—Usted ya nunca va a encontrar a su hijo. Ya no lo busque porque su hijo fue “cocinado” —le dijeron a Maricel Torres Melo la última ocasión que dio dinero a cambio de información. Entonces creía que era una mentira para que ya no buscara o que la habían engañado por dinero, como la vez que pagó hasta quebrar económica y emocionalmente pensando que protegía la vida de su hijo, pero en realidad era extorsionada a costa de su desesperación.
Cuando desapareció Iván Eduardo Castillo Torres, de 17 años, cada día después de ese salió a buscarlo, dice ella, “como una loca”, fotografía en mano, preguntando a quienes viven en las comunidades rurales alrededor de Poza Rica si lo habían visto.
Iván le pidió permiso para salir la noche del 25 de mayo de 2011. Aunque no era fin de semana, convenció a sus padres de que lo dejaran ir con dos amigas y otro muchacho a la feria de la Cámara Nacional de Comercio. Después de la medianoche avisó que volvería tras cenar tacos con sus amigos en la avenida 20 de Noviembre, una de las calles más activas del municipio petrolero del norte de Veracruz, pero fue la última vez que se comunicó. Lo que averiguó Maricel sobre su hijo y sus amigos fue que los detuvo la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla.
El primer contacto que tuve con Maricel fue a mediados de 2018. Me relató cómo conoció a los hermanos Trujillo Herrera y a su madre, María Herrera, de quien tomaron el nombre para conformar el primer colectivo de búsqueda de personas desaparecidas en Poza Rica y el resto de los municipios del norte veracruzano. A ellas las unió un lazo invisible, pero poderoso: la búsqueda de un hijo. María buscaba a cuatro, dos desaparecidos en Atoyac, Guerrero, en 2008, y dos en Poza Rica, también por la Policía Intermunicipal y en el mismo año que Iván. Ambas mujeres pasaron de tratar de localizar a los suyos a emprender un trabajo para encontrar a decenas, cientos; a los de sus compañeras, las que murieron a la espera de una respuesta o quienes ya no pueden salir más por el cansancio o el miedo.
En aquella entrevista telefónica, Maricel confesó que no conocía ya otra vida que no fuera la búsqueda de Iván. Que a lo único a lo que le temía era a morirse sin haberlo encontrado y que si él pudiera oírla, le diría:
—Iván, desde donde sea que estés, tu mamá te ama y te dice que te va a encontrar.
Desterrar un secreto a voces
Hay más fosas que municipios en el estado de Veracruz. Situado a lo largo del Golfo de México, si el mapa se tiñera de rojo para resaltar las ciudades en las que se han registrado entierros clandestinos, la entidad federativa luciría como una cicatriz alargada e hinchada frente al mar. Además de las 460 fosas contabilizadas de 2010 a 2018, según solicitudes de información oficial como la 02173318 realizada al sistema Infomex Veracruz, también se han descubierto miles de fragmentos óseos y cinco pozos artesianos que en lugar de acumular agua, escondían cadáveres. Los cuerpos que se han recuperado en la última década corresponden a 993 personas, lo mínimo que los rompecabezas humanos han permitido identificar: muchas veces, ni siquiera se hallan completos; apenas los cráneos o esqueletos despojados de éstos. A pesar de todo, el número todavía es demasiado bajo si se compara con los 2,433 expedientes abiertos por desaparición de la Fiscalía General de Veracruz hasta 2018, en un país con más de 60 mil desaparecidos reconocidos oficialmente, aunque los colectivos de búsqueda locales estiman que sólo en Veracruz hay más de 10 mil personas faltantes, suficientes como para llenar el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. No por nada Veracruz es el segundo lugar nacional en fosas, según el conteo histórico de fosas clandestinas de 2006 a 2019 de la Secretaría de Gobernación de México.
La violencia entró a Veracruz por el norte. Antes de 2010 no se sabía de fosas clandestinas, aquellas heridas en la tierra que guardan cuerpos, íntegros o despedazados, de personas que fueron privadas de su libertad en la vía pública o en la falsa tranquilidad del hogar, la mayoría de las veces, sin una petición monetaria a cambio como rescate. Pero la situación cambió. Poza Rica, Álamo y Pánuco, municipios del norte, acapararon el 75% de las fosas clandestinas de 2010, el último año del gobernador Fidel Herrera Beltrán. Un documento de 2017 de la Escuela de Leyes de la Universidad de Austin, Texas, expondría por la declaración de José Carlos Hinojosa, un fiscal convertido en contador de Los Zetas y juzgado en Estados Unidos, que el grupo delictivo financió la campaña electoral de Herrera Beltrán para la gubernatura.
