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martes, 7 de abril de 2020

Otras meditaciones sobre la pandemia

Se dice que se «tiene» una enfermedad, un virus: como parte del haber de uno, como algo que se adquirió. Se tiene como una propiedad y se enuncia sugiriendo una remisión al pasado: al momento en que eso otro, ese extranjero misterioso que es la enfermedad, llegó y se allegó —y se obtuvo—. Parecería como si en la lengua, por la ubicuidad y la versatilidad del verbo «tener» (y del verbo «haber», que significa lo mismo y significa, también, existencia, y se usa además como auxiliar, para formar los tiempos de perfecto) todo se tuviera y se incorporara. La lengua parece querer hacendar la realidad.

Decimos, también, que se «tiene» un dolor y se «tiene» una deuda, que, además, se «contrae», como otras alianzas (puede contraerse matrimonio y contraerse un parentesco). Se dice que una enfermedad o un virus se contrae, como un compromiso. Pero también «contraer» significa hacer pequeño, encoger y apretar. La enfermedad es contrato, contractura y contracción. Veo las reproducciones de la imagen del coronavirus: aparece como una pelota espinosa, y me hace pensar en el erizo de tierra, que contrae su cuerpo y lo transforma en una bola de púas; que se cierra en sí mismo ante una amenaza. Recuerdo que, en un texto sobre la metáfora, Derrida escoge, para ilustrar o definir la metáfora, la imagen del erizo que se enrosca en la carretera. Luego me pregunto si por el miedo a que la humanidad entera contraiga la enfermedad —y llegue a tenerla en su haber— y por ende se contraiga todo lo que le es propio a la humanidad —sus instituciones, su economía, su número: su haber— estamos contraídos en el aislamiento, o si, por el contrario, en el aislamiento hay una expansión. ¿De qué sería esa expansión?

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Los filósofos han estado publicando sus pensamientos sobre el virus en estas semanas. Todos los célebres filósofos, y una que otra filósofa famosa, han aventado sus teorías sobre la pandemia y el consecuente confinamiento de la población. Sus lecturas. Sus consideraciones. No he querido leerlos. Incluso, alguien ya los compiló en un tomo bajo el título de La sopa de Wuhan, que aspira a ser ocurrente, supongo. No me interesa, ahora, la cogitación de la filosofía. Me han encargado que escriba una columna sobre el virus. No quiero escribir una columna. La forma de la columna me parece una contrahechura para este momento. Nada tengo que decir, en este momento, que corresponda a la verticalidad, ni al soporte del esqueleto humano o de los edificios, ni a la centralidad. Creo que es hora de pensar fragmentaria y sueltamente. De no profundizar. Quisiera pensar superficialmente. Ir de superficie en superficie, como el virus. Pensar en la piel, no en los huesos. Pienso en la boca, en el hueco y en la bola espinosa. ¿Te has dado cuenta de cuán ridícula y triste resulta en este momento cualquier evocación del falo —cualquier columna—, no solo por su poderío vertical y su dureza siempre provisional, sino también por su alusión a la reproducción sexual, frente a la otra reproducción, la del virus, que es réplica, variación e imitación horizontal, y no generación? El virus habla de otro tiempo, que no baja y sube a través de las sucesiones —de la historia—, sino que pasa y se extiende y rodea: el tiempo del contagio. El virus es lo contrario del germen.

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El virus no tiene imagen. Para que nos lo figuremos, se usa un modelo que imita su apariencia bajo la lente del microscopio. Pero el virus no se ve con el ojo solo. La imagen del virus no importa, y quizás él es precisamente lo que no es imagen: no solo lo que es invisible —pero encontrable—, sino lo que no puede imaginarse. No es un animal infinitamente pequeño. No es un monstruo infinitamente pequeño. Está en el otro extremo de las estrellas y, sin embargo, es un poco como las estrellas que no vemos y que el telescopio puede encontrar. Ellas están lejísimos. Él está cerquísima. La representación esquemática de unas y otros es un centro rodeado de rayos. Como una estrella que lo determinara todo en el cielo y el horóscopo, el virus es una cosa que puede determinarlo todo en la mano y el diagnóstico.

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Se dice que una enfermedad «da». Que un virus «está dando». En esas frases, el sujeto del verbo no es la enfermedad ni es el virus, que son los objetos directos del verbo. Hay un acto de dar que lo tiene a él o a ella como objeto directo, y a alguien —al afectado— como objeto indirecto, y que no tiene ningún sujeto. El mal —¿y qué es el mal? ¿Lo que entendemos como «mal» es el fin, un fin?— no es dado por nadie y siempre se da.

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El virus no tiene cantidad, como sí la tienen los animales, las plantas y casi todo (¿y las estrellas también, o ellas tampoco? El amor no, por ejemplo, como ya enseñó Cordelia en El rey Lear). ¿Cuántos virus tengo en la mano, al regresar del supermercado, después de haber tocado unos billetes? ¿Cuántos coronavirus tendré en la lengua, mientras hablo del coronavirus? El virus siempre parece dicho en plural, con su «s» final. Me remite al dinero, que suele estar dicho en singular, pero que siempre es plural. No hay realmente «un» dinero. Un peso o un dólar no son «un» dinero. Son dinero. ¿Cuánto dinero son los millones de millones que se dice que tiene un país o un individuo? ¿Cuánto es eso? ¿Cómo lo veo? ¿Cómo es? Tan invisible y tan inimaginable como el virus es el dinero. La forma del dinero son los ceros que se añaden a la derecha de una cifra: la acumulación de la nada. El dinero y el virus son las figuras sin forma de la opulencia y de la inopia.

