Artículo publicado originalmente por VICE Estados Unidos.
La cantidad que me pagaban por contrabandear drogas variaba, pero, en general, ganaba 1 dólar por pastilla y 200 dólares por 450 gramos de marihuana. Lo máximo que moví en un solo viaje fue alrededor de 8.000 pastillas y 9 kilos de marihuana. Me dijeron que le pagaban a la seguridad fronteriza para dejarme pasar. No sé si era cierto, o si era muy ingenuo.
Un día, me dieron tantas pastillas que ya no pude pasarlas de contrabando en mi silla de ruedas y viajar en avión. Tuve que esconderlas en una bolsa a plena luz del día y tomar un tren. Pasé dos días viajando por las Grandes Llanuras del Norte de los Estados Unidos con una bolsa llena de drogas. Cuando me bajé del tren en Union Station y crucé la terminal, con la bolsa a punto de reventar, un oficial de policía se me acercó. "¿Te puedo ayudar con eso?", me preguntó. Acepté cortésmente su ayuda mientras nos dirigíamos a tomar un taxi. Puso la bolsa en la cajuela del auto y lo único que vio fue mi silla de ruedas.
Ese encuentro confirmó lo que yo ya pensaba en aquel entonces, que las personas estaban obsesionadas con mi discapacidad, y que la idea de que yo pudiera contrabandear drogas era lo que menos pasaba por su cabeza. Mis amigos y mi familia no lo sabían. Nadie lo sabía, salvo los que estaban directamente involucrados. No me sentía mal moralmente por lo que hacía. Me justificaba pensando que no le estaba haciendo daño a nadie. Perdí todo: familia, amigos, ropa, comida, viajes y un abogado.
Me quedé parapléjico debido a un accidente de motocicleta cuando tenía 21 años, y quedé confinado a una silla de ruedas. Me metí en el contrabando de drogas cuando tenía 26 años. En ese momento, estaba estudiando en una universidad en Seattle. Siempre tuve afinidad por las drogas –principalmente éxtasis y marihuana– y siempre tuve un pie en la escena de las drogas.
Un día, estaba charlando con J., un amigo mío, un tipo bajo y musculoso con un tatuaje enorme en el pecho. Debido a la poliomielitis, arrastraba una pierna cuando caminaba. Conocimos a alguien que hacía éxtasis y cultivaba marihuana en Vancouver, Canadá, y J. me dijo que estaba pensando rellenar velas con pastillas de éxtasis y enviárselas por correo a un amigo en Chicago. Se me ocurrió algo mejor: las transportaría en mi silla de ruedas, porque en el aeropuerto nunca la revisaban.
"Estás completamente loco", me dijo.
"Nah. Estoy seguro de que no me atraparán", respondí.
Conduje por la frontera canadiense para recoger las pastillas y regresé a Seattle con las pastillas en el parachoques del automóvil. Sabía que estaría a salvo de la seguridad fronteriza porque viajaba seguido a Canadá para ir a torneos de rugby en silla de ruedas, y nunca revisaban mi automóvil. Cuando llegué a mi departamento, abrí mi mochila y saqué tres bolsas llenas de pastillas de éxtasis rojas, azules y amarillas.
Saqué el cojín del asiento de mi silla de ruedas y quité la cubierta negra. Con un cortador de cajas, corté trozos cuadrados del fondo de espuma, llené el agujero con las bolsas de éxtasis, luego acolchoné las bolsas con calcetines. A simple vista, no se notaba que había pastillas adentro. Se veía lo suficientemente normal. Al día siguiente, ya estaba haciendo fila en el Sea-Tac, el aeropuerto de Seattle. Era la víspera de año nuevo.
Mientras esperaba pasar el control de seguridad cuando llegué al aeropuerto, tenía miedo de que escucharan mi corazón latir tan fuerte. Hice mi mejor esfuerzo para no pensar en lo que estaba escondido debajo de mi trasero. Por fin, el guardia me dio unas palmaditas en la espalda y me dijo "Puedes irte".
Quería respirar profundamente, exhalar un suspiro de alivio y gritar: "¡Lo logré!", pero lo único que hice fue sonreír sutilmente mientras me alejaba.
Cuando aterricé, Danny, un tipo con pectorales robustos, me recogió en un BMW negro. Condujimos a su casa en las afueras de Chicago.
"Tenemos que vestirnos", me dijo. "Todos nos están esperando".
Nuestros contactos en Chicago me saludaron como un héroe victorioso. Todos sabían por qué estaba allí. Celebramos en la sala VIP de un gran club. Estaba drogado de éxito... y con drogas también. Esa noche conocí a una chica, y nos fuimos de fiesta hasta la tarde del día de Año Nuevo. Me gustaba la idea de tener una personalidad misteriosa y dinero fácil. Fue un rush y, lamentablemente, terminaría arruinando mi vida.