La estela de violencia se irradió por el estado hasta alcanzar el sur. Las desapariciones y fosas clandestinas se convirtieron en un fenómeno común y en todas las regiones se formaron colectivos, integrados mayoritariamente por mujeres, para buscar a sus seres queridos ante la falta de actuación de las autoridades y el contubernio de éstas. Las búsquedas hicieron brotar cadáveres enterrados bajo la feroz fertilidad de la tierra tropical, un verdor que les jugaba en contra. Por eso, cuando la Brigada Nacional llegó al norte de Veracruz creyeron que se encontrarían con una escena similar a la de otras partes de ese estado y del país y que las dificultades se centrarían en trabajar en terrenos siempre florecientes, durante un invierno que sólo tiene de invierno el nombre.
La Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas era un símbolo de esperanza para más de 130 familias del colectivo María Herrera que buscan a cerca de 145 personas desaparecidas en la región. Entre el 7 y el 22 de febrero de 2020, el grupo conformado por más de cien voluntarias recorrería la zona como alguna vez la caminó Maricel. Ahora ella estaría acompañada de rastreadoras de otras partes del país, convertidas en expertas forenses a su modo, un campo en el que no habrían imaginado tener que incursionar hasta que se enfrentaron con la necesidad de hallar restos humanos.
Pero las fosas no se abrieron. Y por primera vez escuché a Maricel quebrarse, intentando procesar la idea de que podría no hallar a su hijo debido a la abundancia de “cocinas”, una forma perfeccionada de la desaparición en Veracruz que significa la reducción al máximo de un cuerpo destrozado, metido en un tambo y disuelto totalmente por ácidos o combustible. Pese a los esfuerzos de localización, las avanzadas, los rastreos o las extenuantes jornadas en campo, la Brigada no desenterró cuerpos sino un secreto a voces del que el colectivo María Herrera ya sospechaba, pero se negaba a admitir: que el norte de Veracruz estaba lleno de “cocinas” y que por eso no quedaba mucho por exhumar.
Pico y pala
Miguel Ángel Trujillo Herrera cree que a sus hermanos Gustavo y Luis Armando la Policía Intermunicipal del norte de Veracruz los desapareció por el simple y banal hecho de viajar en un auto polarizado con placas de Michoacán, otro de los estados más violentos de México. El Volkswagen Jetta negro acabó en el deshuesadero de Gregorio Gómez Martínez, dueño de “Autopartes y Accesorios Gómez” y también expresidente municipal de Tihuatlán, mientras que sus teléfonos celulares mostraron como últimas ubicaciones las antenas cercanas a la base en donde operaba la Policía Intermunicipal antes de ser desmantelada. Es por eso que buscar en esta región tiene una profunda importancia para la familia Trujillo Herrera, que con los años se ha transformado en un símbolo nacional del trabajo de localización de personas desaparecidas.
La búsqueda en esta zona de Veracruz se pospuso durante años para dar prioridad a otras: en 2016 la Brigada trabajó en Amatlán de los Reyes y Paso del Macho, cerca del centro de Veracruz; en 2017 buscaron en Sinaloa, y en 2019 fueron a Guerrero. Finalmente en 2020 entrarían en aquella región que tenía una deuda pendiente con los Trujillo Herrera. El camino al inframundo es uno que se abre a paladas.
La Brigada se aloja en Papantla, en la Casa de la Iglesia, un inmueble de ladrillos rojos y detalles en madera más cercanos a los de un hotel campestre que a instalaciones religiosas. La rutina se instala con celeridad entre las voluntarias de todas partes del país y se reúnen en el amplio comedor cada mañana, desde las siete, para saciar el estómago con café negro, pan dulce, atún, frijoles o algunas verduras cocidas; luego forman listas según su eje de búsqueda: si van a campo, escuelas, cárceles, plazas públicas o a la morgue; entonces cada quien aborda el vehículo que le toca y no retornan hasta la caída de la tarde para una modesta cena, asearse y dormir un poco en una cama o colchoneta, de acuerdo con el orden impuesto en cada cuarto compartido hasta por cuatro.
Luego de dos días de preparación, el primer día de trabajo en campo es el lunes 9 de febrero de 2020, cuando el coronavirus todavía es una noticia ajena al panorama local y más bien se le encuentra en la sección internacional. Guantes y cubrebocas abundan para quienes saldrán a buscar; no se usan como protección contra el virus sino para no contaminar los restos y filtrar el olor a putrefacción, en caso de dar con un punto positivo. Para algunas buscadoras esta es la primera vez que participan y consideran la experiencia una escuela: intercambian su tiempo por conocimiento que llevarán a sus propias expediciones.
Custodiadas por patrullas de la Policía Federal y la Guardia Nacional partimos sólo tres camionetas Nissan Urvan y una de batea porque el acceso al terreno es complicado. En la caja de la pick up me agazapo de espaldas al medallón junto a otro reportero y observo a cuatro mujeres más: recargadas en la tapa trasera están Rosalba, de Baja California Sur, y Tranquilina, de Guerrero; frente a ella va Angélica, de Baja California Norte y amiga de Rosalba; y a su lado hay una joven observadora de Derechos Humanos, de la Ciudad de México.
