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sábado, 11 de julio de 2020

El eterno limbo de cientos de migrantes que buscan volver a Venezuela durante la pandemia

Han pasado casi dos meses desde la primera noche en la que cientos de migrantes venezolanos tuvieron que acomodarse en un potrero a temperaturas heladas, con maletas, sin cobijas, algunos sin siquiera tapabocas, frente a la Terminal del Norte, en Bogotá. Muchos de ellos, mujeres con menores de edad o en avanzado estado de gestación.

Los cambuches que montaron con bolsas de plástico, pedazos de madera y palos se convirtieron en el único refugio para más de 500 personas que esperaban regresar a su país en medio de la pandemia y de una crisis que, según Migración Colombia, desde marzo ha dejado más de 81 mil migrantes venezolanos retornados.

Hasta ahora, algunos han podido pagar su pasaje hasta la ciudad fronteriza de Cúcuta —180.000 pesos (50 dólares) por persona—. Y el pasado 2 de julio cerca de 150 personas lograron viajar en buses gestionados por la Alcaldía de Bogotá. Otros, desesperados, han decidido seguir caminando.

Pero aún quedan alrededor de 300 personas que, después de desmontar lo que quedaba del campamento, fueron obligadas a reacomodarse dentro de la terminal. Hasta hoy siguen anhelando salir hacia Venezuela: llevan semanas varadas y esperando un permiso de salida, reunir el dinero para sus pasajes o tener acceso a una prueba de COVID-19 para que no los retengan por este motivo en la frontera.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
Bercris, migrante venezolana, coordinó la logística para 300 personas durante las semanas que estuvo en el campamento frente a la terminal. “Nunca me había tocado pasar por un momento tan difícil. Me sentía preocupada y quería tratar de solventarle todas las necesidades a la gente que iba llegando”.

Bercris, de 30 años, llegó con su pareja y lo poco que tenía a esta parte de la sabana bogotana durante la cuarentena. Después de quedarse sin trabajo fue expulsada de su lugar de residencia en Engativá, una localidad en el noroccidente de la capital, por no tener con qué pagar. “Me cansé de llevar hojas de vida y no tuve la buena suerte de tener un empleo estable. Primero cuidé niños y luego trabajé en una empresa de máquinas dispensadoras de golosinas”, contó hace unas semanas a VICE esta mujer caraqueña licenciada en Ciencias Policiales y con seis semestres de Derecho. En pocos días se convirtió en una de las líderes del campamento.

Estuvo esperando una llamada o un correo desde comienzos de mayo, luego de que le indicaran que para comprar su pasaje debía inscribirse en una página web de la terminal y aguardar a que le notificaran la fecha de salida. Nunca recibió tal comunicación. Y cuando fue con dinero en mano a la taquilla le informaron que no saldrían buses porque la frontera estaba cerrada debido a la extensión de la cuarentena nacional. Sin permisos para pasar, sin casa y sin trabajo, tuvo que quedarse acampando.

Diariamente hacía listados de los migrantes que llegaban al campamento con la misma situación y para los que emprender el regreso caminando no era una opción. Coordinó voluntariamente a más de 300 personas. “Dormíamos dos horas para hacer vigilia. Y en las primeras horas de la mañana organizábamos las donaciones de distintas organizaciones, fundaciones y ciudadanos para repartir y suplir el desayuno o almuerzo”, explicó.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
Aunque no existen baños ni duchas en el campamento, las mujeres buscan maneras de mantener su cuidado. Hacerse trenzas, pintarse las uñas y maquillarse es parte de su cotidianidad.

El 8 de junio, después de varias semanas de comer mal y dormir poco, sin tener un lugar para bañarse y conviviendo entre lluvia, mosquitos, roedores y serpientes, por fin logró que le vendieran sus dos cupos. "Los tiquetes más duros de mi vida. Los voy a mandar a enmarcar”, dijo con lágrimas.

