Supongamos que uno se llama Juan y el otro Ricardo. Los dos son médicos residentes, pero Ricardo tiene un año más de práctica, tiene un rango superior. Juan ha cometido, según Ricardo, un error: no realizó una curación que le había solicitado. Juan es cirujano y está seguro de que no se la solicitaron. Entonces le pide al médico adscrito, responsable de los residentes, que dirima el asunto. ¿Qué mejor solución para una diferencia en el trabajo que tomar unos guantes de box y darse unos madrazos? Juan termina con un hematoma subdural, un derrame en el cerebro que requirió cirugía: al parecer, Ricardo tenía la razón.
El escenario del combate fue el Hospital General de la Zona Norte “Bicentenario de la Independencia”, de la Secretaría de Salud en Puebla. Quizás este duelo postmoderno un tanto salvaje sea un hecho extremo y no ejemplifica el maltrato en que viven los residentes en el sistema de salud pública y privada de México, no obstante sí forma parte de una práctica constante e histórica: el hostigamiento.
Los residentes son médicos titulados que dedican otros dos o seis años para especializarse. En México hay entre seis mil y siete mil al año: de unos cincuenta mil que intentan entrar a una residencia apenas el diez por ciento logra superar el examen y las entrevistas que le permitirán conseguir la plaza. A partir de entonces deberán vivir largas horas de guardia, jornadas con descansos casi inexistentes (en caso de que cuenten con un espacio para hacerlo), insultos, humillaciones, hostigamiento psicológico y hasta violencia sexual. Por supuesto, no todos, sí una amplia mayoría. Por supuesto, no siempre de mano del médico a cargo de los residentes, a veces sólo de otros de rango superior.
Por una rara omisión al artículo 353 de la Ley Federal del Trabajo que dispone que el médico residente es considerado trabajador y por lo tanto sujeto a los derechos que esta ley sostiene, en México se los denomina “becarios”, lo que convierte a sus salarios en precarias “becas” que oscilan entre los ocho mil y los catorce mil pesos (entre 320 y 570 dólares), aún cuando tengan que hacer más horas de trabajo que un médico adscrito. Por algo ellos mismos llaman a la residencia “la esclavitud del siglo XXI”.
El hospital es un mundo misterioso para nosotros, meros intrusos en busca de curación para nuestros males. Ese ámbito despersonalizado y frío como un aeropuerto, a menudo caótico y recorrido por seres en bata o pijama médica que caminan velozmente ocupados en tareas ininteligibles, es una dimensión ajena para el paciente, un submundo regido por una jerarquía implacablemente vertical.
“El año pasado mi generación fue de las que más incapacidades tuvo por depresión. De cincuenta y dos que somos, unos cinco se incapacitaron por depresión y eso sólo de casos conocidos”, cuenta Male, R2 —como se conoce a los residentes de segundo año— en un hospital de Querétaro. “Obviamente todo se basa en jerarquías, errores mínimos que podemos tener son castigados o sancionados: de entrada nos exponen frente a todos, toman fotos a nuestros expedientes, nos piden que hagamos ingresos durante la preguardia, que es cuando tratas de aprovechar para descansar. Una vez me castigaron así y terminé saliendo como a las nueve dejando todo a medias”.
Salir a las nueve no suena tan terrible en tiempos en que la oferta laboral en casi cualquier rubro se ofrece sin horario de salida, la diferencia está en la cantidad de horas previas a ese momento: con jornadas laborales de doce horas y guardias cada tercer o cuarto día, un residente pasa hasta veinticuatro horas trabajando con breves periodos de descanso. A eso se suma el hecho de que están en formación y por lo tanto necesitan estudiar en sus escasas horas libres.
El castigo toma con frecuencia forma de guardias extras, el día de trabajo de un residente puede durar treinta y seis horas. Si la deprivación del sueño por sí misma causa irritabilidad, depresión y lleva a cometer errores, el maltrato y hostigamiento constantes convierten al hospital en un espacio asfixiante, en el que más que aprender se debe sobrevivir. La residencia se parece demasiado a una temporada en la prisión de Guantánamo.