Aún doblada, la altura delata a Rosalba Ibarra Rojas, toda de negro. Lleva su nombre impreso sobre el pecho más el relieve de un pastor alemán al centro y el de un pico y una pala en cruz, en el hombro derecho. Todavía vemos el domo de la Casa de la Iglesia cuando es ella quien habla primero.
—La gente ha de estar ‘paniqueada’ con todo esto —dice con melódico acento norteño y compruebo la sorpresa en las caras de las personas que nos miran pasar.
Atravesamos Papantla, una ciudad que desde hace tres siglos ha sido reconocida como “la ciudad que perfuma al mundo” por la producción de vainilla que la hizo famosa. Hace muchos años, me cuenta Edgar, mi colega reportero, el aroma se respiraba en el aire del pueblo porque las vainas de la orquídea se ponían a secar en las banquetas. El recuerdo esplendoroso de la vainilla se añora tanto como el de la paz.
En menos de una hora llegamos a Poza Rica y tomamos la carretera hacia el estado de Puebla, al oeste. A la altura de la villa Lázaro Cárdenas, conocida como “La Uno”, atravesamos el centro.
—Mira al ‘halcón’ grabando —juzga Tranquilina con recelo y observamos a un chico apuntándonos con el móvil.
Para bajar el cerro tomamos una carretera angosta y serpenteada hasta toparnos con un puente de un solo carril a decenas de metros arriba de las aguas cristalinas del río San Marcos, la división natural entre Puebla y Veracruz. Un minuto después llegamos a la comunidad de El Paso, perteneciente al municipio de Coyutla, Veracruz. Sólo algunos perros nos echan una mirada, porque la mayoría de las casas están cerradas y el polvo se acumula sobre las fachadas. Avanzamos sobre la calle incrustada con piedras de río hasta girar hacia la clínica de El Paso y pronto las viviendas quedan atrás. La última exhibe orgullosa en la pared frontal el escudo pintado del Partido Revolucionario Institucional (PR)I de Fidel Herrera y de Javier Duarte. No sería la única. Conté al menos otras ocho más.
Las pláticas cesan en la batea y dejamos que nos llene el crujir de las piedras que se rompen bajo la camioneta. La vereda se adelgaza a medida que la maleza devora los bordes. A la altura del tercer portón para ganado y tras cruzar un vado seco desciende el grupo de una de las camionetas tipo van para poder pasar, mientras catorce vacas se acercan a curiosear.
—Pues gasolina sí tenían los malandros —Rosalba vuelve a romper el silencio, irónica— y buena camioneta, también.
Cuando se cumplen tres horas de haber partido de Papantla, aparcamos bajo la sombra que proyecta un cerro retacado de verdor. Ayer la avanzada de la Brigada encontró huesos abandonados en la diligencia de la Fiscalía General del Estado un año atrás cuando hallaron el cuerpo de un muchacho de “La Uno” que estaba desaparecido. Como consideraron que podría haber restos de más personas, según los relatos de los locales, aquí, en “Las Palmas”, se comenzaría a buscar.
El experimentado rastreador de Guerrero que lidera la búsqueda en campo, Mario Vergara, da instrucciones y las rastreadoras, prestas, toman pico, pala, varilla, barreta o rastrillo y dejan que el túnel de maleza las engulla. Hay una vereda no tan marcada, pero perceptible, un camino invisible que nos lleva de la mano hasta un trozo de cráneo manchado de tierra, vértebras vacías de médula junto a un calcetín, una delicada costilla descarnada, un cúbito y un trozo de mandíbula con algunos dientes; había un casquillo, pero se lo traga la tierra gruesa y húmeda. Ahí se detienen las buscadoras unos segundos, por grupos, para ver cómo lucen los huesos humanos.
La temperatura es muy distinta adentro que afuera. En el interior el cielo es verde, la luz traspasa por bloques que dan aspecto de vitral a la naturaleza que nos rodea y la tierra es negra, fresca y sumamente fértil. Los troncos de árboles que no sé nombrar son muy delgados y desde el techo natural cuelgan lazos con pequeños aguijones traicioneros. Las buscadoras no pierden tiempo e inician el rastrilleo de la hojarasca con herramientas o con las manos enguantadas para detectar algún hueso suelto.
—¿Hacia dónde quiero que busquemos? —grita Mario Vergara y el eco retumba hasta arriba de la colina.
—¡A todos lados!
Buscar a pesar de la familia
Después de subir y bajar del monte por más de una hora, encuentro a Reina Barrera García sentada cerca del acordonamiento, expectante de los peritos federales en sus monos blancos que recogen los huesos que otros peritos, estatales, ignoraron un año atrás. El aire a nuestro alrededor apesta como a ajo, culpa de la planta de ajillo, pero eso no parece incomodarle: a sus 71 años desafía al cansancio para buscar al séptimo y más pequeño de sus hijos.