A este refugio improvisado también llegaron bebés de nacionalidad colombiana, hijos de madres venezolanas. Denisse Castillo se acercó con Santiago, su hijo de siete meses, después de dormir en la calle durante una semana. A los dos los expulsaron del apartamento donde una amiga los estaba hospedando a escondidas, en la localidad de Suba.

En marzo Denisse empezó su éxodo desde Quito, en Ecuador. Viajó con un grupo de jóvenes a pie y pedía aventones a los camiones que se compadecían de ella y del niño. A comienzo de este año había migrado a esa ciudad buscando trabajo, pero sin muchas opciones tuvo que regresar con los 80 dólares que logró conseguir pidiendo entre la gente.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
Denisse, nacida en la ciudad costera de Píritu, en el estado Anzoátegui, dice desde una carpa que apenas cubre la lluvia: “Yo no salí de Venezuela por traicionar a mi patria, sino por darle un mejor bienestar a mi hijo, por culpa de un gobierno que sí traicionó a su patria. Solo busco algo para él, que es colombiano, así sea para su alimentación”.

Aunque Santiago tiene todos los derechos como ciudadano colombiano y ella cuenta con el Permiso Especial de Permanencia (PEP), un documento que certifica su situación legal en Colombia, los dos han pasado semanas en total estado de desprotección. Ante la incertidumbre de volver con sus tres maletas a un país con una de las crisis económicas y sociales más complejas del continente americano y sin dinero ni familiares en los que apoyarse durante el viaje, Denisse decidió irse a un albergue del Distrito donde solo puede permanecer ocho días, mientras encuentra un lugar seguro para vivir. Retornar a Venezuela se convirtió en la opción más complicada, siendo madre soltera y migrante. Ahora solo quiere encontrar una forma de mantenerse en la capital y cuidar a su bebé.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
Interior de uno de los cambuches donde una familia de tres niños y dos adultos pasaron varias semanas.

La realidad de muchas venezolanas es aún más dura cuando se enfrentan a estos procesos migratorios sin el apoyo y la corresponsabilidad de sus parejas o padres de sus hijos. Después de la desaparición repentina del padre de Santiago, Denisse decidió hacerse un procedimiento de esterilización para no tener más bebés.

El caso de Marianny Morales, una venezolana del estado de Barinas, también es complicado. El 2 de julio, horas antes de que pudiera subirse en el bus hacia Cúcuta y luego de permanecer tres semanas en el campamento durmiendo en colchonetas y en la precariedad, le hicieron un último chequeo médico en la terminal:

—¿El bebé se ha movido? —le preguntó el médico de turno, sin saber que antes de llegar a Bogotá Marianny tuvo que caminar en estado de embarazo cerca de 100 kilómetros diarios y “pedir cola” desde Lima, Perú, donde vivió un año. En ese largo recorrido, dormía donde le agarrara la noche y sobrevivió con la comida que le regalaban. “En un momento quise tirar la toalla. Uno miraba tantas cosas difíciles en la calle. Una vez vimos cómo un camión se llevó a varios venezolanos por delante y sentía miedo. Pero luego me decía a mi misma que tenía que sacar valor porque iba a parir a mis hijos con el apoyo de mi familia”, contó.

Tras el fallecimiento de su pareja al comienzo de su embarazo ha tenido que hacerle frente a esta nueva vida, con seis meses de gestación de mellizos: Mia Victoria y Gael Josué, como les quiere llamar. “Cuando me hicieron la ecografía lloré mucho, no me imaginé que fuera a tener dos criaturitas. Pero me siento afortunada y halagada porque al final Dios me dio el privilegio de ser madre y padre”, dijo con un optimismo que parecía increíble en medio de tanta incertidumbre.

Ese 2 de julio comenzó para ella otro viaje, uno de 16 horas hasta la frontera, en los buses que consiguió la Alcaldía para llegar hasta Cúcuta. Viajaban con poquísima comida, con el baño sellado y sin paradas.

