Antes de que decretaran la cuarentena en Argentina, donde vivo hace ocho años, tuve la posibilidad de volver a mi país. Previendo que esto iba para largo y que probablemente pasaría mucho tiempo antes de que nos volviéramos a ver, mi familia me dijo que me regalaba un pasaje a Bogotá. Su ofrecimiento obedecía a esa lógica de que las familias deben estar juntas en los peores tiempos. Dije que no. Pero por más asco que hoy me genere lo privilegiado e innecesario de la alternativa en medio de una tragedia mundial, en ese momento me alivió que existiera la posibilidad: yo no podía pagar un pasaje y ellos estaban dispuestos a hacerlo. Dije que no porque mi vida no es más en ese lugar; mi seguro médico está acá, igual mi trabajo y todas las otras cuestiones logísticas.
Este apocalipsis no es un abrazo profundo con los que queremos mientras esperamos una explosión, una ola que lo destruya todo; es más bien el tedio de muchos días iguales en los que nada se detiene absolutamente, nada pasa, pero todavía nada muere. Una agonía lenta teñida de incertidumbre. Yo no quería volver, pero podía; en ese entonces cruzar fronteras se reducía a tener la posibilidad de pagar los medios de transporte para atravesarlas. “Ese entonces” es apenas poco más de un mes.
Siempre trato de hablar de mi migración y nunca puedo hacerlo del todo. Fue motivada por una pulsión de movilidad; necesitaba distancia de mi familia, o clan, y también de alguna forma de pasado. No tenía ninguna necesidad material, ninguna urgencia por seguridad, ningún mejor porvenir: me fui de Colombia porque quise, y me quedé en Argentina por eso y porque pude. Acá he construido mi vida adulta, he podido ir allá durante todos estos años en las fechas importantes.
El lugar en el que nací y el lugar al que migré están todos impresos en mi identidad: para los argentinos hablo demasiado colombiano, para los colombianos soy una traidora de la patria por el acento argentino. Me gusta el asado, pero también el café; extraño a mis papás, pero amo a mis amigas de acá. Se siente como haber fundado una nación intermedia, un espacio que no tiene patria, que es apenas un cuerpo, el mío. Ya no soy ni mi país de origen ni mi país de residencia. He querido oficiar como una especie de embajada y me mantengo atenta a las noticias de allá, para contarlas acá. También he intentado llevar —sin éxito— ideas políticas que amo de acá, allá. Pude publicar un libro en ambos países y, aunque me parezca ridículo, me emocionan ambos himnos. Muchas veces hasta las lágrimas. Descreo de los símbolos patrios, los critico, pero no puedo escapar a su emotividad.
Antes de esta pandemia mundial que nos tiene recluidos y congelados en el lugar en el que quedamos había llegado a concluir que ser migrante es acostumbrarse a la nostalgia perpetua. La certeza de que siempre algo que quieres, algo que has amado y algo que extrañas te esperan en otro lugar en el que nunca estás.
La mayoría de las veces que hablamos de migración nos referimos a situaciones muy complicadas: las migraciones obligatorias, precarias, violentas. Recordamos los barcos de migrantes africanos naufragar en perdidas playas europeas. Pensamos en la foto de Alan, el niño sirio que en 2015 fue encontrado muerto en una playa de Turquía, como síntesis del “problema” de los migrantes. Del terrible problema de países cuya identidad nacional se forja sobre la idea de que quienes nacieron allí son los únicos que pueden habitarlo.
Antes de esta pandemia mundial que nos tiene recluidos y congelados en el lugar en el que quedamos había llegado a concluir que ser migrante es acostumbrarse a la nostalgia perpetua.
En los últimos años, en América Latina “el problema” han sido los venezolanos exiliados de su país caminando por todo el continente con mochilas y niños al hombro, vendiendo arepas en la calle y rogando por un poco de piedad. Hemos visto a dirigentes de países quejarse de la presencia de los extranjeros; a los medios hablar de xenofobia cuando en realidad la discriminación no se debe a que vengan de un lugar distinto sino a que lo hacen en condiciones de pobreza. Qué cruel e injusto suele ser el destino que corren quienes viajan a encontrar porvenir en otra tierra porque era la única forma de sobrevivir.
Sin embargo, también estamos nosotros. Los que no tuvimos que migrar por obligación, pero elegimos subirnos a un cómodo avión y nos despedimos de nuestros cercanos porque queríamos y podíamos algo más. Nuestra migración no es relevante para el mundo, no solemos ser los discriminados, no solemos ser los violentados y tampoco somos un problema. Pero existimos, también, y ahora en tiempos de pandemia no podemos volver a nuestros países de origen. No tenemos a dónde volver.