Colgada del cuello, como muchas otras madres, Reinita —como le dicen de cariño en la Brigada— lleva la foto de Luis Javier Hernández Barrera protegida en una mica plástica. Este 20 de noviembre cumplirá nueve años de desaparecido. Vivía en Poza Rica, mientras ella, oriunda de Tebancos, del municipio de Tuxpan, se había ido a vivir a Reynosa con una de sus hijas. Se enteró por una hermana de Luis, cuando por teléfono le dijo que no aparecía y entonces Reina abandonó el tratamiento médico al que necesitaba someterse para regresar a Veracruz a buscarlo.
Mientras cuenta su historia en voz baja, aprieta esporádicamente la mochila negra y agujereada en la que guarda unas medicinas, un par de teléfonos y una joven planta que descubrió hoy y que le gustó mucho por cómo florece.
—La gente así dice, que andaba en cosas malas. —A Reina no le importa lo que ha escuchado sobre su hijo y menciona que Luis era albañil y que vivía con carencias, además de que se cuestiona por qué hay tantos desaparecidos. Tampoco cuenta con apoyo familiar: sus hermanos no la entienden y sus hijas le reclaman.
—Ma, tú te levantas toda brava.
—Ya estoy hasta la madre, ya me quiero largar a la chingada, lejos.
—Tas’ loca.
—Tal vez —le ha dicho a su hija.
Las botas negras de vinipiel de Reina no están hechas para este trabajo. Para pasear, tal vez, pero no para buscar en el campo. Sin embargo, son las que usará durante las siguientes dos semanas, cada día de búsqueda, no importa si le toca un asiento en un camión o un rincón en la batea.
—Yo siempre lo cuento a él —agrega Reina mientras jala hondo y confiesa tener la esperanza de encontrarlo, aún si no está vivo. Como sea, porque para ella, aunque —ya era un señor, aunque sea, para mí es mi bebé.
Cuando al final de la jornada se termina de rezar el Padre Nuestro, en círculo y tomados de las manos, varias de las buscadoras se voltean y abrazan a una Reina acongojada. La aprietan contra sus hombros para secarle el sollozo amargo. Entonces comienzan a bailar a su alrededor, extienden sus manos y la hacen brincar. Poco a poco ríe, aunque no totalmente. La mitad de su rostro esboza una sonrisa y la otra mitad se curva en una mueca de dolor.
Unos días más tarde vería a Reina, radiante, presentando a uno de sus hijos a todo el mundo en el comedor. Es un hermano de Luis que ha venido a ayudar a su madre a buscarlo.
Esto es Veracruz
En aquel primer día de búsqueda, adentro atardece más pronto y el cerro expulsa a las buscadoras. Marité Kinijara está molesta porque no hubo oración antes de iniciar las labores. Lleva una blusa blanca con una gran foto al centro, típica de las fichas de búsqueda, en la que se lee el nombre de su hermano Fernando y la aciaga fecha y el lugar: 11 de agosto de 2015 en Empalme, Sonora. Como no había colectivo, lo fundó con otras familias tras conseguir el apoyo de Mario Vergara y en poco tiempo se dividieron en siete municipios para buscar a más de 800 personas desaparecidas. Maricel reparte de mano en mano sándwiches de atún mientras nos desperdigamos sobre la tierra como las piedras de río que abundan en el camino. Puesto que todavía no había ni esbozo de la sana distancia (aún no era necesaria), Marité se acomoda junto a mí y entona una canción compuesta por Rogelio Fernández, un interno de la cárcel de Guaymas, Sonora, quien la escribió para ella y su colectivo. 23 segundos de un rasgueo de guitarra taciturna preceden la voz aguzada:
“Esta no es una canción del montón,
porque quiero que cause mucha, mucha reflexión
de cómo se encuentra en realidad la situación
de impunidad, de nuestra nación”.
Callamos mientras dejamos que la letra nos golpee.
Volvemos sobre nuestros pasos y nada más desde la lejanía distingo las palmeras de coyol que sobresalen entre la vegetación del cerro, de ahí el nombre del lugar. Esa primera tarde la serenidad se pinta de cerúleo crepuscular y nos regala unos paisajes preciosos. A partir de ese momento, durante los traslados de ida o retorno, aprovecharía esos instantes para escuchar música unos minutos; no sé por qué, casi siempre elegiría “Afterlife” (La vida después de la muerte), de Arcade Fire. Mientras observo aquellas postales, pienso en la incoherencia entre la hermosura y el horror. Después de casi una hora de camino, desde la batea alargo el cuello como tortuga cuando veo el letrero laminado con el que Veracruz nos da la bienvenida y cruzamos el arco con la brisa fresca secándonos los ojos.
Poco más que ropa
—¡Estar en la Brigada es construir la paz! ¡Estar en el fango es construir la paz! —canta Marité durante el segundo día de búsqueda, con la mitad del cuerpo sumergido en un tramo estancado de río.
