Artículo publicado por VICE Colombia.
América vive a dos cuadras detrás del metro de Capuchinos en Caracas. Es carnaval en la ciudad, y en el barrio los chicos corren en pantalón corto tirándose agua y espuma blanca que parece nieve embotellada.
El sobrino de América se para en la puerta y mira ansioso cómo juegan los otros. Su nombre es Noah, tiene siete años, es rubio de ojos azules, y hasta hace poco más de un año vivía en un pueblo de Mérida, un estado andino al sur del país, a 3.500 metros de altura y sin gas. Iba a una escuelita rural bolivariana y su familia cocinaba a leña con las otras diez familias del pueblo.
Se mudaron a Caracas y el metro es adrenalina. El barrio también. La casa de América tiene la fachada verde y las puertas de madera. Tiene luz, olor a café y un cuadro de Chávez en el cuarto de costura. América, Tatum, Carmen, Lígida, Lía, Arantza, salen a recibirnos. Al fondo almuerza apurado el hermano de América. Luego se va. El matriarcado se hace evidente al poco tiempo de entrar a la casa.
América hace toallas sanitarias de tela ecológicas. Tiene 40 años, es profesora y doula, es decir que asiste partos y abortos por igual, respetando la vida, la muerte y sus designios naturales. Hace tres años trabajaba como vicerrectora en la Universidad Nacional Experimental de las Artes —UNEARTE—, y la escasez en Venezuela sufría su peor época. Era 2016, el precio del petróleo bajó espectacularmente hasta 20 dólares el barril, casi el mismo precio que cuesta producir uno. El Gobierno de Nicolás Maduro no tenía dinero para importar mucho, por eso no había casi nada y lo que había no se podía pagar. En aquel momento de su vida, América dio un giro personal y decidió que nunca más iba a trabajar en un sitio que no le gustara. Dejó la oficina y también dejó de comprar las compresas industriales que utilizaba cuando menstruaba y que le provocaban sarpullidos en la vagina.
“Empezaron a venir toallas importadas de cualquier país. Era lo peor que podían traer. El olor de mi sangre en aquel plástico era como el de la carne podrida”, recuerda. A partir de ese momento, desde que dejó de comprar las compresas, cada vez que América tenía el periodo se quedaba en casa y simplemente se dejaba menstruar. “Tenemos la creencia de que lo que sale del cuerpo está mal, como si fuese malo, cochino… La regla hay que esconderla porque huele, porque está contaminada… Cuando empiezas a desmontar eso te sientes mejor. Es un proceso personal que en mi caso vino acompañado de otras decisiones”, dice. “Yo tengo mis manchas de sangre en el colchón de cuando me quedaba en casa esos días y no me molestan. Es una celebración de que el cuerpo está vivo y es fértil”.
América, que ahora trabaja como profesora en la misma universidad, no tiene hijos, pero le enseña a su sobrina Lía a hacer las toallas de tela. También las cose su madre, Lígida, de 68 años. Lígida estuvo en Brasil durante la dictadura, es chavista de corazón y una vieja dirigente de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción —CLAP—, que se encargan de la repartición de las cajas de comida subsidiada por el gobierno de Maduro en varias comunidades. Ese trabajo la mantiene activa con la Revolución. Es su manera de “organizar al pueblo y evitar la corrupción”. Por corrupción, Lígida no solo se refiere a los sobrecostos con los que venden varias cajas, sino a familias que terminan llevándose más cajas de las que deberían, desequilibrando las reparticiones de alimentos.
La familia empezó con lo de las toallas ecológicas a partir de un taller al que asistió América. Ahora es una forma de vida. No viven de esto, porque las venden a 1.200 bolívares, que ni siquiera alcanza para lo que cuesta un café en la calle y apenas supone 30 centavos de dólar al cambio actual. Encima de la mesa gruesa de madera de la cocina hay un montón de patrones, telas de colores, plásticos, agujas, tijeras y materiales absorbentes. “Hay muchos modelos de toallas”, explica América. “Estas nocturnas, más grandes en la parte del culo para que no te manches cuando duermes… Este patrón con alas es el más común… También las tienes sin alas, yo las uso así, me las pongo con pantaletas grandes y se ajustan perfectamente”.
Una toalla de tela tiene una esperanza de vida de unos tres años. Se lava a mano o en la lavadora, con vinagre o con jabón azul. Cada mujer tiene sus mañas. Con lo que cuesta un paquete de toallas industriales en el mercado venezolano (su precio actual es el equivalente a un tercio del salario mínimo mensual), puedes comprar más de un metro de tela para hacer toallas ecológicas, antialérgicas y personalizadas. América me recomienda exprimir las toallas antes de lavarlas. “Sacas la sangre y riegas las plantas. Es un fertilizante maravilloso”.
***
Desirée tiene 16 años y lleva dos días sin ir a la Escuela Técnica de Artes Visuales en la que estudia. Tiene la regla. Desireé tuvo su menarquia, su primera menstruación, a los diez años. “Hasta mi mamá se sorprendió”. “En aquel momento”, cuenta, “todo era más sencillo. Mi mamá compraba fácilmente las compresas en la tienda de abajo. Incluso yo usaba mis jabones íntimos. Ahora hay muchos límites”. Asegura que nunca se había puesto a “improvisar” hasta 2016. “Cuando llegó la situación de ‘no nos alcanza’, o ‘no se consigue’, o ‘no nos han pagado’… En aquel momento me tuve que preguntar: “¿y cómo hago?”.
