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jueves, 30 de abril de 2020

Donde viven los monstruos

Algo que no se suele decir de los paranoicos es que nosotros hemos vivido todas las masacres. Hemos sobrevivido (o no) a todas las catástrofes. Cargamos con el peso atroz del conocimiento. Nosotros sabemos cómo vamos a morir. Nosotros sabemos cómo van a morir nuestros hijos. Hemos vivido mil veces la caída, el golpe, la herida. ¿Quieres conocer el verdadero rostro de la extinción? Tengo todos los detalles.

De madrugada busco a tientas el teléfono. Repito los tres números compulsivamente. Uno. Uno. Dos. Uno. Uno. Dos. Respiro hondo, lo más hondo que puedo, pero el dolor no cesa. Enciendo la pequeña lámpara de la cocina y me sirvo un vaso de agua. Sobre la mesa hay pan, té, un par de calcetines, libros. Hay libros por todas partes. Espidifen. Aprieto los dientes. Siento como si empezara a disolverme lentamente en la oscuridad. Un estado primigenio de desolación. Voy a morir. Apago la luz de la lámpara, agudizo los sentidos. Me quedo aquí, en silencio. Vuelto del revés. Quiero que el frío entre como un cuchillo en mi cabeza. Lo deseo tanto que casi puedo sentirlo. Intento escapar de este vacío. Pero el vacío todavía es algo. Solo la locura es nada. Mis dedos se deslizan por el cristal de la ventana. Estoy a punto de morir. Pronto me haré uno con el universo, pienso. Basura cósmica. Bebo un poco más de agua y digo en voz alta buenas noches a todos, en todos los lugares del planeta. Buenas noches.

Leo en las noticias que la cuarentena ha incrementado notablemente los casos de ansiedad en la Comunidad de Madrid y que el Colegio de Psicólogos ofrece un servicio de atención telefónica las veinticuatro horas. De momento están recibiendo unas doscientas llamadas al día. También leo en un ensayo de Luis Bonino un listado de las “problemáticas masculinas” más frecuentes: “trastorno por el sobreinvestimiento del par éxito/ fracaso”, “trastorno por búsqueda imperativa del control”, “patologías de la paternidad y la responsabilidad procreativa”… Compruebo que en el último año he pasado por casi todas ellas. Cuando me enfermé de Covid 19 escribí un artículo en el que hablé sobre mi negación del miedo, pero no dije que la mía era una reacción aprendida durante años de ansiedad y pensamientos paranoides. Tampoco dije algo quizás más importante: que en los meses previos a la pandemia había estado también sumamente deprimido. Yo había aprendido a aceptar mi ansiedad pero no estaba preparado para aceptar mi tristeza. Tengo un complejo muy profundo con eso porque, de hecho, muchas veces he sido percibido como una persona triste o taciturna. Cara-de-poeta. Además, el enfermar en esas circunstancias solo aumentó mi sentimiento de culpa por haber bajado la guardia, porque la depresión seguramente hizo que mi sistema inmunológico sucumbiera rápidamente a la invasión del virus. Y todo eso me hizo desproteger a mi familia.

No es que ahora las cosas hayan cambiado demasiado con respecto a antes de la pandemia. De hecho, los paranoicos sabemos del aislamiento mucho antes de cualquier cuarentena. La paranoia es una liturgia de uno. Una condición que, ya sea por distracción o por vergüenza, termina alejándote del mundo y exigiéndote sus propios ritos, sus propios conjuros. A veces me quedo despierto solo para escuchar el crujido de la casa desplomándose sobre nosotros, a veces siento temor de mis propias palabras porque creo que reflejan una parte peligrosa de mí mismo, a veces me siento tan lleno de violencia que puedo visualizar mis nudillos llenos de sangre. ¿Cómo podría alguien querer compartir eso con nadie? Y a veces la la soledad es tan grande que necesitas consumir un montón de basura emocional. En mi caso, durante mucho tiempo fueron los marines. Más concretamente, videos de soldados americanos volviendo a casa, sanos y salvos, sorprendiendo a sus familias entre risas y lágrimas y siendo recibidos por bandas escolares. Golosinas para idiotas. Baratas, accesibles. MDMA para gente que cree que el MDMA puede producirte un brote psicótico. La paranoia puede ser así de triste cuando se ubica justo entre el nivel “reviso compulsivamente que las puertas de casa estén bien cerradas por la noche” y el nivel “tengo alucinaciones producidas por un chip que el gobierno me ha implantado en el cerebro”. ¿Cuál es la diferencia entre una naturaleza aprensiva y la enfermedad mental? ¿Dónde está la frontera que separa mi neurosis de la tuya?