La dinámica de la búsqueda en campo implica traslados de más de una hora (sólo de ida) para luego pasar casi seis horas desmorrando maleza, cerniendo tierra, cavando y así en una sucesión de tareas en las que la pala, el pico y la varilla son las herramientas básicas. Comemos donde caiga el hambre; tortas de atún y tamales son los básicos más algunas naranjas y electrolitos para hidratarse sin apurar el vaciado de la vejiga. Se crea buen ambiente durante la pausa para comer, aunque cada día el retorno se pinta más triste al no dar con hallazgos positivos. Las búsquedas se alargan infructíferas durante una semana. Apenas algunos huesos de un par de personas y, eso sí, una gran variedad de ropa es lo que se desentierra. La Brigada incluso llega a un campamento en La Antigua, ejido de Tihuatlán, en donde los pobladores le cuentan a Miguel Trujillo que antes de 2014 llevaron al cerro frente a su comunidad a alrededor de 60 jóvenes a los que forzaron a subir y bajar la colina nada más apoyados con los codos, bajo la amenaza de recibir tablazos. Los testimonios del campamento, sólo fosas viejas ya trabajadas por la Fiscalía General del Estado y basura de la anterior diligencia son lo que suman al primer fin de semana.
Mientras tanto, en cada salida, padres, hijos, hijas y hermanos desaparecidos nos acompañan silentes desde botones, fichas, camisas y fotos colgantes. Ninguno le pertenece ya sólo a una persona: los demás son los propios. He ahí el significado de ser colectivo.
La Gallera
El día que la Brigada se quebró fue el martes 18 de febrero. Después de explorar por una semana al poniente de la ciudad de Poza Rica, decidieron ir a “La Gallera”, un rancho ubicado en Tihuatlán, al norte de la ciudad petrolera y pasando el deshuesadero donde se desvalijó el auto de los hermanos Trujillo.
“La Gallera” es un lugar con historia para el colectivo María Herrera. Entraron ahí la primera vez en 2017 y el lugar pronto se convirtió en la primera prueba de las “cocinas humanas” de la zona norte de Veracruz. De acuerdo con lo que investigaron, el rancho había sido arrebatado a los dueños allá por el 2011 para convertirse en un necrocentro de Los Zetas. Según lo que me contó Maricel, la primera vez que la Fiscalía General del Estado entró al lugar no reportó hallazgos, pero la segunda, cuando acudió el colectivo, desenterraron a cinco hombres y una mujer, que tendrían poco de haber sido inhumados. Gracias a los tatuajes aún visibles en uno de los cuerpos, una familiar identificó a su hermano.
Tres años y cinco búsquedas después, el colectivo María Herrera vuelve con la Brigada para explorar el paraje una sexta vez. No deberían encontrar nada, pero la falta de resguardo y las deficientes diligencias de la Fiscalía no son garantía para ellas.
La vegetación respeta el camino hasta la casa y su horno. En circunstancias normales, el horno sería una construcción bastante inocua y común, necesaria para cocinar uno de los platillos más distinguibles de la gastronomía huasteca: el zacahuil, el tamal más grande de México, una mezcla de maíz martajado con carne de res y cerdo y que se sirve en porciones acompañadas de chiles en escabeche. Incrustado en el centro de una galera, cuyo techo de lámina de asbesto ya adolece el abandono, se erige el horno de ladrillo de adobe de unos dos metros de alto, por tres de frente y otro tanto de profundidad, con una boca negra abierta lo suficiente como para que dos buscadoras asomen el cuerpo. Después del forzado cambio de dueños a inicios del Gobierno de Javier Duarte de Ochoa, el horno de tamal se transformó en un crematorio. Es lo que intuyeron las rastreadoras del María Herrera en las primeras incursiones, cuando encontraron demasiadas cenizas y pequeños fragmentos de hueso. Fue por ese tiempo también cuando descubrieron que en la jerga de los torturadores se decía que “zacahuileaban” a las personas.
Enfrente se alza la casa de paredes exteriores de un rosa devorado por el sol. En la mayoría de las ventanas no hay vidrios y en otras, ni siquiera herrería. En la esquina de la pequeña cocina hay decenas de olotes perfectamente desgranados junto a algunos envases de cerveza “Barrilito”. Cada una de las tres habitaciones tiene un color distinto; en el primer cuarto, el azul, hay un sucio asiento de auto, dos empaques de condones abiertos y una mancha café, ya decolorada, pero aún distinguible: la huella hemática de una mano y, luego, muchos tallones en la parte baja, casi cerca del suelo; en el de en medio, de verde, sólo queda el esqueleto de un clóset sin cajones, del mismo color que las paredes, mientras que en el camino nos topamos con el empaque abierto de un par de pastillas para la diarrea; finalmente, el último, de manchas blancas con el rosa palidecido de la casa, nos recibe con un nombre escrito a lápiz compulsivamente en los muros: “Pedro Morales Juares”. Y luego, junto al apagador de luz, descubrimos otro nombre: “María Guadalupe”. De vuelta a la sala lúgubre, vemos que quedó plasmado, también con grafito: “Z-35”. Dieciséis escalones de concreto nos llevan a la losa en donde hay un cuarto sin terminar y abundante papel de baño, <>, pienso. Al frente yace el horno con sus cenizas frías; atrás, el patio de donde hace dos años sacaron los cuerpos; y en el perímetro encuentran, como novedad, cerca de una docena de garrafones para agua perforados en la base, vacíos y enterrados verticalmente.
