas personas estamos en situaciones que, si bien son incómodas e inciertas, nos dan rango de observación, cuestionamiento y acción.
Es lamentable que vivamos en sociedades en las que tener las necesidades básicas cubiertas parece un privilegio. Pero quienes tenemos ese “privilegio” tenemos también la responsabilidad de entender cómo nuestro estilo de vida está empeorando las situaciones que generan injusticias y desigualdades, y tenemos una gran ventaja: para empezar a tomar medidas que eviten que estas condiciones se sigan intensificando no necesitamos esperar a que “la industria cambie” o a que los gobiernos “nos den permiso”. Podemos empezar a ajustar nuestros hábitos ahora mismo. Si es nuestro “privilegio” es también nuestra responsabilidad.
1. “Consumir menos, elegir bien, hacerlo durar”
Esta frase de la diseñadora británica Vivienne Westwood no solo se adapta muy bien a lo que muchos estamos experimentando en medio del confinamiento y la cuarentena, sino que nos da tres puntos de partida esenciales para reducir nuestra huella ambiental. Funciona perfectamente como “mantra” de consumo responsable.
El hecho de que las actividades comerciales hayan entrado en pausa obligada, que los centros comerciales estén cerrados y que tengamos que limitar incluso nuestras salidas a comprar alimentos es, en el fondo, una oportunidad para aprender a vivir con menos, para recordar que no hace falta salir de compras y estrenar cada ocho días, y para reconocer la importancia de hacer una buena selección, pues cuando el acceso es más difícil es más probable que valoremos más aquello que compramos.
Además, hacer que lo que compramos dure (y evitar que se desperdicie) es un factor esencial en el proceso de reducir nuestra demanda de recursos, nuestra generación de residuos y, por lo tanto, el estrés que genera nuestro estilo de vida en los ecosistemas de los que formamos parte y de los que dependemos.
2. Reconocer los límites de nuestra casa (la de cuatro paredes y el planeta) y su necesario cuidado
Uno de los comentarios “ligeros” que más he visto en Twitter sobre la vida en confinamiento tiene que ver con la cantidad de tiempo que pasamos lavando platos. Para quienes trabajamos desde casa esto no es ninguna novedad, pero para quienes estaban acostumbrados a que otras personas lidiaran con sus platos sucios claramente debe ser un gran descubrimiento.
Esta revelación aparentemente insignificante trae un gran aprendizaje de fondo: la casa, así como el planeta, requiere mucho trabajo de cuidado y mantenimiento. No una vez en la vida, no una vez al año, sino de manera comprometida y constante. Y ese cuidado y mantenimiento no puede simplemente delegarse a otras personas… especialmente cuando esas personas ni siquiera están recibiendo pagos justos por su trabajo (aplica al trabajo doméstico y a múltiples trabajos relacionados con el cuidado del planeta).
Por otro lado, el confinamiento también nos está enfrentando de manera más directa con los límites de nuestra propia casa, y según con quiénes vivimos y en qué condiciones, puede estar haciendo más evidente la necesidad de reconocer los límites de las libertades de cada uno, que son necesarios para asegurar el bienestar de todos. Encerrados entre cuatro paredes no nos queda más remedio que aceptar la necesidad de “negociar” nuestros deseos y prioridades de manera que funcionen en mejor armonía con los deseos y prioridades de los demás. Y también, encerrados entre cuatro paredes, nos damos cuenta de que hay cosas que no queremos almacenar. Basura, por ejemplo.
Que esta pandemia sea una oportunidad para traducir esos aprendizajes a nuestra vida por fuera de las cuatro paredes: somos parte de un planeta compartido, no solo con otros humanos sino con millones de otras especies de seres vivos que tienen sus propios deseos y prioridades. Es necesario que sepamos poner límites a nuestras propias libertades para asegurar el bienestar de todos. Y si bien en nuestra casa podemos darnos el “lujo” de sacar la basura regularmente para que alguien la aleje de nuestro campo de visión, en el planeta el asunto no es tan sencillo. Toda la basura que generamos se queda aquí, no tenemos a dónde ir a esconderla. Así que, reconociendo también los límites del planeta, podríamos aprovechar esta situación para dejar de enfocar tanta energía en esconder la basura y aprender a no generarla en primer lugar.
3. Comer más plantas y menos animales
Hablar sobre el consumo de carne y lo que implica para la salud humana, el bienestar de los animales y el equilibrio de la biósfera suele levantar muchas ampollas. Sin embargo, cada vez está más claro que lo que elegimos comer no es una simple “decisión personal”, sino que se trata de un acto político que determina en buena medida el tipo de impacto que generamos en la sociedad y el planeta.
Nuestro apetito aparentemente insaciable por la carne y las secreciones de los animales (silvestres o domesticados) ha sido causa ya de varias epidemias, incluyendo la gripe aviar —H5N1— y la gripe porcina —A(H1N1)—, cuyos nombres comunes dejan en evidencia su origen. Todo apunta a que la actual pandemia se originó en un mercado de animales (vivos y muertos) para consumo humano. Hay una relación evidente, y por supuesto incómoda, entre el consumo de animales y el desarrollo de epidemias.