Me siento culpable y angustiada a la vez. Siento que si es el fin del mundo debería pasarlo con la gente que me vio crecer y no con la que yo elegí seguir creciendo. Me preocupa la imposibilidad de cuidar de mi familia a la distancia. No puedo estar ahí para contener, para ayudar. No puedo estar ahí, tampoco, para que ellos hagan eso por mí. La gente que conozco se mueve tímidamente por la ciudad para llevar mercadería a sus padres, algunos vienen de la casa de sus padres con las manos cargadas. Yo ni llevo ni traigo. Ver a las amigas no es una justificación moralmente valiosa para romper una cuarentena. La familia es una justificación legal que la amistad no puede. Para la ley también es más importante el clan.
En algunos momentos me pregunto si acaso podría aportar algo más a alguno de los dos países y si entonces debería estar en ese lugar. Si estuviera encerrada en mi casa en Colombia podría sumarme a la ficción de estar haciendo algo útil contra lo que parece inevitable. No tengo una profesión de las imprescindibles y necesarias, no hago nada que pueda salvar vidas y la impotencia me carcome las uñas. ¿Debí aceptar ese pasaje? ¿Debí volver allá? ¿Volver a qué? ¿Volver por qué? Le doy vueltas a los posibles desenlaces allá y acá, me siento mal por tener la certeza de que Argentina daría las mejores respuestas a la crisis y tendría los mejores finales. Me siento horrible, de hecho, por el alivio que me da estar acá.
La angustia de migrante acomodada es difícil de entender para quienes tienen a todos sus seres queridos bajo la misma bandera y se rigen por las mismas medidas políticas en esta situación. También es difícil de explicar por lo abstracta y emocional. En este tiempo se han multiplicado mis conversaciones con migrantes así, los que elegimos no volver y ahora nos preguntamos si era la decisión correcta. Nuestros diálogos empiezan siempre con el “¿Cómo lo llevas?”. Comentamos las situaciones de parientes, las llamadas por zoom, la indignación por las medidas que toman los países crueles e imprudentes, el aplauso a las decisiones que nos parecen justas.
Hablamos, también, del miedo a la muerte y al duelo a distancia de nuestros familiares. Hace unos días mi amiga Juliana, colombiana que vive en Sao Paulo, me hizo caer en cuenta de que al final nuestra situación no es tan distinta a la de los otros en este sentido: “Todo duelo de COVID es solitario, sin abrazos, sin últimos adioses”, me dijo. Quizás este virus viene a recordarnos que la muerte es una asunto que siempre se enfrenta en soledad.
Siento que si es el fin del mundo debería pasarlo con la gente que me vio crecer y no con la que yo elegí seguir creciendo.
El miedo que sentimos está movilizado por la incertidumbre del tiempo que pueda pasar sin que podamos volver a viajar. Tiempo y fatalidad: la idea de que si algo pasa podríamos estar, así en este caso no podamos. Ahora la pandemia diluye la noción previa de distancia y lejanía, la relativiza: hace que estar a una ciudad, una cuadra o varios países y kilómetros sea exactamente la misma cosa. Sin embargo, sabemos que eso va a cambiar: tarde o temprano en algunos lugares vamos a poder circular por las calles dentro de las limitaciones de la distancia social. Volver a otros países, en cambio, parece una utopía irrealizable sobre la que nadie hace énfasis, sobre la que nadie habla siquiera como posibilidad cercana.
De repente sólo escuchamos de aviones oficiales que van de un lado a otro repatriando personas que quedaron varadas en algún lugar, devolviéndolas a sus clanes; países que arman misiones para que un grupo de distraídos o infortunados que quedó en otro lado cuando el mundo se congeló pueda volver. Otros aviones cruzan océanos buscando insumos sanitarios. Nosotros, los migrantes acomodados, no tenemos a dónde volver, estamos donde vivimos: extrañar, preocuparse e incluso duelar no es una condición ni remotamente necesaria para viajar.
Me siento desconcertada la mayoría del tiempo mientras pienso en las fronteras y en lo involuntario de la identidad. Patricia, una médica psiquiatra colombiana radicada en Argentina, me dice que se aferra a su acento —que sería el nuestro— y a sus costumbres ante la imposibilidad de su retorno. Se siente más colombiana que nunca, más consciente del valor de la tradición, me dice.