La pirámide invisible
…te dejan claras las jerarquías dentro del hospital. Cuando ibas de estudiante al hospital te decían “tú eres la basura de la basura de la basura, tú ni llegas a recogedor y tú respetas aquí todo”.
Testimonio de una exresidente del programa
de Traumatología y Ortopedia
“Es una problemática muy alarmante, hay amplia literatura que habla de la prevalencia de trastornos de ansiedad, de depresión, de suicidio; esto último me consta porque soy residente de psiquiatría y atendemos a otros médicos que están en cuadros depresivos severos. Desde 2018, cuando comencé la residencia, a la fecha se han hospitalizado por lo menos unos veinte médicos residentes en la unidad psiquiátrica por cuadros depresivos e ideación suicida y todos desencadenados por el hostigamiento laboral”, cuenta Carlos Armando Herrera Huerta, residente de tercer año de psiquiatría del Centro Médico Nacional Siglo XXI, ubicado en Ciudad de México, y miembro de la Asamblea Nacional de Médicos Residentes (ANMR).
Carlos Armando es uno de los pocos médicos que se anima a dar su nombre para esta nota. Las sanciones por denunciar o hacer público lo que se vive puertas adentro de la residencia suelen ir desde el incremento del maltrato hasta el despido. Esto explica por qué incluso residentes que han sufrido acoso sexual no denuncian a sus agresores frente a los organismos de control. Es más, al solicitar a la Comisión Nacional de Derechos Humanos la cifra de denuncias que han recibido por hostigamiento laboral, sexual y maltrato psicológico, la ANMR no obtuvo respuesta. “El Órgano de Control Interno, que sanciona a los funcionarios públicos, tampoco tiene conteo y he hablado con funcionarios de esa institución y me han dicho que ninguno de los casos denunciados ha procedido, o sea que impunemente el agresor, que es por lo general un médico contratado, sigue laborando y ejerciendo ese tipo de acoso sobre los residentes e internos”.
La secta de las batas blancas
… los médicos de base pueden estar tragando y viendo la tele en sus residencias, pasas y escuchas las risas, se la pasan a toda madre, mientras nosotros estamos chingándole todo el tiempo, y si algo no les parece nos guardan por más y más horas.
Testimonio de una residente en cirugía.
“Lo más frecuente es la violencia verbal”, dice Carlos, “devaluar al residente, insultarlo, gritarle, pero también hay violencia docente, cuando el profesor [el médico adscrito] se aprovecha de la superioridad jerárquica y le encomienda al residente que haga tareas humillantes, como barrer o limpiar el cuarto de residencia, ir por su comida e incluso pagar de su propia bolsa. Esto es muy común y generalmente esa es la función del médico interno de pregrado o residente de primero o segundo año. Además hay abuso sexual dentro del hospital”.
Flor de la Peña está estudiando una maestría de Estudios Antropológicos en Sociedades Contemporáneas y eligió como tema de investigación el hostigamiento en los hospitales desde una perspectiva de género: “Existe una cultura hospitalaria que ha sido históricamente masculina, sabemos que la ciencia excluyó por mucho tiempo a las mujeres. Son espacios muy masculinos y ya cuando se integra la mujer en este campo hay códigos y prácticas en las que se tiene que masculinizar para poder encajar o crear estrategias para sobrevivir”. ¿Y cómo se sobrevive? “Me topé con casos de chavas que me decían que tuvieron que ser novias de un médico (de mayor rango) para evitar el acoso de los demás médicos. Me lo contaban así: “No estoy orgullosa, tuve que aguantar cuatro años con esta persona que era desagradable para mí, pero era la única forma en que me iba a quitar a treinta más de encima que me estaban acosando diariamente”. También ocurre con los hombres: Flor cuenta el caso de un residente en Querétaro, donde hizo su investigación, que sufrió acoso sexual por parte de su médico adscrito.
Quizás los hombres sean menos propensos a compartir estas historias por resultarles doblemente humillantes (el hostigamiento sumado al temor de ser vistos como homosexuales), le sugiero a Flor. “Sí, y eso tiene que ver con la cultura machista. Y de hecho la denuncia a veces es la peor opción. En todas las entrevistas y encuestas que hice en el hospital vi que el primer motivo por el que no se denuncia es el miedo; el segundo, porque no se hace nada. Hay mujeres que me han dicho ‘ellos prefieren sacarme a mí que al médico de base’”. Las relaciones de poder están muy marcadas.
