Fueron cuatro horas de viaje arriba del autobús junto a mis compañeros de colegio. Treinta preadolescentes de doce años a punto de vivir la primera aventura fuera de la ciudad sin padres a la vista. Cinco de mi compañeros varones se ubicaron en los asientos del fondo y hacían chistes sobre un posible juego: la botellita. Varias chicas nos miramos tímidamente con una leve sonrisa. Era posible que muchas de nosotras tuviéramos nuestro primer beso en ese viaje al fin del mundo.
Me dolió la panza todo el trayecto, pero no dije nada. Corrí hasta el final del pasillo jugando con una pelota mientras una profesora intentaba alcanzarme para ponerme el cinturón de seguridad y hacerme quedar quieta. Estaba atrapada sobre la ruta sin tener un mínimo espacio de privacidad. Metí la cabeza dentro de mi mochila y saqué un walkman; me quedaba pila para escuchar un lado de Yendo de la cama al Living, un casette de Charly García que me había encontrado en mi casa entre las cosas que nadie usa pero que no tiraríamos jamás. Todavía faltaban dos horas de viaje hasta llegar al destino.
Manzano Amargo se llamaba el pueblo, un lugar que olía a manzanas rojas recién cortadas y bosta de caballo. El típico paisaje del valle sureño de Argentina, de colores naranjas y temperaturas que rozan los cero grados en cualquier época del año. Antes de bajar del autobús una de las profesoras pidió silencio y nos aclaró que dormiríamos en un colegio, dos aulas separadas, las nenas por un lado y los nenes por el otro.
Ni bien llegamos al destino fui al baño; algo me pasaba, sentía mi ropa interior húmeda. Cuando vi la bombacha, me senté en el inodoro y busqué con la vista una lastimadura entre mis piernas, después dentro de mi vagina: no había nada. Me rompí, o algo se me rompió por dentro, pensé. ¿Por qué la sangre que veía era de color marrón? Me quedé encerrada esperando a que alguien viniera y me preguntara algo, un algo para el que yo no tenía respuesta. No sabía por qué me dolía la panza ni por qué tenía la bombacha manchada; no sabía si se me iba a pasar pronto o era el inicio de mi muerte en el medio de un pueblo rural sin ninguna de mis cosas más preciadas alrededor.
No sabía por qué me dolía la panza ni por qué tenía la bombacha manchada; no sabía si se me iba a pasar pronto o era el inicio de mi muerte en el medio de un pueblo rural.
Una maestra apareció y, desde el cubículo de dos por dos, le comenté en voz baja “mi situación”. ¡Sos señorita!, gritó del otro lado de la puerta, y cuando la abrí ella ya no estaba; había salido corriendo por los pasillos del colegio cual loca liberada después del encierro. A los dos minutos volvió con una toallita y una bombacha limpia que había encontrado en mi mochila. No sabía de dónde había sacado la toallita, tampoco le pregunté por vergüenza. Me pasó ambas cosas por debajo de la puerta, y antes de escuchar algún tipo de indicación absurda abrí rápido el envoltorio y la pegué sobre la bombacha limpia. Apoyé con cuidado mi kit de señorita sobre el inodoro y me cambié. Salí triunfante del baño con una bombacha sucia en una pequeña bolsa y una docente custodiando mi paseo por el colegio.
Para cuando llegué al aula llena de bolsas de dormir todas mis compañeras estaban al tanto de “mi situación”. La mayoría había ido preparada “por las dudas”, yo ni siquiera sabía que ese “por las dudas” podía existir. Era la primera de la clase que pasaba de ser un algo, a ser señorita. De repente se hizo un círculo a mi alrededor; tuve un instante de popularidad no buscada entre mantas y tazas de mate cocido. Era una estrella de rock y ellas las paparazzi; querían conocer todos los detalles.
—¿Te duele?
—Creo que no, pero me siento incómoda con esto puesto, siento que se me nota.
—¿Pero cómo es?