¿En qué condiciones quedan los venezolanos cuando pasan la frontera? Andrés Idárraga, quien está en cabeza de la Dirección de Derechos Humanos de la Alcaldía de Bogotá, dice que desconocen por completo esa información y que se supeditan a lo que les indica Migración Colombia para decidir hacia qué ciudad fronteriza deben ir las personas en retorno. “Migración Colombia nos puede decir: mañana se van 10 personas por Cúcuta y 90 por Arauca. Nosotros simplemente hacemos caso, dependiendo del cupo que nos den para pasar”.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
Con la visita de médicos voluntarios al campamento, Marianny pudo pedir un traslado en ambulancia hasta el hospital Simón Bolívar para hacerse la primera ecografía y un control prenatal.

Cientos de migrantes llegan a diario a un campamento informal en Cúcuta, en donde están hacinados, sin agua potable ni servicios sanitarios. En ese potrero de arena esperan durante días a que les coloquen un brazalete con un color y un número para asignarles su cupo de retorno a Venezuela. En el peor de los casos, muchos venden lo poco que les queda y pagan para pasar por la trocha. Si lo logran y no son judicializados, tienen que esperar una cuarentena que nadie sabe cuándo termina, del otro lado, en San Antonio de Táchira.

Ese es el limbo en el que están varios migrantes que permanecían hace unas semanas en el campamento frente a la terminal en Bogotá y que lograron cruzar en buses por Arauca, al oriente de Colombia. Sin poder hacerse pruebas de COVID-19 antes de su viaje, fueron aislados en la población llanera de Guasdualito, Apure, en condiciones sanitarias paupérrimas.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
Milagros es otra de las lideresas del campamento que ha estado en comunicación con las autoridades y fundaciones para gestionar ayudas alimentarias, donaciones y sobretodo la salida hacia la frontera.

Varias fuentes, a quienes mantenemos anónimas por seguridad, dicen que al llegar del lado de Venezuela les obligan a permanecer en escuelas, sin agua potable, poca comida y sin condiciones sanitarias para evitar la propagación del virus. Algunas personas a quienes les han realizado pruebas de sangre y nasales de COVID-19 han arrojado resultado positivo al contagio. Y bajo el supuesto de que deben contrarrestar el virus, les suministran Cloroquina, un medicamento utilizado habitualmente para pacientes con malaria y cuya efectividad para tratar el nuevo coronavirus aún no tiene estudios concluyentes.

Incluso la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó con preocupación sobre personas que se automedican con este y advirtió que mientras no haya pruebas suficientes, los médicos y las asociaciones médicas no deben administrar estos tratamientos —que además tienen efectos secundarios cardiovasculares— a pacientes con COVID‑19. En Colombia, el Ministerio de Salud suspendió su uso desde finales de mayo.

Como si no fuera suficiente la travesía de llegar hasta el campamento en Bogotá y permanecer en condiciones extremas durante semanas, al intentar cruzar la frontera a los migrantes les espera hambre, mayor posibilidad de contagio y, en el caso de Apure, un aislamiento que se asemeja a una vida en cárcel: los alimentan con arroz, arepa o bollo de harina; permanecen sin dinero y sin agua potable para consumo o higiene, y no tienen la posibilidad de mantener distancia con otros.

Campamento venezolanos Terminal del Norte de Bogotá - Lia Valero
En estos buses les llevan hasta Cúcuta o Arauca, con mínimas medidas de bioseguridad. El único baño que tiene va sellado durante un recorrido de más de 15 horas.

Eso para los que ya lograron cruzar, en medio de las restricciones fronterizas que solo permiten dar paso diariamente a 300 retornados. De esta lado, para quienes siguen a la espera de poder salir, apenas comienza un segundo éxodo. Y esta vez tienen que resistir al camino, a la pandemia y al caos migratorio en el que sobrevive quien sea más fuerte.

Lia Valero (texto y fotos) https://ift.tt/2ZVLI8C

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