“En esto entra la masculinidad hegemónica, el ser macho, el aguantar, el ser violento; las mujeres que están ahí son cosificadas. En muchas entrevistas que hice a residentes mujeres me decían que parte de la violencia verbal que recibían era del tipo 'tú qué haces aquí', 'vete a lavar trastes', 'vete a una cocina', 'vete a una estética a trabajar', o sea se siguen reproduciendo la violencia y el lenguaje sexista hacia las mujeres, y es raro porque la mujer lleva ya mucho tiempo inmersa en este campo pero se sigue reproduciendo esto”.
De la Peña ha llegado a la conclusión de que esta cultura hospitalaria, jerárquica y en la que a medida que se avanza de rango se obtiene más poder, en la que los ciclos de violencia se reproducen convirtiendo a la víctima en victimario, comienza en la universidad. “Está la violencia universitaria-académica, que no protege al alumnado para nada, funciona como un rito de paso, como lo menciona Arnold van Gennep; [este rito] es prácticamente el mismo que se vive en las sectas y las mafias: ‘si aguantas esto, vas a subir hasta acá y vas a poder estar sobre aquellos y sobre estos otros’”.
Ser residente en la pandemia
…me empecé a sentir muy agotada emocionalmente porque físicamente siempre estabas agotada y empecé a notar que se me empezaban a olvidar las cosas, algún pendiente, me saturaba demasiado y como intentaba hacer las cosas bien y no sólo cumplirlas por cumplirlas, como que se me iban detalles, hacer una nota, tomar una foto, revisar algo, no sé, eran detalles. Muy rara vez salí del hospital cuando había sol, realmente la única vez que salí un poquito más temprano me tocó el atardecer y neta lo vi y empecé a llorar, me sentía ya muy frágil emocionalmente.
Testimonio de residente de Traumatología y Ortopedia.
Hace dos años se creó la ANMR con la intención de exigir el pago de la beca de los médicos residentes que llevaba un retraso importante, pero desde entonces se ha dedicado a monitorear el escenario de los futuros especialistas. Con la aparición del COVID-19, la situación rebasó el tema del maltrato: la amenaza para los residentes es aún mayor.
Hace poco más de una semana, antes de que el gobierno federal decretara la fase dos de la pandemia, la ANMR publicó una nota en su página de Facebook en la que denunciaba a un hospital del Estado de México por no permitirles a los médicos utilizar cubrebocas so pretexto de no alarmar a la población.
“En realidad el residente y el médico interno de pregrado son la fuerza laboral que mantiene a los hospitales, y en las comunidades rurales lo es el pasante que está haciendo el servicio social; es absurdo que no se los cuide porque si enfermas a tu mayor fuerza laboral ¿de qué manera vas a responder a la pandemia?”, dice Carlos. También cuenta que hace más de una semana, cuando se emitió un oficio por parte del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) en el que se dictaba la cancelación de algunas actividades académicas, se mantuvieron sin cambios las rotaciones de los residentes. Las guardias eternas continúan, el burnout es otra amenaza que se suma a la falta de insumos en los hospitales.
“Nuestros jefes de enseñanza no están trabajando en medidas de seguridad, no sé si estés enterada, pero México no está preparado para esto; ni siquiera tenemos insumos en cuanto a material básico, como cubrebocas. El dinero a nivel gobierno está muy mal distribuido; de hecho, la escasez empezó entre diciembre y enero en todos los hospitales. No tenemos los insumos y les vale a los directivos, y de hecho el primer caso sospechoso de COVID-19 que se ingresó [en mi hospital] ni siquiera tenía médico de base asignado: mandaron a los R4 a revisarlo”, cuenta Male. El caso dio negativo, pero, dice, tardaron cinco días en confirmar el diagnóstico cuando la prueba toma cuarenta y ocho horas en arrojar un resultado.