—No sé… no es sangre roja, como cuando te lastimás, sino distinta, marrón.
—¿Querés llamar a tu mamá?
—Sí.
Encontré un monedero en el bolsillo y fui en búsqueda de un teléfono público. Descubrí uno justo en frente de la dirección. Metí en la ranura del teléfono un par de monedas que me habían dado, esas sí “por las dudas”, y marqué.
—Hola mamá, creo que soy señorita —dije apropiándome de la expresión de la profesora.
—¿Cómo “creo”?
—No sé, me lo dijo la profe, tengo una toallita puesta.
—Te felicito, Paloma. ¿Igual no sos chica para eso? Creo que nunca te dije que te iba a pasar todos los meses.
—¡¿TODOS LOS MESES?!
— Bueno, no es traumático, es incómodo. Hablamos cuando vuelvas.
Corté el teléfono y sonreí. Esperaba que mi madre reaccionara como lo hacían mis compañeras de curso, que armara una telenovela del prime time a través del teléfono, que gritara, llorara y me hiciera llorar a mí. Pero con mi madre jamás pasaría eso. Mi conversación se transformó más bien en un segundo de sitcom con un remate perfecto. Era la segunda vez en el día que me hacían sentir que estaba adelantada a algo. ¿Qué era yo antes de descubrir un chorreón de sangre en mi bombacha? ¿Acaso sería un ardilla que simplemente correteaba por pasillos de autobuses buscando el sol?
Una hora después me encontraba con un jabón y un cepillo en la mano limpiando mi ropa interior como si no tuviera algo mejor que hacer. La mancha estaba seca, impregnada en el centro de la bombacha como si la tela fuese mi piel y hubiese originado una cicatriz de por vida. Raspé fuerte, luego froté uniendo ambos lados como había visto que lavaban en alguna película de guerra. Pocos hombres morirán sabiendo lo que es sacar sangre de la ropa, una situación que no se asemeja ni un poco a salvar rápidamente una camisa de una mancha de vino con sal; esto es fuerza, enojo y finalmente resignación.
Esa tarde hicimos una excursión. Ya toda mi clase lo sabía . La profesora lunática había programado un paseo por la montaña. Uno de mis compañeros me agarró de la mano para subir el sendero, me preguntó si podía hacerlo igual que el resto. Claro que sí, le contesté. No me enojó su pregunta, en lo único que pensaba era en mi toallita desacomodada, en que se me notaba, en que quería volver a mi casa.
Pocos hombres morirán sabiendo lo que es sacar sangre de la ropa.
Veía las caras de los varones desconcertados, preocupados por “mi situación”, como si tuviesen la obligación de estar atentos a lo desconocido. Era la primera menstruación en un semicampamento de fin de curso sin ningún tipo de información a la que acceder. Las horas pasaban y comenzó a circular el rumor de la charla sobre la menstruación para el fogón de la noche. Mientras mi vergüenza crecía, mi cuerpo no podía olvidarse de la sangre que bajaba; sentía que llevaba un pañal pequeño que se desacomodaba a cada rato.
En mi clase me decían que a veces parecía que buscara ser la protagonista de una historia. Pero esa historia era incómoda y yo no quería ser su protagonista. Mi madre me recuerda siempre que fui el personaje que obligó a que una de las profesoras nos hablara de sexualidad en un imprevisto nocturno. “Paloma está viviendo algo muy lindo y tenemos que acompañarla”, dijo la profesora entre la oscuridad. Me reí para no llorar. Después de todo, no tenía escapatoria.
Después de esa charla nos encerramos varios de los varones y mujeres en un aula aislada. Un compañero sacó una botella de plástico y la puso en el centro. Sin que ningún adulto responsable nos descubriera decidimos dar otro paso hacia la adultez. Un juego que nadie nos había explicado, una vez más.
A Paloma la encuentras en Twitter como @pily0.
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Paloma Navarro Nicoletti https://ift.tt/3bIH4Pt
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