Recuerdo que cuando Maricel me platicó de “La Gallera” y los primeros trabajos de búsqueda, mencionó que había sanguinolentas marcas de manos en las paredes, como la que vimos en el primer cuarto, pero más pequeñas. Sus peores miedos se confirmaron los meses siguientes de aquel 2017 cuando, después de la exhumación de los cinco cadáveres y tras insistirle a la Fiscalía que había que seguir revisando el lugar, dieron con dos cráneos, uno de ellos, infantil. Bien, pues en ese cuadro de tierra oscura atrás de la casa, el 20 de febrero de 2020 pude distinguir el plástico de un chupón rosa cuando fui por primera vez al lugar. Yadira González Hernández, rastreadora de Querétaro que desde hace casi 14 años busca a su hermano Juan, también lo vio, pero el martes 18, cuando ocurrió la primera búsqueda.
—Mira, ven, es que quiero saber si, este… ¿Verdad que es humano? —Yadira se acerca hasta Tranquilina, de Guerrero, hincada en el patio trasero de la casa. Tras confirmarle que sí es, dirige la mirada hacia otra parte del suelo.
—¡Mira, ahí hay otro! ¡Otra vértebra! ¡Y acá también!
Yadira destacó rápido en la Brigada por su fortaleza y carácter. Ese martes, no obstante, se congeló al verse rodeada de pequeños fragmentos de hueso. Bastó con que la otra buscadora acariciara la tierra, para que de inmediato descubrieran restos óseos, la mayoría calcinados y tan pequeños que una decena cabía en la palma de un guante o en un recuadro de papel higiénico. Pedazos, además, cercenados con sierra, de acuerdo con el ojo experto de la queretana.
—Y después, esos pedacitos de nuestra gente los revolvieron con restos o huesos de animales.
Dañados por el fuego, explica que resultará difícil poder extraer el ADN de las piezas que, en todo caso, acabarán destruidas en el proceso científico. La reducción total. Con suerte, de ser identificables, los familiares apenas recibirían un documento que signifique la certeza de la muerte.
El lugar explorado seis veces siguió vomitando huesos. Hay hasta cenizas enterradas. La Fiscalía General de la República apenas se daría abasto, así que las buscadoras deciden dedicar esa y otras dos jornadas posteriores a colar las cenizas del horno para identificar restos humanos. Son tantos que la pastor belga de la Policía Federal, Danisha, se satura del aroma de la muerte y ya no puede seguir apuntando lugares. Por eso Yadira prefiere volver a enterrar un puñado de huesos que había sacado de un agujero. Cree que los días, sumados a lo largo de los últimos dos años, no han sido suficientes para comprender la magnitud del problema, que este lugar debería ser intervenido por años, porque con el simple roce de la mirada quedan al descubierto los restos ennegrecidos.
Las buscadoras que no pudieron ir el primer día supieron del rompimiento colectivo de aquella jornada. Durante los siguientes días me platican tímidamente que fue algo muy duro, un golpe bajo, un sollozo coral que no sucedió en el momento exacto para todas, sino que uno fue detonando otro y cada grupo tuvo sus instantes. No obstante, lo que sucedió en “La Gallera” se esparció como un hálito turbio y estremecedor entre todo el colectivo.
—Fue un movimiento de sentimientos horrible —recuerda Yadira y resume su experiencia en el lugar—. “La Gallera” es un campo de exterminio total.
Rodeada de fragmentos óseos, tiene que decidir entre permanecer inmóvil o caminar y aplastarlos para poder salir. Quiere agarrarse de Tranquilina para impulsarse en un brinco, pero su compañera le hace saber que, aún estáticas, ambas los están pisando. Entonces, cuenta que se rindió.
—Creo que te contagias, ¿no? Una vez que ves que uno se quiebra, pues los demás también, la mayoría.
Ya no quedaba más por hacer que llorar junto a Tranquilina.
Desesperanza
El día después de los hechos de “La Gallera”, el miércoles 19 de febrero, me reincorporo con la Brigada tras una ausencia de cinco días. Hay rostros nuevos, colectivos que se han sumado en reemplazo de otros grupos, aunque observo que flota sobre nosotras una atmósfera desgastada y melancólica.
Alcanzo al grupo en un rancho a espaldas de un fraccionamiento residencial al noreste de Poza Rica, apenas separado por un camino de tierra y una barda de concreto retacada de alambre de púas. Dentro del predio, unas descansan bajo el techado de un comedero para vacas y otras trabajan unos 150 metros al interior. Ahí, tras subir y bajar la accidentada orografía del terreno, tenían la certeza de encontrar restos de una “cocina”, pero apenas sacan ropa, una constante durante la Brigada: aquí o allá donde se escarbe, surgen prendas.
