Artículo publicado originalmente por VICE España.
Hace calor. Mucho calor. De ese calor con el que sudas tanto que cuando te sientas en el metro las piernas se te quedan pegadas al asiento. Eso hace que cuando te levantes duela un poquito y se quede marcada la forma de tu trasero en el plástico. Por suerte, aunque sea hora pico, no hay nadie en el metro y la vergüenza es menor. En realidad, no hay casi nadie en la ciudad. Pero esta vez ese hueco que deja la gente de siempre no lo llenan ni los turistas extranjeros. Ahora el vacío es real. Abres Instagram en busca de toda esa gente que parece haberse esfumado. Nada. Ni una fotito en Bali, ni ese post profundo de tu colega sobre su retiro espiritual en la India, ni un boomerang saltando delante del puente de Brooklyn. Estamos a mediados de julio, pero todo el mundo parece preguntarse si realmente ha llegado el verano. ¿Qué ha pasado con nuestras esperadas vacaciones pandemic edition?
Después de meses encerrados, muchas semanas de reactivar paulatinamente nuestras actividades y tantas otras restricciones, todos moríamos de ganas de abrazar la nueva normalidad en su máximo esplendor. Queríamos hacer COSAS. En nuestra cabeza había una lista interminable de planes para cuando pudiéramos salir. Pero ahora que ya podemos —siempre siguiendo las medidas de seguridad™️—, las cosas no están siendo tal y como las imaginamos.
En realidad, todo lo que ha estado pasando desde que empezó el verano, es bastante familiar. No hay nada nuevo, y más o menos todo ya lo he vivido. Es verdad que las mascarillas no entran en mis recuerdos, pero todo lo que he hecho hasta el momento, para disfrutar de la estación más calurosa del año, es prácticamente lo de siempre. Entonces, mientras resonaba en mi cabeza la idea de un verano diferente, no pude evitar pensar "bueno, sí, ¿pero diferente respecto a qué?".
Hace unos 10 años, antes de los vuelos baratos, la explosión de Instagram y los colegas que van más a encontrarse a sí mismos hasta el otro lado del mundo que a visitar el pueblo donde viven sus madres, los veranos eran para estar tranquilos, desconectarnos y recobrar fuerzas. Pero eso se nos acabó. Antes de la pandemia, parecía que las vacaciones eran como una especie de álbum de estampillas. Tenías que hacerlo todo. Aprovechar al máximo. Viajar a Tailandia, hacer un curso de acroyoga, ir a ver a tus amigos de la Costa Brava y al que se acababa de mudar a Viena, ir a dos o tres festivales, asistir a un par de festivales de pueblo, ir unos días a una gran ciudad para decir, "uff, con este calor es imposible estar en la ciudad", darte una escapadita de fin de semana a una casa rural, respirar aire fresco, una pequeña travesía de mochila al hombro, un par de expos, cine al aire libre, algo de deporte, comida rica de proximidad y, si te daba tiempo y organizabas bien tus días, irte una semanita a una playa o a una capital europea a principios de septiembre, para estirar esos últimos días. Exprimir tu tiempo al máximo. Nos habíamos vuelto adictos a las experiencias. ¿Si no tenías nada que contar, realmente lo estabas haciendo bien?
Alguien puso el freno de mano y todo salió volando por los aires. Ahora entras en cualquier red social y todas esas imágenes espectaculares que te hacían sentir una enorme ansiedad por tal vez estarte perdiendo de algo importante ya no están. Da igual el dinero que tenga la última influencer de moda, este año no irá a recorrer tres países diferentes del trópico. Hemos llegado a una especie de democratización —guardando todas las proporciones, porque ella tendrá una moto acuática y tu un inflable barato— de las posibilidades del verano. Tampoco es que la gente haya dejado de hacer cosas y se haya encerrado en su casa a esperar un tiempo mejor. Obviamente, no. Sigue yendo a sitios, quedándose en ellos, y pasándola bien. Pero quizás, en lugar de seguir esta tendencia creciente y capitalista de cada año ir un poco más lejos, probar algo un poco más exótico y adentrarnos un poco más en una cultura que luego olvidaremos, nos hemos visto obligados a volver a casa. Y puede ser que eso esté bien.