Desirée y su madre comenzaron a fabricar sus propias toallas caseras mucho más rudimentarias que las de América. Simplemente envuelven papel higiénico o algodón en un plástico y las colocan sobre su ropa interior. “Incluso me di cuenta de que podía hacerlas de diferentes tamaños”, explica. “Una empieza a adaptarse y al final es como si no hubiese pasado nada. Ya no necesito tanto las toallas de las tiendas… Veo muchos tutoriales en YouTube que te explican cómo hacerlas. Desireé hace las que son para usar y tirar inmediatamente. “Lo bueno es que todavía encuentras papel higiénico y plástico”.
Desirée es una adolescente adulta. Habla con una experiencia y una solidez que pasman. Quiere ser fotógrafa y le gusta cantar como Billy Ellis. “He logrado adaptarme a los cambios pero es molesto no tener los recursos. Aún así no voy a quedarme sentada en el inodoro con la queja esperando a que todo pase”. Si decide no ir al colegio se lo dice a los profesores con naturalidad. “Me tengo que levantar a las 4:00 de la mañana para estar a las 7:00 en clase”, cuenta. “Vivo lejos, tengo que caminar, a veces no funciona el transporte. Si mi periodo es abundante ese mes prefiero no hacer ningún esfuerzo que me haga manchar más de lo normal”.
***
El uso de la copa menstrual, un recipiente reutilizable que se introduce dentro de la vagina para retener el flujo menstrual que se está volviendo tendencia a nivel mundial, no está tan extendido en Venezuela, pero está empezando a pisar fuerte entre los círculos feministas del territorio. La falta de alternativas, y la escasez que sigue campeando, ha hecho que las mujeres empiecen a preguntar. Muchas de esas preguntas llegan a Lídice Ortega, creadora de la marca CandyCup. Funciona a través de Instagram y por el voz a voz, que es su mejor publicidad.
Lídice vende las copas de su marca en ferias que organizan centros culturales como La Estafeta en Caracas y así, poco a poco, ha ido aumentando sus seguidoras. Suele vender unas 10 copas a la semana, que envía por todo el país, y cerca de 30 chicas a la semana la contactan para consultarle todo tipo de dudas, algunas hasta del tipo de ‘si la copa no me impedirá orinar bien’.
Lídice es pionera en Venezuela. En su almacén le quedan unos cuantos cientos de copas de las 5.000 que trajo de China hace tres años, cuando estaba haciendo turismo por el país con su marido. Aún no se ha visto en la necesidad de importar más copas, pero reconoce que le preocupa el momento en el que tenga que hacerlo “por las dificultades que impone el bloqueo a Venezuela”. Su plan es traer sus candycup a través de AliExpress, el Amazon chino. Venezuela y China tienen múltiples convenios económicos y el gigante asiático se ha convertido en uno de los principales aliados de Nicolás Maduro en estos tiempos. Lídice vende sus copas a 10 o 15 dólares, “dependiendo del estrato social de la mujer que me las compre”.
En el mercado internacional, una copa menstrual cuesta, en promedio, una media de 25 dólares. Ella compró las suyas en China por un dólar y medio. Están certificadas. Lídice está pensando ampliar su mercado e importar unos esterilizadores de copas para vender un paquete a mujeres que quieran y puedan pagar más.
Menstruar en Venezuela parece una proeza. Esa sensación que muchas hemos sentido, la de andar buscando desesperadamente tampones o toallas de farmacia en farmacia, olvídenlo, esa sensación dejó de existir hace años en Venezuela. Si acaso se verán en un supermercado de cosas importadas (en su mayoría americanas) cerca de Las Mercedes, una de las zonas de clase alta en Caracas. En esa tienda se reciben dólares como método de pago, y venden cereales de colorines llenos de azúcar, tarros de salsa de tomate y mostaza marca HEINZ. Ahí, en alguna de esas estanterías, se venden tampones de marca Tampax, toda una excentricidad en esta época.
Lo que quedan son las toallas, que vienen y van, son un producto que se consigue cuando hay suerte. Como en este momento, que las están vendiendo en el Farmatodo, la cadena de farmacias más famosa del país, y en donde menos se encuentran medicamentos en este momento. Últimamente, las toallas se encuentran junto al deseado papel higiénico, casi con el mismo precio que este.
América, Desirée, Lídice son testimonios del cansancio que produce esta proeza, una que no deberíamos estar viviendo las mujeres que habitamos este país. Tres historias de escasez, pero de recursividad. Tres mujeres que intentaron, cada una a su manera, dominar la narrativa de crisis de Venezuela, o más bien, impedir que esa narrativa de crisis no dominara sus vidas.
Porque si algo que no hagan las venezolanas es rendirse. Entonces camina por la ciudad caribe buscando armarse y resistir porque su cuerpo es su cuna y su centro. Encuentra y “resuelve”. “Resolver” es una palabra tan venezolana como las arepas con queso para el desayuno. “El venezolano resuelve”, “la venezolana resuelve”. Es un mantra en tiempos de crisis. América, Desirée y Lídice han resuelto entonces cómo no sentirse sucias una vez al mes. Porque hasta la crisis, como la guerra, golpea más a las mujeres precisamente por eso: por nuestra condición de mujer.
Esther Yáñez https://ift.tt/2EHpyMC
No hay comentarios:
Publicar un comentario