Además, la destrucción de ecosistemas —generada en gran medida por el proceso de allanar más terreno para la producción de alimentos de origen animal— hace que cada vez sea más factible que los humanos nos encontremos de frente con virus y patógenos que son desconocidos para nosotros, y que se pueden convertir en nuevas pandemias.
El problema no se queda ahí: la ganadería es una de las principales causas de deforestación, extinción de especies silvestres y zonas de hipoxia en el océano. De acuerdo al estudio más exhaustivo que se ha hecho sobre este tema hasta la fecha, “la carne y los productos lácteos proporcionan solo el 18% de las calorías y el 37% de las proteínas, pero utilizan la gran mayoría (83%) de las tierras de cultivo y producen el 60% de las emisiones de gases de efecto invernadero de la agricultura”; y un reporte del año pasado del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) urge a la humanidad a reducir su consumo de carne, pues hay aplastante evidencia de que de otra manera será imposible evitar las peores consecuencias de la emergencia climática.
Así que cambiar nuestra alimentación por una que tenga más plantas y menos animales no solo nos ayudará a reducir la probabilidad de desarrollo de futuras pandemias, sino que es posiblemente una de las acciones individuales más poderosas y eficientes para reducir nuestra huella ambiental y los efectos devastadores del colapso ecosistémico.
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Esta pandemia nos está obligando a cambiar de perspectiva y a ajustar prioridades, individuales y colectivas. Estamos lidiando con la vida cotidiana de una manera nueva y estamos viendo cómo se hacen más evidentes las fallas de este sistema, que ahora burbujean en la superficie porque no hay “normalidad” que las oculte.
Salir de la cuarentena para volver al business as usual no tiene sentido: seguiríamos repitiendo el tipo de lógicas que generaron esta crisis e intensificando los problemas que alimentan una crisis mayor de la que no podemos seguir tratando de escapar con la lógica de los niños que se tapan los ojos para que el monstruo desaparezca. De ahí la importancia de empezar a asumir cambios profundos en nuestros hábitos cotidianos, que nos pongan más en el lado de la solución que en el del problema.
Tanto la pandemia como la crisis ecológica son problemas sistémicos. Es decir, no tienen una única causa ni un desarrollo lineal, sino que se caracterizan precisamente por derivarse de procesos híperconectados e interdependientes, con altos niveles de complejidad. La crisis por el COVID-19 no se trata solo de confinamiento voluntario, distanciamiento físico y cuarentenas, sino que tiene que ver con intereses económicos y políticos, fortalezas y debilidades de los sistemas de salud, problemas estructurales de desigualdad, flexibilidad y resiliencia de patrones culturales y sistemas económicos, etc. La crisis ecológica no se trata solo de bolsas de plástico, osos polares, contaminación atmosférica y arrecifes de coral, sino que tiene que ver con hábitos cotidianos, sistemas educativos, patrones de consumo, percepción, sesgos cognitivos, legislación, diseño, derechos reproductivos, equidad de género, justicia social, derechos de los animales… y, por supuesto, también con intereses económicos y políticos.
Dicho en otras palabras: ni la crisis macro ni su expresión parcial en forma de pandemia tienen salidas fáciles, soluciones definitivas o respuestas absolutas, y en ninguno de los dos casos la solución depende de una sola medida. Esta también es una oportunidad para reconocer que estamos frente a un problema estructural, que nuestros cambios individuales son por definición insuficientes, pero sin nuestro compromiso individual las transformaciones colectivas serán imposibles.
Estas crisis (la pandemia y la emergencia ecológica) son problemas sistémicos y no se van a resolver con aplausos a las ocho de la noche ni con medidas tibias que sigan protegiendo los intereses de los de siempre. Requerimos cambios sistémicos que necesariamente serán incómodos para muchos de nosotros, pero que son el único camino para reducir la injusta distribución del impacto de estas crisis, para cuidar el bienestar de quienes más han sufrido sus consecuencias y para reducir los efectos devastadores que seguirán viniendo, cada vez con más intensidad, si seguimos creyendo que es viable tener un sistema económico basado en el crecimiento ilimitado dentro de un planeta que —aunque para nosotros sea casi imposible dimensionarlo— tiene límites.
Así que tal vez uno de los principales aprendizajes que como sociedad podemos sacar de esta situación consiste precisamente en reconocer la naturaleza compleja de estas crisis, hacer las paces con el hecho de que las soluciones “perfectas” o definitivas no existen, dejar de pensar que son otros los que van a resolver esta situación y empezar a sumarnos al proceso de transformación, estemos donde estemos y podamos lo que podamos. Y sí, las tres acciones que planteo en este texto son insuficientes, pero son un buen —y urgente— punto de partida. Que ese sea nuestro regalo para la Tierra (y para nosotros) en su día.
Mariana es Presidenta del Club de Fans del Planeta Tierra. Puedes seguirla en su cuenta de Instagram (@marianamatija) y leerla en su blog.
Mariana Matija https://ift.tt/eA8V8J
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