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Me parecen risibles y ciegas las retóricas bélicas con respecto a la pandemia: lo que los hombres dicen sobre vencer el virus, triunfar sobre él, batallar en su contra. Con una certeza que es, ella misma, extraña (que también pide acogida), siento la necesidad de acoger al virus. De amarlo, si puedo. ¿Qué significa eso? No significa tratar de contagiarme, ni no lavarme las manos, ni no usar tapabocas, ni salir de casa. Es una hospitalidad que, como él, tampoco es imaginable ni cuantificable. Acogerlo es querer oírlo y decirlo. Es, precisamente, meditar sobre la hospitalidad y la inhospitalidad que su incursión en mi vida señala; sobre la manera como él se pega a la célula y hace que ella lea y mal lea para su propia destrucción; sobre la manera como lo único que puede hacerse para evitar la expansión es encontrar la vacuna y distribuirla: es decir, precisamente, acoger al virus.

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Tengo presentes tres actos del espacio público de los últimos tres años. En 2018, la súbita expansión de las empresas de domicilios, notablemente de la empresa colombiana Rappi. De repente, la ciudad se llenó de una forma y un color: una bicicleta con un hombre encima cargando en la espalda una gran bolsa cúbica anaranjada. Por cientos y por miles, empezaron a cruzar la ciudad los mensajeros de Rappi, laboralmente degradados, sin seguridad ni beneficios. Muchos de ellos eran inmigrantes pobres que no tenían otro recurso que someterse a la explotación. De repente, mucha gente prefería comer dentro lo de fuera, y pedirlo por el teléfono. Elegía quedarse en casa, encerrarse y recibir su alimento envuelto en materiales desechables, y hacer basura, más y más basura. Más que el afuera, el espacio público era el trayecto al adentro ajeno. Se iniciaba en mi ciudad, o en varios sectores de mi ciudad, una epidemia de encerrase —que traía aparejados el excesivo desperdicio y el abuso laboral—.

El segundo acto, de 2019, fue el de las protestas sociales contra los gobiernos: caminábamos lentamente por el centro de la calzada. Nos quedábamos en las plazas. Ocupábamos el espacio público, y estábamos en la calle como lugar de llegada, no como camino. Estábamos afuera juntos, tocándonos y gritando, y nos contagiábamos: de los tañidos de las cacerolas, de cierta fe en lo multitudinario y en lo consensual, y del interés común. Los reclamos sociales se iniciaron en Colombia contra un conjunto de reformas económicas y laborales que desprotegían los derechos de los trabajadores.

El tercer momento es hoy, en 2020: a la espera de la enfermedad, el lugar seguro, o el menos inseguro, es la casa cerrada. Da miedo el contagio, que no es contagio de voluntad, como el año pasado, sino de asfixia. El otro, de afuera, da miedo: dan miedo su tos y su palabra, que pasó a ser fantasía de escupitajo. En mi ciudad hay poquísima gente en la calle. Allá están, más visibles que nadie, los mensajeros de Rappi, los mismos que en el primer acto que rememoro se hicieron visibles y los mismos por los que, con el segundo acto, ¿queríamos hacer algo?. Van por todas partes, todo el día. Mucha gente sana prefiere aún confiar a otros su cuidado y sigue pidiendo domicilios. ¿En la fantasía colectiva, o en un deseo inconsciente colectivo, sucederá que los mensajeros de Rappi son inmunes, como si no fueran humanos? Tener servidumbre —quien te traiga y te lleve la comida y sea mal pagado— sigue siendo en mi ciudad, aparentemente, una prioridad.

Y entre los tres actos que describo, ahora que lo pienso, hubo un surgimiento del interés por los trabajadores domésticos. Vimos y premiamos y amamos Roma, acerca de la extraña que vive en la casa, hablante de una lengua incomprensible para los dueños de la casa; luego, vimos y aplaudimos —menos— Joker, que trataba sobre el desvarío, la marginación y el resentimiento del hijo de una empleada doméstica, y luego adoramos Parasite, sobre el peligro de la precarización de la servidumbre, sobre el confinamiento, sobre el enemigo que entra en el espacio propio. Todas esas películas aludían al extraño explotado, que no es parte de la familia, ni es acogido por hospitalidad, pero con quien se convive. Las tres películas hablaban, de maneras más o menos oblicuas, una amorosamente y las otras ferozmente, sobre nuestras imaginaciones del virus: sobre estar dentro y fuera, sobre la extraña olvidada, sobre ser extranjero en la propia vivienda, sobre estar encerrado, sobre acoger o no acoger, sobre la ambivalencia —el temor y el deseo y la necesidad, y el odio y el amor y la realidad— del contagio.

Hoy traté de ver en la mente —al hilo de esos tres actos que comento— a alguien que viviera en un lugar tan remoto de la Tierra, tan lejano a la información, que no hubiera oído de la pandemia. La imagen que evoqué no implicaba un quiebre en el espacio, sino en el tiempo. Dudo de que exista ese hombre o esa mujer, y, si la hay, dudo de que sea un pueblo. Esa certeza me da vértigo y me deja en las manos de la ola.

Y de pronto viene una quinta visión, que cierra este ciclo de pensamientos: la de salir desnuda a la calle, así no más, pues da lo mismo.

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Pienso hoy, por último, en el vuelo humano. Más bien, en nuestra incapacidad de volar y nuestra envidia de volar. El virus no vuela. A pesar de ser tan diminuto, cuando está en el aire, cae. Se dice que se transmitió a partir de un murciélago: el ser más parecido a nosotros (un mamífero, como nosotros) que puede volar. Se expandió por el mundo a través de los aviones: nuestro invento para volar; nuestro invento por no poder volar. Sospecho que por este camino llegaría a escribir de los ángeles, pero es hora de parar nuevamente —y, además, ni siquiera he hablado de los cerdos, de los pollos, de las vacas—.

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