A mi, todo este verano pandémico, nuevo verano, verano diferente o como quieran llamarle, me está recordando mucho a cuando era una niña. Esa época en la que cualquier tontería, cualquier oportunidad para hacer algo mínimamente diferente ya era un gran acontecimiento. Y es que ¿por qué hacer una excursión al parque natural que hay cerca de casa no debería ser algo memorable? No sé, nunca he necesitado —ni he podido— ir al sudeste asiático para ser feliz.
El tiempo ha tomado otra velocidad. No hace falta vivir de manera tan acelerada. Todo va saliendo a su propio ritmo. Por fin hemos encontrado esa semana para recorrer el lugar donde vivimos sin prisas. Dormir una siesta. Dar un paseo largo sin llevar el teléfono con nosotros. Que lo que iba a ser una cena con cuatro colegas acabe convirtiéndose en una fiesta. No hacer nada. Volver a cortar fruta en trozos y ponerla en un tupper para hacer un picnic y que sin querer casi se nos pase la hora de comer. Repetirle todas las veces que haga falta a tu abuelo que te quedaste sin empleo, pero que no pasa nada, porque así puedes ir a visitarlo. Y que él te sonría, aunque no haya entendido nada de lo que has dicho, porque el hombre es mayor y está sordo como una tapia. Por fin tenemos tiempo para todas esas cosas que nos vendieron los anuncios de cerveza local, pero esta vez de verdad. Con todo lo feo y el amor que hay en las pequeñas cosas que no ponemos en Instagram.
Es verdad que vivimos en una total incertidumbre. Hacer planes que vayan más allá de dos semanas es arriesgado. Y ni te digo si es algo de larga duración. Tenemos que ir improvisando un poco. Hacer las cosas sobre la marcha y disfrutar del camino. Por primera vez en muchos años, nuestro verano se ha desencorsetado. El ritmo ya no lo marcan los paneles de salidas y llegadas de los aeropuertos. Las vacaciones de la distancia social nos han demostrado algo que ya sabíamos: que no importaba el dónde o el qué, sino el con quién.
Solo creemos que es diferente porque en su día dimos por sentado este mundo acelerado. Esta constante idea de escalar en todos los aspectos de nuestra vida. Quizás este sea el año en el que todos volvamos a disfrutar, y a mucha honra, de ser domingueros. Sin pretensiones ni foto opportunities. Hacer esas cosas que pensábamos hacer en otro momento porque antes considerábamos que teníamos planes y viajes más importantes. Llegados a este punto, en el que la idea de un rebrote y otro encierro parecen inminentes, deberíamos disfrutar de ese bocadillo de comida de tupper en el río con nuestros amigos. Y que sea lo que tenga que ser. No tendremos la verbena que merecemos, pero la gente seguirá ahí y pondremos música y bailaremos igual. Luego nos pondremos la mascarilla y volveremos a casa sin sentirnos mal por no tener dinero para viajar al Caribe o a otro continente. Esta vez nadie va a fingir que está viviendo un verano ideal y eso es un respiro.
Evidentemente es inevitable preguntarnos dónde estaríamos si toda esta pandemia no hubiera pasado. Todos los planes que habríamos hecho, la gente a la que habríamos conocido y los recuerdos que hubiéramos creado. Aunque este no sea el verano más pomposo, va a estar bien. Ya hemos estado aquí. No saldremos siendo mejores personas, eso ya se puede ver venir. Pero quizás dejemos de denostar eso de solo ir a visitar nuestro pueblo natal en agosto o tener que admitir que no nos podemos pagar seis diferentes destinos vacacionales, donde nos van a timar por turistas. Lo más seguro es que esas supuestas vacaciones de ensueño, que ahora tanto anhelamos, tampoco llegarían a existir. Y lo más seguro es que, de aquí a unos años, nos de por romantizar el verano en el que no hubo turistas extranjeros pero sí distancia social, mascarillas y muchos memes sobre la crisis económica que se nos venía encima.
Eva Sebastián https://ift.tt/eA8V8J
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