En el camino del punto de búsqueda al sitio de descanso es cuando Maricel me dice que ya no cree poder hallar a Iván. Ahora, todo parecía encajar. A dos días de cerrar la Brigada, mientras recorremos un rancho en donde la tierra vomita ropa, finalmente exhala, agotada:
—Yo siento que ya no lo voy a encontrar nunca.
Cuando hacemos un descanso, María de los Ángeles Ortiz reparte enchiladas para sosegar el hambre. Pregunto por el zacahuil, comida típica de la zona, pero contesta que está prohibido en el colectivo y me entero de la referencia del horno de “La Gallera”.
—Los “zacahuileaban”.
Disculpando mi desliz, me cuenta que el 16 de marzo de 2015 desapareció su hijo Ángel Raymundo Castro Ortiz, de entonces 19 años, quien estaba en la Ciudad de México para grabar un disco de rap, pero que había vuelto a Papantla para visitar a su familia y ver a su novia. Partió en un taxi colectivo hacia Poza Rica y, según lo que ella investigó, fue detenido en el sitio de taxis por la Intermunicipal, a tres meses de que la corporación fuera desmantelada por Duarte. El sentimiento que permea en Maricel lo revive el resto del colectivo.
En el centro del valle a nuestra derecha un frondoso árbol de mango exhibe en su corteza los impactos de bala como cicatrices y únicos vestigios del horror que se extiende como niebla sobre Poza Rica y el norte de Veracruz. La voz de María se eleva una octava. También confiesa que no creen poder encontrar a sus desaparecidos, ya no, luego de la confirmación de las “cocinas”. Habla sobre la inhumanidad y reclama que, si ya tomaron vidas ajenas, por qué se empeñan en que no los encuentren, que bien podrían dejarlos en algún sitio para recogerlos y velarlos. Pero no es así y hoy no tienen una tumba donde llorar, así que nada más les queda poder hacerlo aquí, en los sitios donde buscan, porque no tienen idea de dónde quedaron.
Cocinas humanas
Miguel Ángel Trujillo Herrera se toma un tiempo para que conversemos. La confirmación de las cocinas se ha hecho a principios de la segunda semana de búsqueda y él ha comprobado al menos 12 sitios de 30 que le señalaron, puesto que por la escasez de tiempo no pudo visitar todos.
—Nos dimos cuenta que los puntos que nos referían no eran fosas clandestinas, eran “cocinas”, todos se referían a “cocinas”. Cuando empezamos a avanzar con los rastreos, toda la gente nos comentaba que los deshacían en ácido, que los “cocinaban” .
En las expediciones de la avanzada descubrieron la presencia de tambos oxidados y bidones en áreas despobladas y sumaron testimonios tanto de presuntos “excocineros” como de pobladores como los de la congregación de El Aguacate, en Papantla, que un día descubrieron que sus tambos de basura habían desaparecido y después los hallaron en el cerro. En este contexto, destaca que el auge de la industria petrolera entre Poza Rica, Tihuatlán, Coatzintla y Papantla fue lo que habría definido el uso de la cruel práctica por la abundancia de recipientes, combustible y la fácil confusión de una llama de desfogue de un campo petrolero entre la vegetación de los cerros con el ardor de una “cocina”.
—Si no tuviera Poza Rica ese contexto de que son puras “cocinas”, entonces todos los días hubiéramos encontrado restos humanos —explicaría Yadira, después, la frustración de la Brigada al descubrir las “cocinas” y no tener hallazgos que los llevaran a la identificación de alguna persona.
La declaración de Karim
Esa noche llegaría a mis manos la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIAR/073/2011 en la que, el 31 de agosto de 2011, un hombre identificado como Karim M. C. rindió su declaración ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) después de haber sido detenido por la Secretaría de Marina en un operativo exhibido en su página de prensa con el comunicado 279/2011 como un golpe a “Los Zetas” en Veracruz. Durante el proceso le encontraron una licencia de conducir falsa que, apuntaría en su declaración, la compró por 2 mil pesos (90 dólares) en la oficina de Tránsito de Poza Rica.
Según el documento oficial, Karim trabajó de 1996 a 2007 en la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla, pero renunció y se integró a Los Zetas en 2010 por un pago de 4 mil pesos quincenales (180 dólares) y un vehículo para ser “halcón”, es decir, vigilar y reportar el movimiento de los militares. Un año después escalaría hasta “jefe de plaza” de Poza Rica y se encargaría de vigilar la venta de narcóticos y el “cobro de piso” a quienes vendían piratería, con lo que sacaba casi medio millón de pesos mensuales (22.300 dólares), del que destinaba 386 mil pesos (17.200 dólares) para distribuir entre mandos y oficiales de la Policía Intermunicipal. También calificaría como “colaboradores” a la Policía Ministerial de Veracruz, elementos de la Policía Federal división caminos y un capitán del Ejército al que le pagaban la comida en un restaurante de la avenida 20 de Noviembre.