Vladi, un abogado y actor de teatro radicado en Buenos Aires, se angustia en cambio ante el folklore machista de su tierra. Le asusta que esa costumbre que tienen en el norte de México de “dárselas de machos” los lleve a ignorar las recomendaciones, a no guardarse, a salir a la calle. Todos cargamos por imposición o voluntad un rastro de una tierra que ya no nos pertenece.
Después está la política. O antes, o siempre. Patricia, Vladimir y yo, así como muchísimos otros migrantes en Argentina con quienes cambiamos tuits al respecto, sentimos que es el lugar que ha tomado las mejores decisiones políticas con respecto a la pandemia. Nos sentimos, de alguna manera, seguros con las respuestas gubernamentales frente a la epidemia. Nos sentimos resguardados por un sistema de salud que parece fortalecerse en este contexto y con un presidente que escucha a expertos y toma decisiones basado en reducir al máximo los enormes riesgos. Todos, sin embargo, cerramos los ojos angustiados ante las decisiones de nuestros propios gobiernos, los que sí pudimos votar y que no reaccionan ante la magnitud del desastre.
Aunque en México la situación parece ir encontrando un cauce en medidas que debieron tomarse antes, en Colombia la torpeza y la imposibilidad de asumir las políticas sólo pronostican una catástrofe social muy difícil de dimensionar. En México y en Colombia, eso sí, este contexto refleja la profunda inequidad y una grieta ya muy honda entre ricos y pobres. Hay muy pocas medidas coyunturales que logren reparar un problema de dimensiones históricas y estructurales.
Me angustio de imaginar un futuro con fronteras cerradas, envuelto en una lógica patriótica.
Juliana, por su parte, mira Brasil sin poder creer el presente que habita. Lo que pasa en Brasil parece de una película de terror: un presidente que descree de la gravedad del virus, una sociedad dividida y empobrecida, un futuro miserable. Para ella, entre Colombia y Brasil, la cosa está en elegir el mal menor. Nadie sabe, de vuelta, cuán grave pueda ser el pico y el futuro postpandemia para las personas más vulnerables y para la economía de nuestros países.
La velocidad y contundencia de la pandemia para cambiar el mundo ha hecho que muchas personas migrantes que antes no se interesaban por las políticas de su país de residencia se enteren del minuto a minuto de decisiones e intercambios entre ministros, secretarios y presupuestos. Para los migrantes hay que pensar la política como una polifonía de distintas partes. ¿Qué hizo mi presidente? ¿Qué hizo el de acá? ¿Cuántos muertos van allá? ¿Cuántos acá? ¿Se aplanó la curva en mi país? ¿Cómo amaneció el índice de casos del lugar donde vivo? Comparamos medidas y nos confundimos y perdemos entre un mar de cifras que al menos, para los que somos latinoamericanos y vivimos en la región, están en el mismo idioma.
Estamos lejos. Estamos tan lejos que todavía no lo sabemos. Pienso en mi casa y en las cómodas condiciones de vida que tengo y me avergüenzo de angustiarme, pero me angustio igual. Pienso en mi familia: todos bien, en medio de todo, con seguros médicos en un país sin noción de lo público. Pienso en lo que quedará. No tenemos idea de cuándo podamos volver. No sabemos cómo repercutirá esto en la gente que migra, porque quiere o porque le toca, pero que se mueve de país a país buscando un futuro. Cuáles serán las nuevas formas de discriminación que traerá la infección de un lugar a otro, cuáles se profundizarán. Temo, como todos, que la pasen peor los que siempre la pasan mal. Me angustio de imaginar un futuro con fronteras cerradas, envuelto en una lógica patriótica. Quiero estar acá, porque es el mejor lugar para estar, me digo, pero también soy de allá. También quiero que “allá” sea una posibilidad.
Escribo esto pensando en mi familia, en la amabilidad de la gente de mi país, en los abrazos y el cariño de quienes queremos; en el mismo país y en otros. En medio de la distancia social, el aislamiento y el esfuerzo por combinar la vida productiva con preservar la salud, sabemos que la dureza de las fronteras será lo último en aflojar de una extensión de tiempo que no existe, que nadie sabe cuál es, que no tiene referencia en ningún otro lugar del mundo. Termino dedicando esto a nosotros: los migrantes nostálgicos, que tendremos que extrañar como forma de vida por un tiempo indeterminado.
María del Mar Ramón https://ift.tt/eA8V8J
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