Nunca le he dicho esto a nadie, pero hay un lugar en el que soy capaz de ejercer mi machismo tóxico de manera desaforada, dar rienda suelta a todos mis complejos y poner en práctica mi sentido del humor más retrógrada, ofensivo y cruel. Y me encanta. Ese lugar es el grupo de WhatsApp que tengo con mis amigos de Madrid. Los contenidos que compartimos allí se podrían clasificar de la siguiente manera: comentarios sobre actualidad política, 5%; comentarios sobre partidos de la liga española de fútbol, 10%; contenido audiovisual pornográfico y/o misógino, 15%; chistes sobre el consumo masivo de drogas (particularmente alcohol y cocaína), 25%; chistes relacionados con diversas prácticas homosexuales (particularmente sodomía), 55%.
Tengo otros grupos en los que también participamos solo hombres. El grupo de mis amigos de Lima: chistes relacionados con diversas prácticas homosexuales (particularmente sodomía), 10%; chistes sobre el mundo literario peruano 20%; comentarios sobre la actualidad política y social, 30%; chistes sobre nosotros mismos, el paradigma éxito/fracaso y el propio sentido de nuestra amistad, 40%. O el de mis amigos de Barcelona: chistes relacionados con diversas prácticas homosexuales (particularmente sodomía), 1%; comentarios sobre la liga española de fútbol, 5%; comentarios sobre el mundo cultural/intelectual español, 25%; párrafos más o menos introspectivos y/o literarios sobre nosotros mismos, 30%; comentarios/reseñas sobre libros, series o películas que estamos viendo o leyendo, 39%.
Tal vez tenga que ver con que juego fatal al fútbol. Quiero decir que siempre fui el típico niño al que nadie quería en su equipo, el último al que escogían los capitanes o el que se quedaba en el banco de suplentes. Tal vez eso exacerbó mi necesidad de pertenencia al Club de Toby (ese espacio “prohibido a las chicas” en los dibujos animados de la Pequeña Lulú). Tal vez es solo que, con los años, mis amigos y yo hemos aprendido a desarrollar y respetar milimétricamente nuestros propios códigos. Sabemos por dónde vamos, hemos creado nuestro propio lenguaje. Y podemos estar seguros de que nadie, nunca, por ningún motivo, se saldrá de esos límites. Todo bajo control. Y de eso se trata, ¿no? De control. These mist covered mountains are a home now for me. No quiero hablar más sobre eso.
No quiero hablar más de esto porque no es más que una fantasía blanca. La fantasía blanca del Diner americano: cinco tíos hablando durante horas de sus cosas. Centrémonos en el sándwich. El sándwich es importante. Tarantino ha hecho de esto una poética ¿no? Ninguna de esas escenas wannabe Reservoir Dogs tiene que ver conmigo en realidad. Mi precariedad siempre ha sido otra muy distinta. Supongo que por eso casi todos mis amigos escriben libros y yo publico 30 poemas cada diez años. Pero no quiero hablar de eso. Cuando éramos jóvenes, de hecho, uno de mis amigos de Lima, el mejor, vio claramente la necesidad de contar lo que hacíamos los cuatro —experiencias casi adolescentes y romantizadas en tiempo real— con su épica del ridículo y su tentación del fracaso y su reivindicación de los comportamientos apáticos y asociales. Por supuesto nos burlamos de él todo lo que pudimos. Nos reímos con él y de él. Nos pareció por supuesto una estupidez. Pero pasados unos años ¡el tío lo hizo! No sólo escribió la novela (en realidad trataba sobre muchas otras cosas, sus cosas, más que de nosotros, pero ahí estábamos) sino que triunfó, cosa que vivimos, desde luego, como una afrenta. Sé que en nuestro fuero interno lo tomamos como una traición, una ruptura del código. Lo sé. Pero no quiero hablar sobre eso.
Durante la pandemia quedé varias veces con mis amigos por Zoom y la pantalla parecía un catálogo de barbas. Todo esto es inofensivo, ¿no? Es decir, mentiría si dijera que no nos damos cuenta de lo que hay detrás de nuestros grupos solo de hombres. Estamos al tanto de la Gran Discusión. Además, la mayoría convivimos con mujeres y muchos de nosotros somos padres. Todos somos vagamente conscientes de que estamos a punto de extinguirnos. Pero sucede que no podemos evitar sentir una furiosa nostalgia. Así que también hacemos chistes sobre el tema. Nos amenazamos con hacer públicas las conversaciones en las que hablamos de la conveniencia de ser “aliados” y cosas así. Mejor aún, “aliades”.
¿Qué pasa? No somos el puto chat de La Manada. Somos parte de la Gran Discusión. No estamos matando a nadie, ¿no?