—Es cuestión de investigar a los elementos de las corporaciones policíacas —se lee en su declaración firmada y con las dactilares al calce.
En la hoja foliada con el 610 el detenido menciona explícitamente que las personas que su gente asesinaba eran calcinadas o “cocinadas” y luego expone los puntos georreferenciados en donde realizaban esas prácticas: los ranchos de “El Palmito” y “Del Abuelo”, ubicados en la carretera entre Poza Rica y Cazones. Aunque los federales durante el período del Presidente Felipe Calderón Hinojosa supieron de la existencia de esta práctica en el norte de Veracruz, jamás se hizo algo por detenerla.
Afterlife
La última tarde de labores de búsqueda en campo, el jueves 20, “Afterlife” retumba más fuerte camino a Papantla mientras me despido con la mirada de los montes verdes y sus columnas flamígeras dispersas entre la maleza.
“La vida después de la muerte, Dios mío, qué palabra tan horrible”.
Se acabó la búsqueda. Mañana expondrán los resultados de la Brigada, el hallazgo de las “cocinas”.
“La vida después de la muerte,
creo que vi lo que sucede después.
Fue sólo un vistazo de ti,
como mirar por una ventana
o un mar poco profundo”.
De ahí la desesperación de Maricel y el sollozo de María. Jamás había visto una forma tan arrebatadora de incertidumbre. Es algo sumamente distinto a la muerte, porque la muerte incluso parece cálida gracias a la certeza que sosiega, diáfana frente a la desaparición que es toda turbiedad: alguien se ha esfumado y no tienen idea de si la vida alcanzará para volver a verle fuera de los pensamientos (y las fotos, las pancartas, las fichas de búsqueda) o, al menos, para llenarse de paz bajo la forma de una tumba. Por eso, cuando alguien es desaparecido, lo experimenta dos veces: cuando se lo llevan y cuando le niegan a su familia la certidumbre de reclamarlo. Entonces se abren dos sepulturas invisibles: la de quien es buscado y la de quien busca. Es el sepulcro que añoran y en el que se sienten enterradas. Si la esperanza se liga a la fe de alcanzar algo que parece imposible, su símbolo se materializa en huesos desenterrados. ¿Cómo puede entonces haber una tumba sin cuerpo, sin huesos, sin restos?
“Oh, oh, oh, oh, oh,
cuando el amor se va,
¿a dónde va?”
Las “cocinas” descubiertas y confirmadas por la Brigada arrebatan la idea de una tumba y sumerge a quienes buscan, en la propia. Muerta en vida, así se define María Ortiz con los ojos lacrimosos y, finalmente, lo deja fluir. Muerta por un dolor muy grande y ya muerta, sintiendo ahora que muere todavía más.
—Es como si me hubieran echado la última palada de tierra.
“Oh, oh, oh, oh, oh,
sabemos que se fue,
¿a dónde se fue?
¿Y a dónde vamos nosotros?”
Pero Maricel dice que, a pesar de todo, seguirá buscando. Aún descompuesta del golpe después de confesar en el rancho que no encontraría a Iván, casi inmediatamente se aferra al deber de seguir buscando a los demás.
El viernes 21 de febrero parto con la lluvia que augura una mañana fría en Papantla, pero antes me despido de Maricel, quien me alojó en la Casa de la Iglesia. De alguna manera, noto que la fuerza que parecía haber abandonado días atrás a la mujer de cortos cabellos ígneos, se instala de nuevo discreta entre sus gestos.
Apenas unas semanas después, la pandemia por la COVID-19 frenará severamente la labor de las rastreadoras mexicanas. No temerán por el desabasto de cubrebocas: por su labor ya cuentan con piezas reutilizables de tela, incluso con frases impresas como “#HastaEncontrarlos”. El problema es que no podrán salir y saben que si no escarban la tierra, nadie más lo hará por ellas.
“Sólo es vida después de la muerte, contigo”.
El 25 de mayo, a poco más de tres meses después de los resultados estremecedores de la Quinta Brigada y el día que se cumplen nueve años de la desaparición de Iván Eduardo Castillo Torres, Maricel reafirma la promesa que repite cada día desde la última vez que lo vio y comenzó a caminar con su fotografía en mano. Parece más convencida que nunca a descender al inframundo para recuperar a su hijo y los de sus hermanas de dolor, una Orfeo indispuesta a mirar atrás para que su ser amado no desaparezca de nuevo.
—Hijo, donde quiera que estés yo te sigo buscando. —Le dedica a nueve años de búsqueda—. Gracias por darme el mejor tiempo de mi vida… Yo voy a seguir luchando por ti hasta el final.
Violeta Santiago https://ift.tt/3eAIjl4
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