Cuando las personas con las que estaba asociado en ese momento se dieron cuenta de que no solo estaba dispuesto a correr el riesgo de contrabandear, sino que, me entusiasmaba hacerlo, me involucré más. Esto continuó por un año o dos. No recuerdo exactamente la cantidad de veces que contrabandeé drogas. Quizás 10 veces. Todo parecía extremadamente surrealista.
Entonces, un día, todo el mundo se enteró. Comenzó con el timbre de mi apartamento en Seattle. Entraron seis oficiales vestidos de civil con chalecos antibalas. Un oficial me entregó una tarjeta de presentación que decía que era un detective de la Fuerza de Tarea contra el Crimen Organizado de Seattle. Destruyeron mi departamento, pero no encontraron nada. Había tenido suerte, o eso pensaba.
Desafortunadamente, mi contacto canadiense le había vendido drogas a un informante encubierto en Seattle y había delatado a todos los involucrados. Aunque nunca me atraparon con drogas ilegales, estuve implicado en una conspiración para distribuir éxtasis y, debido a que mi conexión era canadiense, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas se involucró y se convirtió en un caso federal. En el Tribunal de Distrito de los Estados Unidos del Oeste de Washington en 2010, me declararon culpable y fui sentenciado a 28 meses en una prisión federal en Taft, California.
El día que fui a prisión, el conductor que me recogió del aeropuerto metió mi silla de ruedas en la cajuela y me preguntó si vivía en Taft. Le dije que nos dirigíamos a la cárcel y que él era la última persona a la que vería durante un buen tiempo.
Caminé por el patio de la prisión en mi uniforme de color caqui con todas las miradas sobre el nuevo chico en silla de ruedas. Me llamaban soplón porque acepté un acuerdo de culpabilidad. Aún así, aparte de algunas peleas, mi tiempo en prisión transcurrió sin incidentes. Me quedé solo y pasaba los largos días leyendo, mirando televisión y tocando la guitarra.
Después de pasar dos años allí, me liberaron antes de tiempo por buen comportamiento. Entonces comenzó la parte difícil.
Cuando me liberaron, tuve que comenzar de cero y construir una nueva vida. Fui a un centro de reinserción social, luego me mudé con mi madre mientras estaba bajo arresto domiciliario. Al ser discapacitado, con muy pocas habilidades laborales y un historial de empleo escaso, no pude encontrar trabajo fácilmente, así que regresé a la escuela para estudiar diseño gráfico. Fue una lucha, académica y financiera. Después de mi primer año, me retiré para seguir buscando trabajo y tuve la suerte de conseguir uno como diseñador gráfico. He estado en la misma compañía durante los últimos seis años. En ese momento, recibí una oferta de trabajo de una compañía importante que significaría un gran avance en mi carrera pero retiraron la oferta cuando se enteraron que tenía antecedentes penales. Mis ganancias anuales son al menos 20.000 dólares menos al año de lo que podría estar ganando, todo debido al impacto de mi historial criminal en el ámbito profesional.
El sistema de justicia penal y el estigma social de ser un delincuente convicto ha dificultado no solo encontrar empleo, sino también un lugar para vivir. He tenido la suerte de poder hacer ambas cosas, pero aún siento algo de vergüenza cuando tengo que explicar mi pasado (especialmente en las relaciones). Todavía me enfrento a un cierto juicio y estigma cuando hablo de mi historia, y eso me llevó a ser más cauteloso y reservado.
Todavía estoy trabajando para dejar mi pasado atrás y avanzar en mi carrera. Debido a que fue un delito federal, nunca me quitaran del registro a menos que reciba un indulto presidencial. Es mi letra escarlata.
En ese momento, pensaba que el contrabando de drogas era muy emocionante. Ahora, supongo que me arrepiento de mis decisiones, pero creo que eso se debe principalmente a las repercusiones que han tenido en mi vida. Creo que el éxtasis y la marihuana deberían ser legales. Sin embargo, en el sistema actual, convertirme en delincuente no valió la pena, ni los sentimientos ni el dinero que conlleva.
Estoy muy consciente de las injusticias institucionales que reprimen a las personas con antecedentes penales. La tasa de reincidencia para los delincuentes es alta, y gran parte de eso, al menos en mi opinión, se debe a los estigmas sociales y las leyes que nos impiden una inclusión social interpersonal, profesional y más amplia. Aún así, estoy decidido a tener éxito en mi vida después de la prisión, incluso más, de hecho, de lo que estaba determinado a tener éxito en el contrabando de drogas.
John Park no es el verdadero nombre de un diseñador gráfico que antes transportaba éxtasis a través de las líneas nacionales y estatales en su silla de ruedas.
John Park https://ift.tt/eA8V8J
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