Los del grupo de Madrid nos damos cuenta, por ejemplo, de que el tipo de “conversaciones” que tenemos en el chat tiene los días contados. Pero nos resistimos a dejarlo. Joder, ese sentido del humor es adictivo. Siempre digo que ser un hombre machista de mi generación es como ser alcohólico: en realidad nunca dejarás de serlo. ¿Y hay algo más divertido que beber con los amigos? Además, acojonados como estamos por los tiempos que corren, y también, claro que sí, por nuestros propios procesos internos (la Gran Discusión), hemos trasladado nuestras bajezas casi exclusivamente al ámbito virtual. En la vida real nos vemos en cumpleaños infantiles o cosas así, y somos personas funcionales o por lo menos hombres en proceso de deconstrucción. Pero en ese chat… Digamos que en el chat ponemos en práctica las más variadas dinámicas de silenciamiento y evasión de la responsabilidad frente a los cambios que se nos exigen. Y de verdad, no quiero hablar sobre eso.
El tipo de 'conversaciones' que tenemos en el chat tiene los días contados.
Adoro a mis amigos. Gabi dice: “Nunca te he hecho reír como te hacen reír ellos. Deberían follar entre ustedes”. Y por lo menos en una de esas dos frases tiene razón. Hace poco escribí un artículo sobre la ansiedad que padezco. Uno de mis mejores amigos me escribió de inmediato diciéndome que lo que más le dolía era sentir que a pesar de todos estos años de amistad y confidencias compartidas de manera personal y grupal, se había dado cuenta de que no me conocía. Otro me dijo que me había leído con un nudo en la garganta y se había quedado en shock ante lo que contaba.
Y es curioso porque la última vez que estuvimos juntos en una mesa, antes de la pandemia, y nos reíamos tan fuerte y lo pasábamos tan bien, sentí la necesidad de hablar (un poco) de mi ansiedad. Y al contrario de lo que hubiera esperado no sucedió un silencio incómodo, ni siquiera una sensación de extrañeza. Yo estaba realmente hecho mierda… pero esa risa. Esa risa. El caso es que fue reconfortante poder hablar de eso allí, con ellos, y terminé preguntándoles si alguno había sentido algo parecido. Ansiedad, todos; depresión, algunos; medicados, varios. Luego seguimos alegremente con lo nuestro. Es más fácil hablar de ciertas cosas cuando estamos solo uno frente a otro. Coger de la solapa a uno y rogarle que no espere nada de ti, nunca. ¿Profundizar en nuestros miedos cuando estamos todos juntos? Eso dejémoslo estar.
Desde hace ya algunos años, mis amigos (la mayoría) y yo , nos decimos te quiero todo el tiempo. Normalmente acompañamos la expresión con un “tío” o un “brother”, que es el equivalente a la palmada dura en la espalda que nos damos cuando nos abrazamos. Siempre he pensado que es la típica tontería del macho afirmando su dureza. Pero últimamente siento que es como una señal, como si, por un momento, fuéramos conscientes de que vamos a desaparecer dentro de poco. Pero no quiero hablar de eso.
Creo, en realidad, que de lo único de lo que quiero hablar es de ustedes, de vosotros. De que no quiero enterarme (después) de que estabas pasando por una crisis cuando te dio el infarto. No quiero preguntarme si tuviste miedo de morir el otoño pasado cuando el médico te encontró aquello. No quiero tener que imaginar lo que sientes cuando aseguras que nunca vas a tener hijos. O cómo te sentiste cuando no leí tu libro. O cuando encontraste a tu viejo flotando en un mar de basura y coca cola. Tan lejos, tal vez, como está el mío, en ese lugar al que se va la gente cuando ha vivido toda su vida para adentro. No quiero intentar imaginar cómo pasas tus días frente al ordenador, exactamente como yo, intentando poner allí algo de eso que no nos decimos. Buscando formas. Inventando diálogos. Pensando. O cómo ha sido vivir en esa casa tan solo, tanto tiempo. ¿Piensas todavía en tus padres? ¿Aún la echas de menos después de tantos años? ¿Qué haréis cuando los chicos se vayan de casa? ¿Cómo podéis pasar tanto tiempo separados? ¿Cómo podéis pasar tanto tiempo juntos? ¿Alguna vez aprendiste a claudicar? ¿Cuándo fue la última vez que alguien te hizo llorar solo con unas palabras dichas sin emoción alguna?
Y no quiero que te enteres por un artículo de que te echo de menos, de que por alguna razón nunca te llamo por teléfono, que a veces me has aburrido, que a veces te he admirado tanto que me ha alucinado no desearte, que algunos de los momentos más felices de mi vida los he pasado abrazándote, que me acuerdo de ti siempre que estoy solo en el bar viendo el partido, que yo también estoy luchando contra mí mismo todo el tiempo, que me avergüenza mucho este momento en el que quiero pasar por objetor de conciencia pero me siento como un traidor, que me has hecho pensar en tantas cosas que jamás podré pagártelo, que me he burlado de ti y que te he defendido casi a golpes, que has sido tan increíblemente generoso que me siento culpable, que cuando estoy realmente triste pienso que siempre puedo envejecer a tu lado, en Madrid, en Barcelona, en Lima, que tu amistad es un privilegio y, no encuentro una mejor forma de decirlo, un honor. Y que necesito que hablemos.
Jaime Rodríguez Z. https://ift.tt/eA8V8J
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