Yo empecé a desarrollar una personalidad paranoide a mediados del año 2006, cuando tuve mi primer ataque de pánico, mientras volvía del trabajo en autobús. Por entonces Gabi estaba embarazada de Coco y yo acababa de empezar a trabajar en una revista literaria en Mataró, cerca de Barcelona. Vivíamos en un piso diminuto cerca de la Sagrada Familia. Estaba a pocas calles de casa cuando empecé a sentir que me mareaba, como cuando estás a punto de desmayarte. Dolor opresivo en el pecho. Dolor punzante en los brazos. Estaba claro que iba sufrir un un infarto. Bajé del autobús y me encaminé como pude al cercano hospital de Sant Pau, donde un médico latinoamericano me vio y me hizo un reconocimiento. No tenía nada, dijo, salvo un poco de taquicardia, muy leve y seguramente producto del susto. “Susto”, esa fue la palabra que usó. Una palabra que usaba mi abuela para referirse al “mal de ojo”, a cuando un hombre “ojeaba” a un niño y le metía el “susto” en el cuerpo. Me fui de allí pensando que el doctor era un inútil y que me había salvado de milagro. Fue mi primer viaje al lugar donde viven los monstruos.

Unas semanas después de aquel episodio estaba hablando con mi hermano por teléfono, me estaba contando que se iba separar de su mujer cuando empecé a sentir que me ahogaba, o más bien, que no podía tragar, como si tuviera la garganta paralizada por una especie de veneno. Me temblaban las manos y sentía como un hormigueo en la punta de los dedos. Era imposible que esto fuera nada. Pero esta vez no salí corriendo al hospital. El ataque de pánico duró unos segundos, quizás unos minutos. El tiempo, todos los sabemos, se relativiza ante la proximidad de la muerte.

La segunda, la tercera, la cuarta vez, no estaba haciendo nada. Empezó a ocurrirme de manera “aleatoria”. Al principio de manera muy espaciada, luego más seguido. A veces en momentos de estrés, otros en momentos de absoluta tranquilidad. Tardé unos años en aceptar que padecía algo que se conoce como trastorno de ansiedad. Y cuando finalmente lo hice, esa afección —no, no puedo decir “enfermedad mental” tratándose de mí— ya me había acompañado a lo largo de momentos muy importantes de mi vida. La ansiedad ha asistido al nacimiento de mis hijos, me ha susurrado al oído cuando mi madre enfermó de lupus y yo estaba demasiado lejos, me ha seguido en aviones, en trenes, en coches, se ha mudado conmigo de casa y de ciudad, ha ido conmigo a la oficina, me ha perseguido por playas atestadas de gente y por parques solitarios. Y se ha metido en mi cama, en mi alegría, en mi escritura. ¿Que yo esté escribiendo esto ahora mismo no es acaso su victoria final, definitiva?