Ya hay al menos diecinueve casos confirmados de residentes infectados de COVID-19 en el Hospital General Regional número 72 del IMSS, de Tlanepanlta. Carlos explica que, entre otras cosas, los casos entre los residentes y médicos adscritos están incrementando no sólo por falta del equipo de protección personal. Los cubrebocas N5 ya están siendo reutilizados —previa esterilización—, aunque los que están dándoles a los médicos en la actualidad son los simples: desechables, de una capa, de uso quirúrgico, que no protegen contra el contagio y que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), deben ser reemplazados en cuanto se humedecen con la propia exhalación. La ANMR denunció el 7 de abril que la mayoría de los residentes y adscritos que son dotados de equipo de protección personal reciben las mascarillas simples, y que trabajan jornadas enteras sin reemplazarlos debido a su escasez. El miembro de la ANMR cuenta que, sumado a todo lo anterior, los residentes corren el riesgo de recibir sanciones administrativas o ser (otra vez) hostigados si denuncian esta situación.
Rocío, una residente, cuenta que en su hospital no les han dado equipo de protección y que incluso se han organizado entre los médicos para comprarlo, aunque sí tienen un protocolo para la pandemia que se está actualizando permanentemente, lo que no garantiza de todos modos la posibilidad de contagio.
Flor de la Peña recibe constantemente noticias desde el grupo de chat de residentes que creó para realizar su investigación. Ya no recibe noticias de acoso sino de terror: “Todos tenemos miedo. Yo sé que si esto colapsa, al ser anestesióloga y tener experiencia en pacientes críticos y en intubación, me van a cambiar a las áreas de riesgo”, cuenta una médica, entre muchos residentes que, a través de la ANMR, llevan semanas alertando al gobierno de la necesidad de ser protegidos con los insumos mínimos e indispensables.
Las fotos que comparten los residentes en el grupo son de un humor macabro: “Nos inventamos mexicanadas para estar preparados. Como estas”, dice un médico y envía la imagen de un hombre cubierto con una lámina transparente: “Adaptar bolsas para poner una barrera entre el paciente y nosotros”. La anestesióloga cuenta que gastó cinco mil pesos (doscientos dólares) de su bolsa en googles, cubrebocas, trajes desechables, máscaras y guantes. “Se dice que hay equipo para todos los casos sospechosos o comprobados, pero tomemos en cuenta que cualquier paciente puede estar infectado y sin síntomas por el periodo de incubación y para estos no nos van a dar nada”.
En las redes sociales no faltan quienes advierten de no “romantizar” la cuarentena: no todos pueden darse el lujo de quedarse en casa, pero al mismo tiempo constantemente se aplaude la valentía casi suicida de los médicos, elevados —con las mejores intenciones— a la categoría de héroes.
En el frente de batalla mexicano cerca de treinta por ciento de los médicos contratados han abandonado los hospitales por presentar factores de riesgo. Quienes están ahora en la primera línea son los residentes.
Mientras el mundo es dominado por un trozo de material genético invisible para nosotros, se viralizan el miedo, las teorías conspirativas, el hartazgo y el mensaje de médicos cansados de los aplausos. Uno de ellos suelta en el ciberespacio una larga arenga: “No aceptaremos este discurso de que somos héroes. Veo a los medios y al gobierno llamando a los médicos héroes, ilustraciones, aplausos por las noches… ¡Héroes del infierno! Somos padres, madres, tenemos hijos, familias, cuentas por pagar. Ahora que los médicos estamos en primera línea sin máscaras, sin Profilaxis Post-Exposición, sin armas, sin ayuda, ¿somos héroes? ¡Nada de eso! Es hora de que la medicina sea valorada en este país, que los salarios sean compatibles con la importancia de nuestro trabajo. Necesitamos dejar de aceptar esto de ser un ‘apóstol’, este es un pretexto para que el Estado y el mercado continúen sin valorarnos”. Se oye el silencio del otro lado.
* Agradecemos a Flor de la Peña Vargas por los testimonios compartidos de su tesis de maestría en Antropología en Sociedades Contemporáneas.
Florencia Molfino https://ift.tt/eA8V8J
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