Con el paso del tiempo, mientras los ataques de pánico eran cada vez más difíciles de disimular, Gabi empezó a insistir en que debía tratarme pero siempre he tenido una excusa a mano. “La terapia es cara”, “las pastillas que me ha recetado el psiquiatra de la seguridad social generan dependencia”, “he aprendido a controlarla”. En la realidad, es la ansiedad la que se ha normalizado en mi vida. Catorce años después ya no conozco otra forma de existir. Uno se informa, claro, uno busca sus maneras de sobrellevarlo. Respiración. Masturbación. Silencio. Pero cuando comprendes que el infarto no va a ocurrir, que el ictus no está sucediendo, que el accidente vascular está en tu mente (o más bien no), la ansiedad siempre encuentra otras maneras de abrirse paso, de vencerte. Hace unos años, cuando finalmente aprendí a cortar la cadena de pensamientos negativos que me hacían temer una muerte inminente, los ataques de pánico empezaron a manifestarse de otra manera. De pronto empezaba a sentir una especie de desconexión con la realidad. Esos “momentos en blanco” me ocurrían, me ocurren, en medio de cualquier actividad o conversación. Mi cerebro, entonces, ya no me alerta del derrame cerebral o el accidente vascular, sino de la locura. La desconexión. Entonces pienso que mi cerebro es un monstruo que se devora a sí mismo. Como dicen que hace el sistema inmunológico que te quiere defender del virus pero que, al hacerlo, termina matándote por inflamación. Mi cerebro lleva casi quince años defendiéndome. ¿De qué?

Como sea, nada de esto me perturba ya. Casi siempre siento el aviso de la locura tintinear segundos antes de ver la deformidad en las caras de la gente, de sentir que hay sombras que se escapan por los rincones de la casa, de experimentar esos segundos de desconexión. Mi vida, mi pequeña loca monstruosa de ojos verdes.

Entonces, la paranoia.

Una de las primeras cosas que recuerdo haberle enseñado a Coco es el número de emergencias: 1-1-2. Cuando tenía cinco años y pasábamos mucho tiempo solos en casa, lo tenía apuntado en un papel al lado del teléfono. “¿Sabes que hay un teléfono al que puedes llamar si te haces daño o se hace daño mamá o se hace daño papá?”. He pensado mucho en la idea de morir delante de mis hijos. Como le ocurrió a ese editor en Madrid. He contemplado millones de veces ese escenario, ya sin sentir dolor, sin poder llorar, sin sentir apenas nada. He sopesado mil veces los alcances del trauma. Y les he escrito cartas de despedida pidiéndoles que me perdonen. ¿Es de ellos de quien me defiendo? ¿O es el mandato de la masculinidad lo que lleva años infectándome? ¿Qué partes inflamadas de mí psiquis se revuelven contra mí?

He hecho algunos avances. Llevo lidiando con esto demasiado tiempo como para no pedir ayuda. Es solo que la ayuda tarda como una ambulancia en medio de una crisis infecciosa.

Me consuela saber que hay cosas urgentes que resolver.

Pero hoy, cuando incluso mi singularidad se ha convertido en una gota diluida en un mar de incertidumbre colectiva, estoy seguro de que mi cabeza va a rebotar contra el teclado produciendo un ruido seco que nadie escuchará. Ahora mismo, mientras escribo estas palabras y me aseguro de tener atados los cordones de los zapatos y la inminencia de la muerte hace que me levante y camine y gesticule de manera insensata. Y lo único en lo que puedo pensar es en dejar una serie de pistas en el ordenador, detrás de ciertos libros, en las esquinas interiores de los armarios. Una biografía mínima hecha de objetos y palabras sin coherencia alguna. Una biografía inútil, desapercibida, real. Como la aceptación de que la felicidad son millones de luces que se apagan. De que he construido mi casa con materiales innobles. De que se desmoronará todo al menor soplido. Amo profundamente mi casa. A veces me despierto por la noche en mi infierno doméstico y estoy casi seguro de que estoy muerto y de que he vuelto por alguna razón al mismo lugar. Y entiendo esa razón. Amo profundamente mi casa, su materia abyecta, su apabullante fragilidad. La arrasaría con mis propias manos. Esa es la única certeza que flota en el vacío de las horas perdidas. Vuelvo a ver a los marines. Están llenos de amor y de sentimientos nobles. Vuelven. Vuelven a casa.

Jaime Rodríguez Z. https://ift.tt/eA8V8J

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